Contaba Miguel Delibes, según un artículo publicado en El País el 23 de mayo de 1979, que a lo largo de una cena José Manuel Lara le había ofrecido presentarse al Premio Planeta, asegurándole su victoria: “Lara decía que aceptase, que a fin de cuentas todo era positivo: él ganaba, yo ganaba, y los lectores podían encontrarse con una novela aceptable. Yo le contesté que había unos perdedores: los 150 o 200 nuevos escritores que concurren al premio y esperan ganar para iniciar su carrera literaria”.
De poco sirvieron las explicaciones del autor de El camino, pues sus motivos no fueron entendidos por su interlocutor, que siguió diciéndole que tenía once meses por delante para reconsiderar la propuesta. Delibes nunca ganó el Premio Planeta, pero sí el Premio Nadal, que le fue otorgado en 1948 cuando Destino todavía era una editorial independiente y no formaba parte del gran grupo editorial que Lara construiría y en el que Destino entraría para formar parte en 1988.
Me pregunto, releyendo las declaraciones del autor vallisoletano, cuántos autores habrán dicho no con la misma contundencia con la que lo dijo Delibes, que, además, relatando su experiencia no dejó pasar la oportunidad de desenmascarar la falacia de un premio en el que no solo el concurso entre los aspirantes queda anulado por un ganador preseleccionado, sino en el que los miembros del jurado terminan convertidos en meros títeres, cuyas decisiones están totalmente anuladas por la imposición empresarial de un ganador y, probablemente, de un finalista.
Miguel Delibes.
Lo dejó claro Juan Marsé cuando, tras su segundo año como jurado del Premio Planeta, decidió irse: “Mi derecho a buscar y decir la verdad, mi verdad, está por encima del relumbrón y el festejo del mejor premio del mundo", comentaba en 2005 en una rueda de prensa el autor barcelonés. “Sé, además, que mintiendo no le hago ningún bien ni a los premiados ni a mis compañeros del jurado. Y tampoco me parece ético, en las ruedas de prensa o de cara al público, cuando se me pregunta, dar la callada por respuesta. De todo eso le hablé al editor José Manuel Lara Bosch en las dos reuniones previas al fallo de este año, pero no han sido atendidas”.
Me vienen a la mente estas dos anécdotas después de que hace pocos días, a lo largo de una cena, dos autores reconocían “llevar mucho tiempo sin prestar atención al Premio Nadal”. Confesaba uno de los dos: “Hace ya tiempo, mucho tiempo, que no gana nada destacable”. Le pregunto cuándo cree que se fastidió la cosa, pero no sabe muy bien qué contestar: “Lo que ha pasado este año ya pasó cuando ganó Lorenzo Silva: se ha premiado una obra que es la continuación de otra que, casualmente, ha publicado Destino y que tiene los mismos personajes que la primera... ¿No se han dado cuenta nada más leerla de qué iba la cosa y quién era el autor? Que no nos tomen el pelo”, afirmaba el escritor: “la cosa no es nueva, viene de largo”. Puede que mi pregunta no fuera la correcta. ¿Y si la cosa nació jodida? ¿Y si el propio sistema de premios a obras inéditas nació de por sí torcido?
Un mecanismo de promoción
“La industria cultural propone a la figura del entrepreneur, del gerente de contenidos como emblema de la época”, sostiene el escritor y crítico argentino Damián Tabarovski a lo largo de una entrevista, en la que sentencia: “la industria cultural es la gran enemiga del arte”. En gran medida, los premios literarios son unas de las herramientas claves de la industria cultural, creaciones de los gerentes de contenidos para aumentar las ventas en un país de pocos lectores. Esta es, por lo menos la justificación que daba Lara Bosch cuando se le preguntaba acerca del Planeta y de la proliferación de galardones literarios --se calcula que en España hay unos 6.000--, la mayoría de ellos a obra inédita. “En España se lee poco y la publicidad está muy cara. Para eso se inventaron los premios literarios” decía ya Lara padre, que entendió antes que nadie que en la industria cultural, como diría Tabarovski, hay que “reemplazar al valor, a la crítica, por la sociología”, que “vuelve todo número, quantum”.
Los premios, afirmaba Caballero Bonald, “en ningún caso son una guía literaria. Incluso es posible que sean todo lo contrario”. Estas palabras cobran sentido, pues ¿cómo pueden ser una guía unos galardones que, si bien en ocasiones premian a obras y autores notables, son preconcedidos? ¿Cómo pueden ser una guía unos galardones que, más allá de las apariencias, niegan el concurso entre manuscritos, pues están prepactados anteriormente con el autor al que se le va a conceder el premio o con su agente?
