Una imagen de 'Fue la mano de Dios', de Sorrentino / NETFLIX

Una imagen de 'Fue la mano de Dios', de Sorrentino / NETFLIX

Letra Clásica

Sorrentino y la mano de Dios

El cineasta ha logrado la solidez de los grandes directores, de los que se espera la siguiente película, una estirpe en vías de desaparición

1 diciembre, 2021 00:00

En el cine, excederse en el uso del humor puede conducir a la charlotada y, de paso, a la banalidad. Igualmente, una sobredosis de lirismo puede desembocar en la cursilería y tal vez hasta en el ridículo. Mezclar ambos registros y que los dos funcionen solo está al alcance de los más grandes. Hoy día, según quien esto firma, el italiano Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) es uno de los pocos cineastas que lo consigue de manera brillante. Lo pudimos comprobar en Il divo (2008), su peculiar biopic del inefable político Giulio Andreotti, meapilas que no le hacía ascos a tratarse con la mafia, en La gran belleza (2013), obra sepulcral con la que nuestro hombre alcanzó la fama mundial, o La juventud (2015), implacable retrato de la vejez con Michael Caine y Harvey Keitel en estado de gracia. Su aventura americana, This must be the place (2011), sobre un alter ego del Robert Smith de The Cure interpretado por Sean Penn, y su acercamiento a Berlusconi como inevitable (y probablemente indeseado) representante del alma de Italia, Silvio y los demás (2018), solo hallaron la gracia a ojos de unos cuantos, entre los que me incluyo, pero no amenazaron de forma significativa su brillante carrera, que tiene en su nueva película, Fue la mano de Dios (2021), uno de sus mayores logros: una vez más, la mezcla de humor descacharrante y sentimentalidad entrañable funciona a la perfección. Este viernes llega a nuestras pantallas y Netflix, que la ha producido, la colgará en su plataforma el 15 de diciembre.

Estamos ante una cinta claramente autobiográfica en la que lo que non e vero e ben trovato. El protagonista es un alter ego del joven Sorrentino, Fabietto Schisa (un espléndido Filippo Scotti), que lleva una adolescencia aburrida, gris y sin amigos en el Nápoles que se prepara para recibir la visita de Diego Armando Maradona, cuyo posible fichaje por el club local es el único tema de conversación en la ciudad. A falta de amigos, Fabietto dispone de una familia de traca, compuesta por una serie de personajes excéntricos no, lo siguiente, capitaneados por su propio padre, interpretado (¿cómo no?) por el gran Toni Servillo. La madre es una señora que se divierte gastando bromas pesadas (es capaz de llamar a una vecina con pujos de actriz para decirle que Zefirelli le va a dar el papel protagonista de una película sobre Maria Callas). La tía Patrizia es una real hembra que no deja indiferente a Fabietto, pero que está como una regadera, la pobre. La vecina de arriba, conocida como la Baronesa, es una chiflada con delirios de grandeza que, algo es algo, contribuirá al despertar sexual del melancólico Fabietto. Y el elenco se completa con un montón de hermanos, tíos, sobrinos, conocidos y saludados que no tienen desperdicio (a destacar el amigo contrabandista del muchacho, un optimista vocacional que, cuando acaba en el trullo, se alegra porque ahora puede ver más a su padre, que lleva años encerrado en el mismo penal).

Humor y sensibilidad

Además de mezclar ejemplarmente sentimientos y pitorreo --fabricando, película a película, un fresco insuperable de la Italia contemporánea--, Sorrentino rueda con una elegancia que no degenera en manierismo, aunque a veces lo roce, quedándose siempre un paso antes del exhibicionismo esteticista: el plano secuencia de entrada de Fue la mano de Dios, que arranca en el mar, nos muestra la costa de Nápoles, se desvía hacia una carretera y nos muestra un coche antiguo que jugará un papel fundamental en la primera y desquiciada aparición de la tía Patrizia, es un ejemplo insuperable de cómo se puede entrar en una historia por la puerta grande.

Paolo Sorrentino es ahora un cineasta reputado, alguien que ha triunfado en lo suyo. Pero también es alguien que no se ha olvidado del adolescente inseguro que fue, del chaval impopular en la escuela que solo se animaba viendo jugar a Maradona, del aspirante a cineasta porque la vida real se le antojaba aburrida, triste y complicada, sobre todo después de la muerte de sus padres en un estúpido incidente doméstico acaecido en su segunda residencia. No sabemos cuánto hay de cierto y cuánto de inventado (o reconstruido, o embellecido) en Fue la mano de Dios, pero eso carece de importancia. Sorrentino ya era uno de esos cineastas “como los de antes”, aquellos directores cuya nueva película esperabas con ansia (una estirpe en vías de desaparición, como las propias salas de cine). Con Fue la mano de Dios demuestra, además, que explicar la propia vida puede ir más allá de higienizar los recuerdos y tratar de presentarse a uno mismo mejor de lo que fue. Y que el humor y la sensibilidad pueden compartir espacio en el cine de la misma manera que lo hacen en la vida misma.