Letra Clásica
Las lecciones (literarias) de Stevenson
Los ensayos sobre literatura del escritor escocés nos reconcilian con la artesanía de las palabras en una época en la que cualquiera cree que escribir consiste en redactar
7 agosto, 2018 00:00Los grandes descubrimientos acontecen de forma inesperada. De improviso. Por lo general suceden mientras estamos haciendo otra cosa. De pronto se produce el inesperado hallazgo –o su apariencia– y surge la pregunta: ¿esto tiene sentido? En una época en la que se publica bastante más de lo que se lee y todo el mundo cree ser capaz no ya de escribir un libro, sino de escribir, reconforta encontrar, aunque sea en un viejo y soberbio escritor decimonónico, la llama que ha alumbrado desde el origen de los tiempos los secretos de la literatura.
Por supuesto, tiene la forma de un interrogante: ¿cómo diablos funciona todo esto? O bien: ¿cuál es exactamente la magia? A estas dos preguntas el escritor Samuel Butler (1612-80), con su habitual sarcasmo, respondió así: “Still the less they understand/The More They admire the sleight-of-hand” [“Cuanto menos sepan, más admirable les resultará el juego de manos”]. Los magos nunca revelan sus trucos. En el teatro la tramoya debe permanecer oculta a la vista del público. El arte es una forma de artificio que intenta seducirnos, pero debajo de sus faldas lo que se esconde es el prosaísmo de todos los juguetes: siempre hay alguien que mueve el resorte que hacer andar a los muñecos.
Stevenson (1893) / HENRY WALTER BARNETT.
Stevenson (Robert Louis) ha pasado a la historia como un tipo peculiar. Un escritor de novelas de aventuras. Un viajero incansable que terminó sus días –breves; no vivió más de 44 años– en la Polinesia, donde los buenos salvajes –que no eran tan buenos ni tan salvajes– lo acogieron igual que a un ídolo pálido, como a un rey destronado que hubiera partido hacia un exilio elegido. Ésta es la leyenda: el novelista de aventuras y relatos de misterio psicológico, el hombre de acción, el antiintelectual, vivió en primera persona sus hazañas. En Edimburgo, donde nació, y más tarde en Estados Unidos y en los lejanos Mares del Sur.
En realidad, todos estos datos son verídicos, aunque hayan sido amplificados hasta crear una caricatura –amable– de nuestro hombre, que toda su vida padeció los sinsabores de la enfermedad y la austeridad propia del oficio de las letras hasta que, después de sostener casi un matrimonio con la tuberculosis –esa enfermedad tan siglo XIX–, se fue de este mundo por culpa de un derrame cerebral.
Era descendiente de una estirpe de hacedores que se negó a prolongar. Hijo y nieto de ingenieros especializados en la construcción de faros, empezó estudiando Ciencias Náuticas, se pasó más tarde a la estrecha carrera de leyes hasta que terminó aceptando que su destino –escribir– lo obligaría a vivir sin lujos pero al menos daría un sentido a su pasajera existencia. Seguía así una vocación natural y temprana.
Algo sin embargo debió quedar de la sabiduría de los agrimensores en sus genes, porque nunca dejó de preguntarse cómo diablos funcionaba su industria. De eso tratan sus espléndidos ensayos y artículos sobre literatura. Hasta hace algo más de una década eran textos desconsiderados frente a las famosas novelas de peripecias –Treasure Island, Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde, The Master of Ballantrae –, sus relatos o sus afamados libros de viajes.
Edición en inglés de los ensayos de Stevenson.
Gracias a Hiperión, que publicó una selección de ellos en el lejano 1998; a Artemisa, una editorial canaria que hizo una plaquette minimalista de una antología en 2006 y a Páginas de Espuma, la casa editorial de Juan Casamayor y Encarnación Molina, de la que somos devotos, que los reunió en una monumental edición en tres tomos, tenemos pleno acceso (en español) al corpus completo de las prosas de circunstancia del escritor escocés. En ellas aparece, sin intermediarios narrativos, el hombre que se pregunta cuál es el mecanismo de la literatura.
En estos textos está todo lo que un escritor debería saber sobre su oficio. Son piezas, muchas de ellas publicadas en los periódicos, donde Stevenson desmiente su estampa de fabulador y se muestra cerebral, analítico y profundísimo, desvelando una sabiduría asombrosa que no necesita incurrir –el hombre es el estilo, dijo Buffon– en la pedantería. Sus lecciones (literarias) son tan clarividentes como trascendentes. En especial sus reflexiones sobre las diferencias entre la poesía y la prosa, a favor de la segunda, que tanto deleitaron a Borges, donde quiebra las convenciones académicas con la naturalidad de quien conoce el paño de primera mano.
R.L. Stevenson (1885) / JOHN SARGENT.
Su idea del estilo –esa síntesis entre la lógica y la sensualidad– es un mandamiento sagrado. Y su independencia de criterio, un ethos proverbial. De entre sus leyes (exactas) nos gustan especialmente tres. Primera: “Nadie hace buenos versos por accidente”. Traducción para lerdos: no existen los genios, todos son individuos que trabajan. Segunda: “Todo lo que es previsible carece de encanto”. Aplíquese especialmente a los versos heroicos y a los plagiadores posmodernos. Y tres: “La prosa puede ser cualquier cosa menos métrica”.
Con estas recomendaciones un escritor puede ir hasta el fin del mundo. Incluso dedicarse al periodismo, sobre cuya materia Stevenson imparte (gratis) consejos que nadie enseña (igual) en las facultades del ramo. Resumen apresurado: un escritor (de periódicos) debe ser fiel a los hechos, cuidadoso con la disposición del relato y preciso en la narración. El patrimonio de un periodista es su mirada; antes de aprender a adjetivar, hay que mantener el compromiso intelectual de cultivar la mente. Dícese: si no lees, estás muerto. Y la lección maestra: mucho peor que ser un escritor inmoral es ser un escritor falso. Para no decir lo que de verdad sientes o piensas existen modalidades de fraude mucho más rentables.