Me hago esta pregunta a la vez que releo lo ya he escrito y me doy cuenta de que nada tiene que ver con lo que se me ha solicitado. Me pidieron que analizara de qué manera el Premio Nadal ha orientado las tendencias literarias en las letras españolas y cómo ha ido perdiendo su carácter de guía paulatinamente al hecho de haberse comercializado. No digo que no sea de interés este recorrido, y puede que sea mi incapacidad o mi pereza intelectual la que me haya hecho querer escapar de tal requerimiento pero, aun entonando un mea culpa, una no deja de preguntarse hasta qué punto tiene sentido realizar un recorrido de este tipo si no se observa lo que está detrás del premio, si no nos detenemos en analizar los mecanismos y/o dinámicas industriales que subyacen, desde su origen, en dicho galardón. Basta cambiar el foco y detenerse en la promesa de premio realizada a González Ruano para darse cuenta que el camino no se torció realizándolo, sino que nació torcido.
Un breve excursus histórico
Si bien con la victoria de Carmen Laforet se cumplió el objetivo con el que fue creado el premio, llama la atención que se asegurara el galardón a González Ruano cuando, como explica Germán Gullón, Ignaci Agustí concibió el Nadal como un premio que “permitiera descubrir talentos, pues la fuerza civil había roto el progreso de nuestra narrativa”. Lejos estaba el periodista y escritor madrileño, que por entonces ya había publicado Seis meses con los nazis, de ser una nueva voz de la literatura, como sí lo fueron, sin embargo, los autores que siguieron a Carmen Laforet a quien, como recordaba su hija el pasado 6 de enero, el Premio Nadal le cambió la vida. Mientras que José Félix Tapia, ganador en 1945, ha pasado al olvido, el Nadal sí cambió la vida a José María Gironella --“Cuando Rafael Vázquez Zamora le puso un telegrama para comunicarle que el jurado le había otorgado el premio era prácticamente un desconocido”, comenta Germán Gullón-- y a Miguel Delibes, que se alzó con el galardón con solo 19 años gracias a La sombra del ciprés es alargada.
“Según pisamos el umbral de los 50”, comenta Gullón, “la novela surca ciertas aguas, pasa de estar centrada en el personaje, existencialista, buscando impactar la sensibilidad del lector, a una escritura con el propósito de despertar la conciencia social. La forma de la novela se transformará también, pasando a priorizar otros aspectos creativos y estéticos”. Esta relevancia se mantendrá a lo largo de la década de los 60, que se inaugurará con Ramiro Pinilla que, si bien ya había publicado El ídolo en 1957, verá despegar una carrera que se consolidará con la publicación de la trilogía Verdes valles, colinas rojas.
Tras casi dos años consecutivos sin nombres ni obras destacados --¿quién se acuerda hoy de Alfonso Martínez Garrido y Vicente Soto?--, 1968 será un año significativo: el por entonces ya laureado Álvaro Cunqueiro --en 1959, había ganado el Premio de la Crítica, y desde 1961 formaba parte de la Real Academia Gallega-- se alzaba con el Premio Nadal gracias a su novela Un hombre que se parecía a Orestes, obra que volvía a poner el galardón en el mapa, tras dos años de poca trascendencia.
Si bien la deriva comercial, como reconoce el propio Gullón, comienza en los años 90, el Nadal deja de descubrir autores dormidos y comienza a apostar por nombres seguros: Fernando Arrabal, Manuel Vicent, Juan José Saer fueron algunos de los autores destacados de los 80, años que Gullón define como “frenéticos para el mundo editorial, que asiste al auge de las agencias literarias.
Se publican infinidad de novelas, que compiten para hacerse un hueco. Cada vez menos autores alcanzan la meta deseada, salir bien parados en los suplementos culturales, recibir el beneplácito de Ricardo Senabre, por ejemplo. Los premios ganan en importancia, porque la propaganda hecha por los medios de comunicación de masas llega más lejos que la convencional, los diarios y el bocaoreja”. Los premios, en definitiva, se consolidan como mecanismos de promoción, idea que ya estaba en sus orígenes, pero que se afianza cuando la cultura se convierte en una industria: los agentes empiezan a pactar premios con las editoriales que, a su vez, ven en los premios la manera de asegurarse en su catálogo los autores que más ventas tienen.
Andrés Trapiello / YOLANDA CARDO.
