Letra Clásica
Laura Fernández: “A medida que avanzas en la vida más se estrecha lo que puedes hacer”
La escritora de Terrassa, creadora de un mundo ficticio inspirado en el posmodernismo norteamericano, reflexiona sobre la maternidad descontrolada y la literatura de género
10 enero, 2022 00:10Laura Fernández es una rara avis. En el homogéneo escenario literario destaca por una extrañeza que ella reivindica sin temor al qué dirán. Apasionada de la literatura posmoderna norteamericana ha sabido siempre cuál es la literatura que quiere hacer y nunca he cedido a las tendencias. Fiel a su estilo, con su último libro, La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House), ha alcanzado la excelencia. Con ecos de Pynchon, Coover o Vonnegut, guiños a la música de Counting Crows y a series de televisión de los años ochenta y noventa, Fernández construye una fábula donde tramas y personajes, hilarantes y trágicos a la vez, se entremezclan, convergiendo en Kimberly Clark Weymouth, una ciudad siempre invadida por la nieve y famosa porque es ahí donde la escritora Louise Feldman situó la historia de La Señora Potter. Una novela única. Una fiesta de la imaginación.
–Tras leer su novela se llega a la conclusión de que el peor enemigo de un creador puede ser su propia obra.
–La obra de arte, a veces, tiene vida propia, como le sucede a Louise Feldman, cuya novela se hace tan grande que termina ocultándola. Esto no es nuevo, a lo largo de la historia de la literatura hay novelas que terminan siendo más reconocidas que sus creadores. Pienso en El Quijote de Cervantes y en otras que sobrepasan a sus autores. Le ocurre a Feldman y este es el motivo por el cual odia tanto a su personaje. Desde que escribió La señora Potter solo se la conoce por esta obra, es como si solo hubiera escrito esto. Poco importa lo que haga. De ahí que, en el caso de Feldman, se puede hablar de una aceptación no muy resignada de una maternidad descontrolada.
–Pensando en La señora Potter, me viene a la mente Salinger, que desapareció tras El guardián entre el centeno, una novela de la que nunca volvió a hablar.
–No es solo que decidas desaparecer, sino que, incluso si no lo quieres, desapareces porque la obra te oculta. En el caso de Feldman, ella no quería desaparecer y, de hecho, tras La señora Potter siguió escribiendo, pero a nadie le importó. En cierta medida, siente envidia por esa novela que le dio la fama, envidia de que tuviera un éxito que ninguno de sus otros trabajos tuvo. Siente envidia y rabia por haber tenido la inspiración necesaria para escribir ese libro que, sin embargo, ha significado su desaparición. Feldman es madre de una criatura que no desea, pero que no deja de ser suya. Su libro deja a Feldman sin nada. Necesita volver a descubrir quién es y quién quiere ser. De ahí que ese viaje de regreso a Kimberly Clark Weymouth, sea también un viaje para volver a ser la Feldman todavía no había hecho nada y tenía todo por hacer. En mi novela se reflexiona sobre la importancia de dejar abiertas posibilidades, de no cerrar puertas. No es fácil. A medida en que avanzas en la vida más se estrecha el camino de lo que puedes y no puedes hacer.
–En Connerland escribía sobre un autor que había sido olvidado, aquí tenemos a una autora excesivamente recordada. ¿Qué es peor?
–Ser recordado por algo que aborreces. El escritor es como un niño que reclama constantemente atención, pero no quiere que la atención se la lleve solo uno de sus libros, sino todos. Y con la misma intensidad. ¿Cuánto del retiro de la vida pública de Salinger no tiene que ver con esto? Sabe que ya no podrá escribir nada que supere a El guardián y decide esconderse, dejar de escribir y no alimentar más ese monstruo que ha creado y del que no puede escapar. Por mucho que intente dejarlo atrás, siempre vuelve. Esto es lo que le pasa ahora a J. K. Rowling con su Harry Potter: se intenta esconder firmando con otro nombre, pero siempre será recordada por esa saga.
