Orlando Figes / PHIL FISK

Orlando Figes / PHIL FISK

Letra Clásica

Orlando Figes: "El ferrocarril contribuyó al nacimiento de la conciencia europea"

El historiador británico, estudioso de la revolución rusa y las purgas estalinistas, desentraña las claves del surgimiento de la cultura continental en ‘Los europeos’

6 julio, 2020 00:10

Desde Inglaterra, el historiador Orlando Figes, unos de los principales estudiosos de la revolución rusa y la dictadura estalinista, presenta su libro Los europeos (Taurus). Un ensayo en torno a cómo el desarrollo industrial permitió la invención del ferrocarril y la construcción de una red de vías en el Viejo Continente que favoreció un inaudito intercambio cultural y el surgimiento de un mercado musical, artístico y literario que redefinió la figura del artista, que, desde entonces, gracias a los derechos de autor, comenzó a ganar dinero con su trabajo, pasando de las élites a un público más amplio. 

En Los europeos estudia de qué manera el transporte transforma todo un continente, especialmente en el campo de la cultura. 

–El argumento central de mi ensayo es que el ferrocarril revolucionó el siglo XIX. Sobre todo porque favoreció a la creación de nuevos mercados y productos culturales: obras de arte, libros, reproducciones pictóricas, partituras. Podemos decir que gracias al ferrocarril nació una nueva cultura continental que, de otra manera, no hubiera surgido. El tren permitió dar difusión a todos estos productos culturales a lo largo y a lo ancho de todo el continente europeo, con una velocidad y con un alcance que eran impensables antes de su invención, cuando las comunicaciones terrestres se realizaban únicamente en carruaje.

TA23396 Los Europeos

Este es el punto de partida de mi ensayo, donde quería abordar cuestiones a las que hasta ahora se había prestado poca atención. Se había estudiado la revolución que supuso la invención y la difusión del ferrocarril, pero no se había puesto el foco en la dimensión cultural de esta revolución. Los historiadores han tendido a subrayar casi exclusivamente que el ferrocarril permitió viajes masivos y la industrialización, sin darse cuenta de dos cuestiones importantes: el tren fue esencial en la constitución de los distintos Estados-nación en su relación mutua y ayudó al nacimiento de una conciencia europea. Y tuvo un enorme impacto en el mercado de la cultura.

–¿Se percibe en el desarrollo del mundo operístico?

–Sí, los ferrocarriles ampliaron muchísimo todos los engranajes de la ópera, desde la difusión de piezas musicales a través de los libretos y partituras hasta la multiplicación de conciertos. De hecho, en concomitancia a la difusión del tren, se crearon nuevos teatros y las giras por distintos países crecieron y se hicieron más frecuentes. De todas maneras, más allá de este hecho, creo que de todas las novedades que trajo el siglo XIX al mundo cultural fue la instauración de los derechos de autor. 

Su ensayo me recuerda al análisis de Pierre Bourdieu en Las reglas del arte, donde presta atención al elemento económico dentro del campo literario-editorial.

–Totalmente. Si has leído las cartas de Balzac serás consciente de que en casi todas ellas se habla únicamente de dinero: se queja de los editores, se queja de que le pagan mal, tarde o poco. Como pasó con el ferrocarril, al que hasta ahora no se había prestado toda la atención necesaria, la dimensión económica y material del arte solo ahora empieza a ser estudiada con más detenimiento, sobre todo en el ámbito musical, donde es crucial, puesto que en el siglo XIX es importante el carácter emprendedor de muchos de los compositores. En términos generales, me resulta bastante frustrante el estudio de la literatura del siglo XIX a partir de cuestiones estéticas y formales, obviando el contexto económico en el que se creaban y se difundían las obras. 

15 Claudie Pomoy et al IMG 1920 detailClaudie Pomoy (1920), una imagen de la sociedad retratada en Los europeos

Claudie Pomoy (1920), una imagen de la sociedad retratada en

En Las reglas del arte Pierre Bourdieu pone el foco, partiendo de Flaubert, en este elemento económico. Sin embargo, todavía hoy el grueso del mundo académico británico se interesa por la estética, los símbolos, los géneros, pero no presta atención a las cuestiones económicas. Hay que darse cuenta de que los artistas forman parte de un mercado, están obligados –quieran o no– a vivir en él y, por tanto, para sacar rédito de su trabajo deben hacer equilibrios entre el tiempo empleado en la obra y el dinero que obtienen de ella. Verdi es un buen ejemplo: en 1840, cuando no podía todavía cobrar derechos de autor, se veía forzado a componer una o dos óperas al año para poder tener el dinero suficiente para subsistir. A partir de 1850, al poder cobrar los derechos de autor, pudo, como otros artistas, vivir en parte de sus royalties. Estas ganancias le permitieron a Verdi componer menos, pero dedicar más tiempo a cada composición. 

–Verdi representa una manera de relacionarse con el mercado, pero no es la única.