Y así llegan los 90, la década de las vacas gordas, y se abre la veda: se comienza a premiar a escritores-personajes mediáticos, cuyo máximo paradigma podría ser Lucía Extebarria o Ángela Vallvey. Los escritores comerciales y los periodistas comienzan a acaparar los premios y, salvo excepciones --véase Antonio Soler, actualmente en Galaxia Gutenberg, Eduardo Lago, ahora en Sexto Piso, Pedro Zarraluki o Andrés Trapiello; ambos siguen formando parte de la escudería Destino y, además, Trapiello es miembro del jurado del Nadal-- la mayoría de autores destacan, más allá de su mayor o menor valía literaria, por su potencial comercial .
“El último Premio Nadal que me interesó fue Lo que sé de los vampiros de Casavella”, me comenta un amigo, y no es el único que se ha detenido ahí, en 2008, año en el que el declive se convirtió en norma, cuando los autores de la casa se convirtieron en los galardonados y el premio se confirmó como un mecanismo no solo de promoción, sino de recontratación de los autores a los que ningún sello puede dejar escapar por una mera cuestión de ventas.
Renglones torcidos
Puede que el Nadal tuviera su época dorada, pero, como diría Gadsby, pongamos bien el foco: la perversión estaba desde sus orígenes. Ocurre con el Nadal y con la mayoría de los premios concedidos por las editoriales. Como subraya el Colectivo Todoazen, los premios a obra inédita, sobre todo aquellos concedidos por las propias editoriales, son un “fenómeno radicalmente español e hispano por aquello de los malos ejemplos, que en nuestros territorios literarios han venido proliferando, al menos desde la posguerra civil española, la convocatoria por parte de distintas y muy variadas editoriales --solas o en compañía de instituciones públicas-- de premios literarios a originales inéditos (de novela, poesía o ensayo) que conllevan su publicación por parte de la editorial convocante y una remuneración adjunta, ya como gracia, ya como adelantos de supuestos o presupuestados derechos de autor”.
Benet no fue ni el primero ni el único; Sánchez Harguindey ponía el foco sobre el autor madrileño, pero once años antes Ramón J. Sender no dudaba en convertirse en el ganador del Planeta en 1969, ocho años antes de que Jorge Semprún entrara a formar parte del espectáculo creado por Lara, que no tenía reparos en confirmar ante los medios que los premios debían tomarse como lo que son: una inversión y un mecanismo de promoción de las editoriales. De la misma manera que los niños no vienen de París, los premios no se conceden por méritos abstractos, los premios vienen directamente de las empresas editoriales.
Benet fue invitado a participar, como habían sido invitados Vázquez Montalbán, que reconoció que para el escritor el “dinero es libertad”, y un Juan Marsé que, por entonces, es de suponer que creía o confiaba en la honradez de ese mismo galardón del que, tiempo después, renegaría. Después de él vinieron otros: Umbral, Terenci Moix, Torrente Ballester, Muñoz Molina y hasta Vargas Llosa, que escribe tanto sobre la sociedad del espectáculo como participa en ella.
Camilo José Cela, José Manuel Lara y Ángeles Caso.
Eran años en los que Planeta buscaba, además, de una rentabilidad económica, un prestigio literario que, casi siempre, se le resistía. Entonces todavía importaba el prestigio. De ahí que el grupo editorial no dudase en ofrecer el galardón a autores que, más allá de ser conocidos por el público, tuvieran el aval de la crítica y fueran capaces de aportar al premio el valor simbólico del que carecía. Con esta lógica, Planeta ofreció a Camilo José Cela, que entonces no tenía nada escrito, el galardón, sin sospechar que le saldría el tiro por la culata: ¿Quién podría haber sospechado que Carmen Formosa hubiera registrado su Carmen, Carmela, Carmiña, manuscrito que fue entregado al premio Nobel para que lo reescribiera a su manera?
No me atrevo a decir dónde está el límite entre lo digno y lo indigno, pero en la mano de cada escritor está la posibilidad de participar en este juego donde las reglas están alteradas desde el primer momento. Y esto vale tanto para quien acepta premios pactados --no vale decir “yo no lo pacté”, cuando fue el agente quien lo hizo por ti-- como quien decide participar como jurado en galardones donde no hay nada que decidir.
Las dietas son generosas y las remuneraciones todavía más, pero ¿y esa verdad que, como diría Marsé, está por encima de todo? Podemos recorrer la trayectoria de muchos de los premios que se conceden en nuestro país, considerarlos termómetros de las tendencias literarias, pero no podemos olvidarnos de que cualquier resultado será un resultado condicionado. De la misma manera que no se puede medir la temperatura con un termómetro manipulado, no se puede hacer una historia de la literatura a partir de premios manipulados