–A propósito de Potter…
–¡No viene de ahí! Viene de Mrs. Potter’s Lullaby, una canción del disco This desert life de Counting Crows. Es una canción muy literaria, tiene algo de cuento. Cada vez que la escucho es como si el tiempo se detuviera y, por unos instantes, pudiera quedarme a vivir ahí dentro.
–¿También quiere quedarse a vivir en sus novelas?
–En parte, sí. Soy siempre mi primera lectora y, mientras escribo, no sé exactamente dónde voy. Sé que los personajes van a cambiar, sé que va a haber giros narrativos, pero no sé cuáles hasta que llego a ellos. Por ejemplo, sabía que Billy era alguien que no soportaba el peso de su familia, que estaba harto de la ausencia de su madre y del legado de su padre. Pero, mientras escribía, se me ocurrió pensar que la casa que iba a vender estaba encantada. ¿Quién la podía comprar? Una pareja de escritores de novela negra, lo que me permitía reflexionar sobre el matrimonio, pero también sobre los egos de los escritores en permanente competición. Uno siempre brilla más que otro.
–Como en Connerland, se divierte parodiando de los escritores.
–Me río mucho de la necesidad que tenemos de sentirnos comprendidos todo el rato. Al final, escribimos libros para que la gente nos aplauda, nos comprenda, nos quiera. Los Counting Crows tiene una canción, Mr. Jones, en la que se dice: “When everybody loves you, you’ll never be lonely”. De esto va la fama: si todo el mundo te quiere, crees que nunca vas a estar solo.
–Y, sin embargo…
–Estás más solo que nunca. Esto es lo que le sucede a Feldman. Es una mujer famosa que está sola. También le sucede a su personaje, la señora Potter, alguien que, de niña, lo había hecho siempre todo bien, pero sus padres nunca se reconocieron. Por esto decide vengarse del mundo concediendo los deseos a los niños buenos que se portan mal. Haciendo que los niños no se porten bien la Señora Potter castiga a sus padres y a todos los progenitores. Mi novela también va, en parte, contra esos padres que no prestan la atención necesaria a sus hijos y a favor de esos hijos que no reciben de sus padres el reconocimiento que desean.
–Billy fue abandonado de niño por su madre, que se marchó para cumplir su sueño de ser artista.
–Billy es alguien que se quedó paralizado ante la marcha de su madre. Considera que los cuadros que ella le envía no solo son partes de ella, sino que son lo mejor de ella. En parte, tiene razón. Madeleine, su madre, se va para poder pintar, para no sucumbir a la frustración. Cree que si se hubiera quedado habría sido una madre terrible para Billy, una madre frustrada, enfadada, violenta… Sin embargo, desde la ausencia, se convierte en una madre idealizada que le regala a su hijo sus mejores obras.
–El personaje de Madeleine pone sobre la mesa un tema sobre el que muchas autoras han escrito: cómo compatibilizar la maternidad con la creación.
–Tú puedes crear y tener hijos, pero tienes que ser consciente de que hay una parte de ti a la que ni tus hijos ni tu pareja va a acceder nunca, una parte que solo es tuya y a la que estás entregada. Porque sabes que, mientras tus hijos tienen y tendrán su propia vida, tu obra solo te tiene a ti y tienes que entregarte completamente a ella. En este sentido, hay algo injusto: crear es quitarle algo a tus hijos para mantener una parcela de libertad completamente tuya, una parcela que, como te decía, queda siempre oculta a los ojos de los demás y a la que le das absolutamente todo. A los hijos o a la pareja no siempre les das el 100%, pero a tu arte sí, porque eres tú, porque tu arte no existiría sin ti.
–¿Esta es la novela de una madre o también la de una hija?
–Esta novela nace de ser hija y saber también qué significa ser madre. Cuando se descubre qué significa la maternidad, una comienza a perdonar y entender a sus propios padres, a comprender que hicieron lo que pudieron, como tú misma estás haciendo lo que puedes para sobrellevar esa culpa por la desaparición creativa de la que, quizás, tus hijos no son conscientes, aunque diría que sí. Vives con la culpa de saber que nunca estás completamente presente, porque hay una parte de sí que siempre está en esa otra esfera, la de la creación. Joy Williams dice: “Yo podría echar a andar ahora, alejarme y no echaría nada de menos”. Cuando la leí, pensé que a mí me pasa en parte lo mismo.
