Letra Clásica
La literatura mercenaria
Los relatos populares de misterio y las novelas de folletín son géneros prosaicos que sustituyen la excelencia narrativa por la eficacia en beneficio de la industria literaria
11 septiembre, 2018 00:00El descubrimiento de la literatura, ese tesoro encerrado en las cajas mágicas que todavía llamamos libros, puede tener lugar en una humilde biblioteca de barrio o en la covachuela de algún bandido. La propaganda política acostumbra a vincular la cultura con los grandes museos y los equipamientos públicos, pero nada salva más vidas –en el sentido literal del término– que una biblioteca de distrito. Tampoco es necesario que el primer contacto con los libros sea a través de las cubiertas nobles de los clásicos. A veces basta (y sobra) con la literatura mercenaria, etiqueta bajo la que se reúne desde el mejor periodismo (impertinente) a la narrativa de evasión, pasando por el generoso ensayo de divulgación. Todos géneros modernos –creados a partir del siglo XVIII– que tienen como denominador común la utilización como canal de los periódicos, que hasta que nació internet eran la enciclopedia bastarda del saber común, la única posibilidad –salvo milagroso éxito editorial– de convertir en negocio la escritura.
Ricardo Piglia identifica la literatura mercantil con el folletín, la primera manifestación narrativa destinada a las masas, un lejano antecedente de las series televisivas. “El folletín” –escribe el escritor argentino– “es el modelo de la escritura financiada: el texto mismo es un mercado donde el relato circula para que en cada entrega crezca el interés. El aplazamiento de la narración decide el estilo y la técnica y crea el suspense”. El periodismo busca despertar el interés del público y retratar el mundo. El folletín, en cambio, fabula a partir de presupuestos prosaicos en busca de la atención general. Umberto Eco escribió que era la forma literaria que mejor se adaptaba al deseo de los lectores, una literatura industrial que, aunque nunca tuvo el aval de la academia ni la bendición de las instituciones literarias, ha despertado no pocas vocaciones y devociones lectoras.
Caricatura de Rocambole. Semanario folletín La Lune, editado por Francis Polo, e ilustrado por André Gill (1867)
Roberto Arlt inmortalizó ese instante del deslumbramiento de la fábula en El juguete rabioso, su primera novela. En ella Silvio Astier, su protagonista, descubre los placeres de la literatura bandoleresca gracias a un zapatero andaluz, inmigrante en el Buenos Aires de principios del pasado siglo, que le cuenta la historia de José María, el Rayo de Andalucía, y las aventuras de don Jaime el Barbudo y le vende tebeos y novelitas de Rocambole, el personaje del vizconde Ponson du Terrail. El personaje de Arlt experimenta entonces el mismo delirio que Alonso Quijano: “Soñé con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezar entuertos, proteger a las viudas y seducir a singulares doncellas”.
El escritor argentino, antítesis de Borges –que tuvo que pagar de su bolsillo la primera edición de Fervor de Buenos Aires, su primer poemario, por falta de lectores–, concebía la literatura como una forma de hacer dinero desde el día que con ocho años le vendió un cuento a Joaquín Costa, un vecino de Flores, su barrio. Este episodio quebró para siempre la falsa asociación romántica entre la literatura y el arte, situando al mercado como origen y causa principal de la escritura. La cosa puede resumirse así: “Tengo un público que me lee, ergo escribo”.
'El juguete rabioso', la primera novela de Roberto Arlt
En una sociedad capitalista la literatura es una mercancía (más) cuyo valor (social) depende, como cualquier otro producto, de la oferta y la demanda. El escritor hace un trabajo penoso que, por mucho que sea vocacional, no puede ser gratuito. Según Arlt, Ponson du Terrail y Edgar Wallace, padre del thriller moderno, escritor de novelas de misterio y guionista de la película King Kong, eran galeotes de la escritura.
“Du Terrail producía matemáticamente como una coneja dos libros cada treinta días; Mr. Wallace, en un momento de apuro, dictaba treinta y seis mil palabras de novela en dieciséis horas. Ambos descargaban, con misterioso asombro y paralela fecundidad, tremendos bultos de personajes del fantástico País de la Novela (…) Sus errores y virtudes son inimitables y a ellos nos atrae el prodigioso calor humano que ambos inyectan abundantemente en la cera de sus muñecos, que en mano de otros autores serían personajillos muertos”, escribe el periodista argentino, que insiste en la inmortalidad de la criaturas de la literatura mercenaria. Arlt sabe perfectamente que los personajes del folletín no son perfectos pero al menos están vivos, que es la primera condición (necesaria) para alcanzar la eternidad.