–Efectivamente, yo diría que, por un lado, hay artistas que intentan ganar lo máximo en el mercado existente y, para ello, se promocionan a sí mismos, hacen marketing, sacan partido de su imagen pública y componen y escriben para satisfacer el gusto imperante. Este sería el caso de Zola. Por otro lado, están esos artistas y escritores que odian crear por dinero y en función del mercado. Es el caso de Flaubert, cuya manera de relacionarse con el mundo literario nada tenía que ver con la de Zola. 

En su ensayo subraya la influencia del mercado en la conformación del canon. 

–Escribir sobre el canon siempre resulta problemático porque hay que asumir que este ha sido conformado por los grandes hombres blancos, que han promovido obras elitistas hasta convertirlas en canónicas. Lo interesante del siglo XIX es que, además de tener en cuenta estas cuestiones, hay que observar un factor que hasta entonces no había aparecido: la aparición del concepto de clásico moderno. ¿Quiénes serían los clásicos modernos? Pues, por ejemplo, dos autores de enorme éxito: Victor Hugo o Balzac. Su moderna y rápida canonización subraya la influencia creciente del mercado a la hora de conformar una pauta literaria. De hecho, podría decirse que lo que hace el mercado es, precisamente, reforzar el canon moderno. 

Duelo tras el baile de máscaras (1859) un óleo de J.L.Cerome

Duelo tras el baile de máscaras (1859) un óleo de J.L.Cerome

Hay que tener en cuenta que, para poder ganar dinero con ediciones baratas y de gran difusión, los editores tenían que publicar obras populares, promoverlas y dar a conocer a sus autores, a los que convertían en figuras de la literatura. A finales del XIX no es raro encontrar editoriales, como Hachette, que lanzan ediciones baratas de estos clásicos modernos destinadas a lectores de clase media-baja, popularizándolos tanto en el ámbito nacional como internacional. Se publicaban –en traducciones– autores que, si bien no los podemos denominar best-sellers, sí eran escritores bien establecidos en sus países de origen y cuya fama trascendía sus fronteras. A partir del XIX el canon se crea antes por razones de mercado que por cuestiones estéticas. 

Lo que comenta me hace pensar en la diferencia entre la música clásica y la música popular.

–Esta distinción tiene lugar en la primera mitad del siglo XIX, y es resultado de la división que se produjo entre la música popular y una supuesta música seria. En torno a 1850 es cuando, en efecto, se produce con claridad esta distinción: por un lado tenemos un público de clase media, que quiere escuchar supuestamente música seria en un entorno tranquilo y exquisito; y, por otro lado, hay público popular que quizás escucha esa misma música, u otra más comercial, pero lo hace en un entorno completamente distinto: en vez de ir al teatro de la ópera lo hacen bares, en pubs, en locales donde consumen algo.

Uno de los compositores más escuchados en estos nuevos escenarios es Verdi, que fue muy popular dentro y fuera de Italia: sus piezas se tocaban en todas partes, desde teatros a plazas públicas, sin olvidar las casas privadas. Sus melodías eran reproducidas por músicos aficionados en pianos domésticos, adquiriendo así una extraordinaria difusión. La clase media quería disfrutar de la música en silencio, en palcos y tribunas desde los cuales poder oír una música elevada. Fue en este círculo donde comenzó a surgir interés por la que podemos denominar música del pasado, es decir, por los compositores que no encontraban su lugar en el mercado de ese momento y que eran considerados serios. De ahí surge el concepto clásico y el interés por Bach o Mendelssohn. El motor de esta bifurcación entre la música clásica y la popular es nuevamente el mercado. 

El editor pirata / JOHN FERDINAND KEPPER (PUCK MAGAZINE)

El editor pirata / JOHN FERDINAND KEPPER (PUCK MAGAZINE)

La publicación de partituras, supongo, favoreció que la música fuera un arte cada vez más popular. 

–Sin duda. Para mí, la publicación de las partituras marca el inicio del negocio de la música. Hay que tener en cuenta que la gente que escuchaba música en los teatros y en las óperas era poca con respecto a la cantidad de gente que tocaba y cantaba en casa esa misma música. Algo similar sucede hoy: el número de personas que escuchan canciones a través de Spotify es enorme en relación al número de personas que va a los conciertos. De la misma manera que Spotify crea un público que, una vez que conoce a los artistas y los ha escuchado, va a verlos en directo, en el siglo XIX las partituras permitían a la gente conocer y tocar las piezas de sus compositores preferidos. Creaban un público que probablemente acabaría acudiendo a la ópera. Entonces, igual que ahora, la gente no iba a escuchar una música desconocida. Se hacía el esfuerzo de ir al teatro porque ya se sabía lo que se iba a escuchar. La relación entre la música de partitura y la de concierto en el siglo XIX era similar a la que existía en el siglo XX entre los discos y la música en vivo. En el XIX el dinero que ganaban los compositores provenía sobre todo de la venta de las partituras, no tanto de los conciertos. En el siglo XX las ganancias de los músicos –piensa en The Beatles o The Rolling Stones– proceden de la venta de discos. 

¿Ya no es así?

–No, las cosas han cambiado: la relación se ha invertido al devaluarse la propiedad intelectual.

