Ghislaine Maxwell, expareja del pederasta Jeffrey Epstein

Ghislaine Maxwell, expareja del pederasta Jeffrey Epstein

Letra Clásica

La novia del monstruo

Los que se asomen a 'La sombra de Epstein', sobre Ghislaine Maxwell, asistirán a una clase de entomología sobre un bicho fascinante, pero incomprensible

8 enero, 2022 00:00

Me había olvidado de ella hasta que, hace unos días, vi por televisión que la estaban juzgando por su colaboración con el execrable Jeffrey Epstein (quien se suicidó de manera muy conveniente mientras estaba en el trullo) y que podían caerle más de sesenta años de encierro en su condición de novia/socia del empresario norteamericano al que tanto le gustaban las chicas menores de edad. Me refiero, evidentemente, a Ghislaine Maxwell (Maisons--Laffitte, 1961), la hija del magnate británico Robert Maxwell, nacido Jan Ludvik Hyman Binyamin Koch en una aldea judía de la antigua Eslovaquia, hoy Ucrania, en 1923 y fallecido de manera asaz turbia en las islas Canarias en 1991. Las noticias del telediario me llevaron de forma natural a Movistar, donde está colgada una miniserie en tres capítulos sobre la interfecta que arroja algo de luz (aunque no la suficiente) sobre su (tarada) personalidad y los motivos que la llevaron a convertirse en la novia de un monstruo tras haber sido previamente la hija de un ogro: Ghislaine Maxwell, la sombra de Epstein.

El magnate estadounidense acusado de abuso y explotación sexual, Jeffrey Epstein / EP

El magnate estadounidense acusado de abuso y explotación sexual, Jeffrey Epstein / EP

La pequeña Ghislaine fue la niña mimada de su padre, Robert Maxwell, un hombre hecho a sí mismo y acostumbrado a abrirse paso en la vida a bofetadas. No lo tuvo fácil: nacido en un shtetl, se apuntó a lo que hiciera falta para prosperar, sin pararse a pensar mucho en si lo que hacía estaba bien o mal: trabajó como agente doble para el Reino Unido y la Unión Soviética, colaboró con el Mossad israelí, traficó con armas, se convirtió en un magnate de la prensa populista británica y hasta llegó a miembro del parlamento por el partido laborista, todo un bromazo para alguien que se distinguía por ser un empresario explotador y con muy malas pulgas famoso por sus ataques de ira contra sus subordinados. Casado con una mosquita muerta que nunca se inmiscuyó en el trato dictatorial que aplicaba a sus hijos y a sus empleados, Maxwell mostró siempre una extraña preferencia por Ghislaine, que solía ahorrarse todas las broncas que les caían a sus hermanos de sexo masculino. A cambio, pese a ser enviada a Oxford –donde compartió aulas con lumbreras como David Cameron o Boris Johnson--, nunca se pensó en ella para heredar el imperio Maxwell, lo cual la dejó convertida, en el organigrama familiar, en una especie de florero reservado a las relaciones públicas y a ejercer, como el ministro franquista Solís, de sonrisa del régimen. Pero ella aspiraba a más.

Criatura egoista, carente de empatía

Cuando se enamoró (o algo parecido), lo hizo de un sujeto sospechosamente parecido a su padre, otro judío pobretón que había llegado a lo más alto de todas las maneras turbias posibles y que contaba entre sus amigotes a gente como Bill Clinton, Donald Trump o el príncipe Andrés de Inglaterra, que es donde Ghislaine conoció a Jeffrey Epstein cuando su padre, el ogro, se hizo con uno de los tabloides más importantes de Gran Bretaña en vistas a plantarle cara a su némesis particular, otro indeseable llamado Rupert Murdoch. Caso claro del complejo de Electra, Ghislaine se hizo al liarse con Epstein con un segundo padre. Tras ejercer de novia unos años, pasó a socia en las rijosas actividades sexuales del señor Epstein, que, como todos sabemos, acabaron costándole la ruina, la cárcel y, finalmente, la muerte, teóricamente auto infligida, aunque es evidente que mucha gente respiró aliviada cuando el magnate apareció fiambre en su celda, llevándose a la tumba todos sus secretos. Ahora está por ver si la señorita Maxwell es igual de discreta que su ex novio o si lo va a largar todo para intentar que le acorten la condena.

La sombra de Epstein es un relato todo lo completo posible de un personaje muy difícil de definir y de resumir. Queda claro que le gustaba figurar, ser alguien, tratarse con gente importante, pero no tanto la oscuridad de su carácter (aunque la falta de escrúpulos es una clara herencia paterna, fomentada por Epstein) ni la carencia de una brújula moral que le indicara que tal vez no estaba bien lo que hacía su novio con todas esas crías que le daban masajes y que ella se encargaba de reclutar sobre el terreno, ya fuese llamándolas desde el asiento trasero de su limusina o haciéndose la encontradiza en estaciones de autobús. Sentimental y sexualmente, Ghislaine es un enigma de la que lo único que se espera es que dé nombres y se lleve por delante a más de un ricachón vicioso y algún que otro miembro de la realeza británica. Ver La sombra de Epstein es como una clase de entomología sobre un bicho fascinante, pero en el fondo incomprensible. Pese a los esfuerzos de la directora, Barbara Shearer, tras casi tres horas en compañía de la señorita Maxwell, la única conclusión a la que llegamos es que se trata de una criatura egoísta, carente de empatía y prácticamente inhumana que ni en sus momentos de esplendor parecía ser feliz. La televisión ha hecho lo que ha podido para que la podamos comprender, pero uno se queda con la impresión de que solo los más brillantes psiquiatras podrían llegar a entender al personaje tras muchos años de terapia. Muchísimos.