Letra Clásica
Salinger, un lugar en el bosque
El escritor más misterioso del siglo XX, autor de una obra tan breve como influyente, soldado en la Segunda Guerra Mundial y ermitaño perpetuo, nació hace ahora un siglo
3 enero, 2019 00:00Cien años después de su nacimiento en un lejano día de 1919, todavía hay quien se pregunta por los motivos que hicieron que Jerome David Salinger, Jerry para los inexistentes amigos, se convirtiera en un ermitaño, un escritor mítico cuya principal singularidad consistía no en lo que publicaba, sino en lo que dejaba voluntariamente de publicar. El misterio Salinger tiene una respuesta tan obvia que ha permanecido ante nuestros ojos desde el principio: el dolor de los otros. También podríamos llamarle miedo al rechazo o experiencia de la incomprensión ajena. En su caso no se trató de una mera hipótesis, sino de un hecho cierto, aunque la leyenda lo haya disfrazado con los ropajes del hermetismo y la egolatría, esa pasión de juventud. Incluso hay quien lo justifica por sus supuestas creencias védicas.
Salinger, creador de criaturas como Holden Caulfield y la familia Glass --seres que contemplan la vida adulta desde el asombro y el rechazo--, proyectó en su escasa pero extraordinaria obra literaria sus padecimientos, reformulándolos gracias a través de la ficción. Su temprano éxito --El guardián entre el centeno, su única novela conocida, se publicó en 1951, convirtiéndose desde entonces en un libro seminal para varias generaciones de lectores-- no fue en realidad tal. O quizás lo fue únicamente en términos editoriales.
La esfera pública de un escritor, como es sabido, gira alrededor de aquello que publica. Pero antes y después de ese momento existe un making off, y un después de sin el cual no es posible entender por completo la obra sancionada. En ambos espacios, que son vitales pero también artísticos, radican las razones de su desaparición en vida, que no es equivalente a una muerte literaria, aunque lo parezca. Nunca dejó de escribir; tan sólo decidió no publicar.
Salinger, durante su etapa como soldado, escribiendo El guardián entre el centeno.
Hijo de un padre judío y de una católica irlandesa que tuvo que convertirse para ser aceptada por su familia política, alumno de una escuela de lujo --McBurney School-- de la que fue expulsado, niño bien de Park Avenue, soldado por romanticismo ingenuo en la Segunda Guerra Mundial, donde participó en el desembarco de Normandía, trabajó como sargento en los servicios de contraespionaje y vivió en primera persona los quebrantos del horror humano. La biografía de Salinger es quizás su gran obra maestra. La novela indestructible.
De entre los abundantes relatos sobre su existencia --todos inexactos, todos parciales-- destaca el libro de Kenneth Slawenski, publicado por Galaxia Gutenberg y titulado J. D. Salinger. Una vida oculta. En él se describe a un escritor forjado en los valores de la disciplina prusiana, puntilloso hasta el exceso y consciente de que en la vida nada llega por casualidad, sino a través del sacrificio. Estos principios, heredados de la educación que recibió en su familia, se consolidaron también por la vía de la experiencia: tras pasar por la academia militar, primero, y alistarse después en el ejército. La resistencia ante las desgracias es una fortaleza que sólo está al alcance de los que han recibido puntapiés de la vida.
Fue su caso. En 1940, tras un curso de escritura creativa en la Colombia University impartido por Whit Burnett, decidió que sería escritor. Pero el camino para conseguirlo no fue ni lineal ni rápido. Huelga decir que tampoco significó un viaje agradable. Los textos que intentó publicar en las grandes revistas literarias de su época --ser uno de los autores de The New Yorker se convirtió en una obsesión-- cosecharon rechazos y cartas de agradecimiento ausentes del correspondiente cheque, ese pasaporte hacia la gloria. Todos le decían lo mismo: no.
Fue su caso. En 1940, tras un
Salinger era un escritor. Pero sólo lo sabía él.
Una década más tarde, cuando El guardián entre el centeno asombraba al mundo, los términos de su relación con los demás se invirtieron. Todos querían saber quién era; pero para entonces él ya había decidido que, si antes no había merecido ninguna atención, ahora podía perfectamente darse el gusto de convertirse en un interrogante eterno. Si nos fijamos, en realidad lo que hizo fue seguir una ley de la narrativa: usar el misterio como principal requisito para construir una trama.
La suma de desprecios sucesivos, añadida a su visión de la literatura --de la que quedaba excluida la vida literaria-- son, pues, las dos causas esenciales que explican su deseo de desaparecer de la vida pública para dedicarse por entero a una obra que todavía, nueve años después de su muerte (que le llegó cuando era un cándido nonagenario) aún no conocemos.
Su escritura fue una forma de olvidar sus desengaños, que empezaron en su juventud, cuando su primera novia --Oona O'Neill-- lo abandonó para casarse con Charles Chaplin. Más tarde él hizo lo propio en la Europa devastada con una mujer --Sylvia Louise Welter-- que perteneció al Partido Nazi, a la que estuvo unido de forma efímera. Su vida era la escritura: 16 horas al día dedicado a intentar crear otra novela.
Emigró al campo, aunque en el caso de los Estados Unidos sería más exacto hablar de una huida a lo Thoreau: se instaló en Cornish (New Hampshire), en una cabaña a 215 kilómetros de la Gran Boston. Ese fue desde entonces su sitio en el bosque, un reducto de intimidad ubicado lejos de las mentiras de las ciudades, que son las que construimos los hombres. Frente a la sociedad de consumo de su tiempo, él alzó un universo paralelo, extraño y autosuficiente. Con aspiraciones espirituales.
Una imagen de los cuatro únicos títulos publicados en vida por Salinger.
En 1965, tras haber dado al mundo apenas cuatro títulos --El guardián entre el centeno (1951), Nueve cuentos (1953), Franny y Zooey (1961), Levantad, carpinteros la viga del tejado/Seymour, una introducción (1963)-- dijo adiós a la vida mundana para consagrarse, igual que un relojero, a un arte secreto cuyo único espectador fue él mismo.
Desde entonces hay un vacío biográfico, imposible de cubrir pese a las cartas robadas y los testimonios de gente más o menos cercana, que, en diferentes aproximaciones a su figura, nos han regalado una lista de excentricidades y vulgaridades, pero nada demasiado categórico. A falta de una hagiografía, su vida fue objeto de inspección sentimental, cotilleo y elucubraciones, como corresponde a quien se niega a ser analizado por los demás y prefiere ser él mismo contra todos.
Cauldfield, el adolescente de su única novela, no cree ni en la salvación ni en el ser humano. No parece estar lejos del sentir de Salinger, que decía ser sólo "un escritor de ficción", un tipo capaz de usar la elipsis --ese silencio narrativo que tantas cosas expresa-- como nadie, cuyos libros sólo podían incluir los títulos (el autor prohibía las imágenes en las cubiertas) y que hizo de la adolescencia perdida el eje de su mundo literario. Un territorio desconocido del que, igual que un iceberg, metáfora tradicional de la técnica los relatos de Hemingway, sólo conocemos un tercio de su tamaño.