En el siglo XIX las tendencias estéticas circulan por Europa. Este hecho provoca el recelo de quienes –es el caso de Saint-René Taillandier– alertan de los riesgos de la uniformidad cultural, o de Henry Bordeaux, que dice que la literatura francesa iba a dejar de existir.

–El cosmopolitismo favoreció el intercambio cultural y el mercado de las traducciones.  Algunos vieron en esta apertura el riesgo de la uniformidad y, efectivamente, en el ámbito literario las traducciones fueron objeto de una cierta estandarización en estilos y formas. Lo que tenía éxito en un país era copiado en otro. Ahora vivimos en un mundo en el que se han cumplido esos temores: la globalización cultural que empezó en el siglo XIX es ahora visible en su totalidad. A menudo se dice que ya no hay nada distinto, que las ciudades parecen iguales, tienen las mismas tiendas, los mismos locales.  Seguramente es así. 

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Dudo de que existan muchas diferencias entre las distintas formas artísticas; ya no hay música que no tenga el pop como base. Esta uniformidad no es nueva, viene de largo como también la idea de que no hay nada que sea realmente nacional. Esta constatación despertó un sentimiento de xenofobia, sobre todo, en Francia, que en el siglo XIX empiezan a ser conscientes de que ya no eran los líderes de Europa. Los franceses son plenamente conscientes de que la lengua inglesa se los ha comido, pero este proceso comienza en el siglo XIX con el éxito de la literatura inglesa y la entrada en el terreno de juego de los americanos. En España, Italia, Holanda, los países escandinavos o Europa oriental existió más receptividad ante la traducción. Existía un deseo de emular a las marcas exitosas, si es que así las podemos llamar, de la literatura anglo-francesa. Había emuladores de Dickens o de Zola en otros países europeos porque el modelo anglo-francés despertaba el interés de un público cada vez más amplio y más selectivo. 

Su ensayo parece seguir, en parte, el recorrido trazado por Marc Fumaroli en su libro Cuando Europa hablaba francés, que trata de ese mundo cultural del XVII, dominado por Francia.

–Imagino que Fumaroli –no tengo el libro presente– habla de esa república de las letras que nace de ls internacionalización elitista de la cultura en un momento en el que el francés era la lengua franca de Europa. Lo siguió siendo, en parte, también en el siglo XIX, ya que las élites culturales de la época leían perfectamente francés, que durante muchos años, ejerció como puente entre otros idiomas. Las traducciones de obras rusas al inglés se hicieron a partir de traducciones previas al francés. París fue la capital cultural y comercial del siglo XIX. Todo pasaba por París. Seguramente el XIX fue el último momento en el que Francia estuvo en el centro. Pero lo importante del siglo XIX con respecto al XVII es que ya no se puede hablar de una cultura elitista, sino de una cultura que se divulga por doquier en Europa, llegando a nuevos públicos.   

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Su ensayo tiene como eje al trío Pauline Viardot, Louis Viardot y Turguénev

–Son tres figuras que me permitían mostrar los desarrollos del siglo XIX. Pauline y Turguénev son dos artistas que tuvieron que adaptarse a ese mercado naciente, pero lo más relevante es que los dos –junto con Viardot– fueros intermediarios culturales a través de las  conexiones que forjaron a lo largo de su trayectoria, poniendo en contacto a artistas de Londres, París o Viena… Gracias a Louis, que fue hispanista y traductor de español, los compositores franceses comenzaron a apreciar la calidad de la música española y a conocer la literatura castellana. Turguénev fue muy importante a la hora de dar a conocer el arte ruso. Contó con la ayuda de Pauline, que incluyó en su repertorio, tanto música española como piezas de compositores rusos, y también con la de Louis, que tradujo sus libros al francés. La figura de Louis es muy interesante porque se adaptó perfectamente a esos nuevos tiempos. Hacía de todo: traductor, manager, editor, periodista. Ejerció todos los papeles posibles en este nuevo mercado de las artes. 

George Sand, una mujer que entendió bien estos cambios, fue consejera de Pauline.

–Efectivamente, Pauline era una cantante de origen español que llega a París y se adentra en un ambiente muy competitivo: las divas. Necesitaba un anfitrión y este papel lo desempeñó Sand, una escritora bien relacionada. El patrocinio que podía darle a Pauline era imprescindible para que su carrera tuviera éxito. Además, George Sand era feminista y diría que idealizó a Pauline, viendo en ella a la artista independiente que no vivía bajo el yugo de los hombres. Por eso trató que Pauline no terminara convirtiéndose en una musa. Debía ser una artista con carácter, una mujer independiente, como finalmente fue. 

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El título del ensayo viene de Henry James, un americano instalado en Inglaterra que escribe un libro titulado Los europeos. Toda una ironía, al menos tras el Brexit.

–Tomé el título de mi ensayo de James, efectivamente, en parte por la relación que este tuvo con Turguénev, pero también porque, como los tres personajes del libro, James fue un gran cosmopolita. Como epígrafe menciono una cita donde se alude a las “personas incapaces de decir con exactitud cuál es su país, su religión o su profesión”. Es decir, personas, como el propio James, que no se definían por su país de origen, sino por una serie de valores cosmopolitas que les permitían sentirse en casa en cualquier país.