Imagine que es usted un profesor de Historia en un instituto de la sierra de Madrid. El destino es cómodo, tiene sus ventajas y el peaje, imagino, es ese laiser faire que la Administración de turno, autonómica o central, dedica al, sin embargo, fundamental eslabón de la Educación, la Secundaria. Pero usted tiene más moral que el Alcoyano y se obstina en que los rostros que le miran (con sus befos y bocas entreabiertas que trae de serie la pubertad y programas de tv como Hombres, Mujeres y Viceversa) reaccionen de alguna manera ante la avalancha de cifras, fechas y nombres propios que el temario le obliga a cumplir.
Entonces decide “contextualizar la historia” y buscar ejemplos de seres humanos que interesen, aunque sea unos segundos, a esa audiencia secuestrada y dura de narices. Un adolescente es una bomba al que los profesores se enfrentan sin chaleco antibalas, una temeridad. Pero se llama usted Antonio Plaza Plaza y aunque los médicos digan lo contrario tiene una salud (moral) de hierro y una vocación de arqueólogo de vidas que deja a Indiana Jones en pelota, literal, y casi sin su característico sombrero.
Claro que en su búsqueda obstinada puede encontrar, como en todos los buenos guiones de película, algún antagonista que le ponga palos en las ruedas y un impagable compañero de aventuras que le ayude a encontrar el arca perdida, en este caso un escritora y periodista cuya vida y obra es oro puro. Ella es Luisa Carnés, a la que Plaza descubrió para ponerle carne mortal al principio del siglo XX español y al exilio. Y el cómplice del aventurero es la Editorial Renacimiento, que venía reeditando la obra casi desaparecida de la autora, y que el año pasado hizo la proeza de publicar sus magníficos Cuentos en dos maravillosos volúmenes.
Parte de esa peripecia aparece en el libro, también publicado por Renacimiento, De Barcelona a la Bretaña francesa. Memorias, en el que cuenta la angustiosa huida por Francia y la desesperanza de haber perdido una guerra y la batalla de una democracia que siempre defendió. Sería México su país de acogida hasta su muerte en un accidente de tráfico en 1964.
La niña que aprendió a trabajar cosiendo sombreros en un taller con doce años, y que nunca dejó de sentirse una trabajadora, defendió los derechos de las mujeres admirando devotamente a Clara Campoamor, pero sin dejar que sus convicciones políticas y éticas le impidieran retratar, hasta la crudeza, un mundo de mujeres sometidas y tristes, explotadas dentro y fuera del hogar, aisladas, incapaces a veces de defenderse o de buscar complicidades entre ellas.
Aún sigo preguntándome, dejó dicho en una entrevista, por qué las mujeres se odian terriblemente. Un odio desesperado tantas veces y suicida siempre que Carnés retrató sin embargo con una enorme ternura, la misma con la que escribe El niño de la maleta, uno de los relatos más sobrecogedores que podemos leer sobre el espanto, el dolor y la locura al fin de la guerra, todas las guerras.