–¿Hasta qué punto un escritor se plantea estas cuestiones con la paternidad?
–También yo me lo pregunto y lo cierto es que me cuesta encontrar preocupaciones de este tipo en la obra de los autores. Ballard, que es un autor que se quedó viudo muy joven y tuvo que criar solo a sus hijos, habla en Milagros de vida, su autobiografía, de lo que significó ser padre y de que mereció la pena aparcar muchas cosas por estar junto a sus hijos. Explica muy bien cómo cada acto de amor hacia sus hijos es una obra en sí misma y qué implicó compatibilizar ser escritor con padre. Cuenta que, cuando lo invitaban a saraos, al llegar las ocho, volvía a casa, porque era la hora en la que se iba la canguro y le llenaba más estar con sus hijos que cualquier otra cosa. Ballard o Bradbury, a los que he leído mucho, no hablan de la paternidad en sus novelas, pero sí de lo que significa ser niños. Hablar sobre la infancia es una forma de estar cerca de sus hijos. Bradbury dice que escribió Fahrenheit 451 en quince días encerrado en una biblioteca pública porque en casa sus hijas querían jugar con él y él no sabía decirles que no.
–Mientras la escuchaba pensaba en Rodrigo Fresán, en cuya novela, La parte recordada, la paternidad es uno de los temas centrales.
–No solo habla de paternidad, sino que, a través de los hijos que aparecen en sus novelas, Fresán habla de sí mismo. Me pasa a mí también: en las novelas me convierto en la madre y en la hija al mismo tiempo. Sucede porque no quieres robarles el alma a tus hijos; ellos no están en la novela, estoy yo. Fresán hace lo mismo: sus libros siempre han tratado sobre qué implica ser hijo y, desde que es padre, habla de lo que significa ser padre. Fresán ha sido uno de los primeros lectores de esta novela.
–El éxito de La señora Potter no es exactamente Santa Claus está acompañado del gran negocio de merchandising…
–Sí, pero este merchandising no es negativo, en cuanto los lectores de La señora Potter son personas tristes que encuentran en la novela algo de consuelo. Son lectores que no buscan tanto el souvenir cuanto vivir en el mundo de la señora Potter, en un mundo en que sus padres les hubieran hecho caso y reconocido sus méritos. Son lectores que encuentran compañía de la mano de la novela de Feldman. Y he de confesar que me siento identificada con todos ellos y me gustaría pensar que existe un lugar así, donde la novela que te ha cambiado la vida encuentra su encarnación.
–¿Entre los lectores de literatura de género existe un mayor sentido de comunidad o de pertenencia?
–Sin duda. El lector de literatura realista es promiscuo. Se puede mantener fiel a ciertos lectores, pero nada más. Se mueve en función de los intereses de cada momento, de su estado de ánimo o de las circunstancias. Nunca es tan fiel como un lector de género que, si entra en tu mundo, ya no quiere salir de él. Sin embargo, esta fidelidad no la promueve la inscripción a un género; la promueven también aquellas novelas cuyos autores escriben siempre acerca de un determinado tema y con un estilo muy definido. Como lectora, distingo entre autores que son como amigos y autores que, puesto que cada libro es distinto, nunca son iguales. Javier Tomeo pertenece al primer grupo: cada vez que lo lees tienes la impresión de reencontrarte con un amigo, alguien a quien conoces, porque cada libro te evoca al anterior. Con Bolaño y con Philippe K. Dick me pasa algo similar. Leerlos es estar en casa otra vez. Es algo que no tiene que ver con el género, sino con la personalidad de los autores, que no se adhieren a ninguna moda y que son ellos mismos. Bolaño, por ejemplo, era muy fan de la ciencia ficción, pero nunca escribió nada que se inscribiera plenamente en este género.
–Usted es una gran lectora de ciencia ficción…
–Bueno, no del todo.