Placa conmemorativa en honor de Edgar Wallace situada en Ludgate Circus, Londres
El encanto de la literatura de folletín, practicada tanto por escritores menores como por autores como Víctor Hugo, Balzac, Dumas, Dickens, Stevenson o Wilkie Collins, consiste en su improvisación y desaliño. No hay técnica novelística depurada, sino puro impulso narrativo. “Los escritores de folletines, matemáticamente, resuelven las dificultades de sus novelones mediante el procedimiento más descabellado posible y, a pesar de la truculencia de sus soluciones, son rabiosamente novelistas, técnicos en el arte de jugar con la emocionabilidad humana”. Los personajes del folletín frecuentan las cuevas, las cárceles y los pasajes subterráneos. Carecen de nobleza, pero son insustituibles porque su conducta es la que hace avanzar la narración. “No sabemos si Wallace o Ponson du Terrail serán leídos dentro de cien años; pero sí sabemos que sus personajes son los arquetipos de un género que, como el de los libros de Amadís de Gaula, puede pasar, pero no olvidarse”, proclama Arlt.
Arnold Hauser fecha el nacimiento de las novelas por entregas en 1829, cuando los periódicos franceses crean una industria basada en las suscripciones y la venta de anuncios que, además de publicar artículos costumbristas, notas de sociedad, sucesos e informaciones judiciales, incluye las novelas por entregas. “Las lee todo el mundo: la aristocracia y la burguesía, la sociedad mundana y la intelectualidad, jóvenes y viejos, mujeres y hombres, señores y criados”.
'La noche de San Bartolomé', versión en español de una novelita del vizconde Ponson du Terrail
El folletín democratiza la novela y la convierte en el entretenimiento de un público heterogéneo. Potencia la exageración, narra situaciones inverosímiles y recurre a argumentos maniqueos. Cuenta historias de raptos, adulterios, violencia y crueldad; puros melodramas de personajes estereotipados. Su estructura, marcada por la periodicidad, está diseñada para crear suspense, entre otras técnicas cerrando cada uno de sus capítulos con un efecto dramático que despierte el interés del lector y le obligue a seguir leyendo. La trama se dispone en escenas –a la manera del teatro– sin un programa previo, lo que obliga a los escritores a ir improvisando sobre la marcha, dando lugar a reiteraciones y creando un divertidísimo desorden. ¿Defectos? Todos. Pero también una virtud: se trata de un artificio literario que no esconde sus defectos; los enseña con orgullo..
Igual que las novelas de caballerías que enloquecieron a don Quijote, los folletines no cuidan la verosimilitud –sus historias están llenas de lances y sucesos truculentos– ni se entretienen mucho en crear personajes complejos. Sus héroes son rebeldes frente a una sociedad imperfecta donde reina la fuerza. En cierto sentido, recuerdan a los ideales caballerescos de la epopeya, pero situados ahora en un entorno absolutamente yermo. El folletín habla de personajes marginales porque cree, con Gaston Leroux, que “las personas honestas no conocen la aventura” porque “sólo los que no siguen los códigos establecidos tienen acceso a la vida novelesca”. Sus criaturas son todo menos tibias. O son extraordinariamente buenas o terriblemente malas. La mujer, por ejemplo, aparece retratada como un ser pragmático que no persigue el amor (el ideal) sino el matrimonio (la institución burguesa).
Escritas deprisa y, dado que se publican por entregas, el escritor de estas novelitas no tiene la posibilidad de modificar la historia una vez iniciado el relato. Optan entonces por la inmediatez, renunciando a la excelencia. Deben ser rentables: los autores cobraban por línea escrita e hinchaban la extensión de sus relatos con una profusión retórica que incluía descripciones y diálogos cuyo único sentido era dilatar al máximo la acción. Sus narradores saben todo lo que va a pasar por anticipado, se manifiestan directamente ante el lector y manipulan la materia novelesca según sus necesidades. En apariencia, son simples narraciones de evasión, pero tienen un trasfondo moral. Sus prisioneros, bandidos, asesinos y cortesanos luchan contra una sociedad injusta que tolera la miseria, la prostitución, el infanticidio y el suicidio. No son causas muy distintas a las de nuestros días.