–Explíquelo
–Lo que me gusta es la literatura divertida. Dentro de la ciencia ficción divertido es Terry Pratchett, el rey, y Douglas Adams y su maestro, Robert Sheckley. También me gusta Philipe K. Dick, sobre todo por las discusiones matrimoniales que describe, que son divertidas. Aborrezco a Asimov y a los autores hard. A mí me gusta lo que se sale de los esquemas. Mi pasión es la literatura posmoderna norteamericana: Coover, Vonnegut, Pynchon. Hacían lo que les daba gana, mezclando todos los géneros posibles y, desde la tradición de la más alta literatura, cambian todo. Esto es lo que intento hacer. Lo que sucede es que en España este gesto no termina de entenderse. Hubo una media aceptación cuando salió la Generación Nocilla; parecía que se abrían puertas nuevas y que se aceptaba que en literatura se podía hacer de todo, pero se acabó y lo único que ha quedado fueron los escritores de aquella generación. Yo me colé en el último momento.
Toda la literatura extraña viene de fuera, especialmente de Latinoamérica: Mariana Enríquez, Samanta Schweblin… Sin embargo, cuando lo extraño proviene de aquí no sabemos qué hacer a pesar de que en los años sesenta y setenta los norteamericanos ya lo estaban haciendo, estaban metiendo series de televisión en las novelas, cuya estructura dinamitaban desde dentro, contando la misma historia desde perspectivas distintas…Yo encontré lo que quería hacer cuando leí por primera vez a Vonnegut.
–Aquí a Mariana Enríquez y a usted se las encasilla en la ciencia ficción.
–Porque existe una rigidez con los géneros que es incomprensible. A mí me encanta Mariana Enríquez porque reivindica a Stephen King y, por esto, les sorprende a aquellos lectores que la leen como una autora literaria, como una escritora de Anagrama. Les choca su reivindicación. No debería ser así. La gente con más de cuarenta años hemos crecido con leyendo a King, escuchando a The Cure y viendo Mujeres desesperadas. ¿Por qué no podemos entremezclar todo esto junto a Borges, Sábato y meterlo en una novela? ¿No lo hacía ya Robert Coover o Gaddis? En mi caso la cosa se complica, porque yo leo autores anglosajones traducidos y, cuando escribo, llevo a mi terreno ese lenguaje. Mi lenguaje, no es español. Es un español impregnado de “¡Qué demonios!”, “¡Qué diablos!” y expresiones americanas. También utilizo mayúsculas, la cursiva que tanto usaba Coover, las onomatopeyas de Bukowski, los paréntesis… Yo soy como una urraca: cojo lo que me gusta y lo introduzco en la novela sin miedo.
–Antes mencionaba la Generación Nocilla, ¿no cree que se quedaron a medias?
–Quizás, pero los que lo hicieron bien, ahí siguen. Fíjate en Fernández Mallo.
–Seguramente sea el mejor de todos, pero Trilogía de la guerra no es de esa época sino posterior.
–Para escribir Trilogía de la guerra tuvo que hacer todo lo anterior. Con la Generación Nocilla se abrió una puerta, pero se ha vuelto a cerrar. Es mi percepción, porque hay mucha autoficción, pero no novelas rompedoras, distintas, extrañas. Y no digo que no se estén escribiendo, digo que no se publican. Hay muchos escritores como yo, lo que sucede es que, cuando envían su manuscrito, no hay nadie al otro lado. La señora Potter está dedicada a Claudio [López Lamadrid], porque él me abrió una puerta que yo no creí que se pudiera abrir y lo hizo sin miedo, confiando en mí, sin temor a que yo pudiera no encontrar lectores. Porque, por lo general, lo que se piensa de novelas como la mía es que no existen lectores para ellas.
–Esta es la gran perversión del mercado editorial.
–Si produces siempre lo mismo, ¿cómo vas a saber si lo otro funciona o no? ¿Por qué se piensa que un tipo de literatura funciona solo si lo escribe alguien de fuera? Lo que pasa es que falta un relato que permita que otra literatura sea aceptada. Falta ese relato que diga que aquí también se hace esta literatura y nos enorgullezcamos de que sea una literatura distinta, diferente.