Letra Clásica
El hechizo de los concernientes
Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Barral o Castellet convirtieron el constreñimiento moral de la miserable Barcelona del franquismo en una severísima indagación personal
19 enero, 2021 00:00¿Han oído hablar alguna vez de la paradoja de la escuela de Barcelona? Es más que probable que no, en la medida que me la estoy inventado ahora mismo, pero estoy convencidísimo de que han pensado o sentido a lo que me refiero con esta expresión a poco que hayan leído a Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Carlos Barral o Josep Maria Castellet. La paradoja se explicita enseguida: ¿cómo es posible que identifiquemos aquella Barcelona miserable del franquismo con una de las edades doradas de la ciudad? La respuesta exige un poco más de desarrollo.
El primer motivo es el más sencillo de esgrimir: eran todos muy buenos. Una concentración de talento que abarca la poesía, la edición, las cartas, la crítica, las memorias, los diarios, los dietarios... y que no podemos dejar de reiterar por el sencillo motivo de como ha dicho Andreu Jaume, el poeta vivo que mejor los ha editado y pensado, “siguen concerniéndonos”. Es imposible pensar en la Barcelona de aquellos años sin pensar en Barral, Ferrater, Biedma o Castellet; no se les puede pasar por alto.
En segundo lugar, sigue funcionando un remanente de la intuición de Hölderlin según la cual lo que pervive lo fundan los poetas. Identificamos aquella Barcelona con este grupo de escritores porque es lo más vivo y poderoso que salió de ella. Pasan las vides grises, los momentos perdidos, las miserias de la vida personal, las depresiones de exigencias públicas... Quedan los mejores poemas, las mejores piezas de prosa, las cartas, las ediciones más audaces, los proyectos editoriales. El ejemplo sirve para ilustrar que el reloj de la vida artística y el de la salud cultural de una ciudad raras veces marcan la misma hora.
Grandes obras se han escrito en momentos de oscuridad, y aunque como ciudadanos es comprensible que prefiramos habitar ciudades con una cultura oficial que facilite la circulación de las obras (o por lo menos no sea criminal o inequívocamente majadera) es de una ingenuidad casi desoladora pensar que en un clima cultural sosegado mejorará el ejercicio artístico. Uno tiende a pensar, de manera ociosa, pues no hay manera de comprobarlo, que el talento se abre paso con independencia del suelo donde el azar le reta a prosperar: que el devastado Ferrater hubiese escrito grandes versos como consejero cultural de un imperio milenario, y que el mimado Virgilio hubiese extraído fuerzas creativas de cualquier siniestro erial provinciano.
En tercer lugar: la obra y la personalidad de los concernientes complican la identificación inmediata con la sordidez de cuarenta años (he tenido que cumplir los cuarenta y cuatro para comprehender, y escribo con plena conciencia la palabra con su h adherente y pegajosa, lo que suponen cuarenta años) de pública miseria moral. Sobre el atractivo de la inteligencia y las dotes de seducción de la gauche divine (el círculo concéntrico superior que envuelve la Escuela de Barcelona) está todo dicho, aunque se seguirá diciendo y escribiendo, tal es la fascinación, casi el hechizo, que desprenden unos personajes resueltos a ser mejores (como poetas, como críticos, como corresponsales, como editores...) de lo que les permitía la época.
Quizás se ha señalado menos (o en ambientes menos poblados que el del fetichismo literario) que la obra poética de Barral, Biedma y Ferrater no acompasa la crónica de su tiempo. Aunque laten (¡cómo no iban a latir!) las angustias de la privación de libertad y del constreñimiento moral, no son abiertamente sociales y subsumen las inquietudes cotidianas (específicas del ciudadano español de su periodo) en marcos más amplios: así las preocupaciones morales se transforman en severísimas indagaciones personales, la derrota política se examina desde la vertiente del propio proyecto vital, y los estragos del tiempo se encaran como asuntos de índole casi privada.
Incluso las preocupaciones métricas y verbales se integran en combates más amplios que el tartamudeo inducido por el franquismo; contra la retórica barroca y el imaginario modernista (cisnes, aires, lirios), en el caso de Biedma y Barral, dos poetas que admiten ser leídos como si fuesen romanos. Quizás donde esta paradoja se resuelva, donde la nostalgia inducida por el talento y atractivo de la Escuela hacia la siniestra Barcelona del interminable franquismo se vuelve insostenible sea en los textos de índole privada: prosas pulidas como si estuviesen destinadas a la publicación, pero condenadas a mantenerse a la espera de esa democracia que no terminaba de llegar.
Con el apuro que siempre da condensar obras tan dispares como los diarios de Biedma, las memorias de Barral o el Dietari de Castellet (a los que se podrían añadir las indagaciones de Ferrater sobre la prosa catalana, imposible de separar de las vejaciones y amputaciones propiciadas por la represión franquista) se evidencian por lo menos dos rasgos complementarios: la desolación cotidiana y la manera de articularla en una prosa artística, o por lo menos, muy elaborada intelectualmente.
Empecemos por la desolación cotidiana que predominaba bajo el crepitar espumoso de las fiestas (siempre insuficientes), la sensación de ser unos niños que envejecían sin disfrutar de una madurez como ciudadanos (por citar la formulación de Castellet), entorpecidos a diario por la censura oficial y las exigencias de una oposición clandestina que no encuentra la rendija por la que progresar, encerrados en un país convertido en un hervidero de intelectuales afectos, arrojados por la ausencia de público y de una crítica receptiva a trabajos atractivos (editor, lector editorial, ejecutivo) solo para los que miran desde fuera y no están al corriente de sus ambiciones: el paisaje constante de estas memorias, diarios, cartas y dietarios.
Una vida parecida a una mascarada que se sobrelleva con distintas estrategias, que van pactando con la amargura y diluyendo en lo posible el desánimo: el cultivo de los personajes barralianos (el editor internacional, el padre de familia, el fauno marino), la alucinación alcohólica de Ferrater, la retirada y el camuflaje de Biedma, la bonhomía (desmentida en la cruda lucidez de su dietario) de Castellet. Añagazas para retener una fiesta que terminó hace demasiado para recordar si llegó a empezar alguna vez, estrategias para distinguirse del resto de enanos y monos de la orla.
Este desajuste entre la imagen proyectada por los personajes públicos (que parecen vibrar a una frecuencia más alta que sus contemporáneos) permite una articulación intelectual y moral en estos textos íntimos que contribuyen de manera emocionante y decisiva a paliar un lamento casi programático de Carlos Barral: “qué poca cosa es un español por dentro”. Si uno compara la ductilidad y la modulación, la capacidad de apresar los claroscuros, de Barral, Biedma o Castellet, y lo compara con la altisonancia enunciativa de Ortega y Gasset, Unamuno o de JRJ (o incluso de Neruda) uno no puede dejar de contemplar, casi emocionado, como el castellano de España sale de la órbita del energumenismo.
Un esfuerzo por matizar y articular la propia inteligencia que va acompañado por un sutil y continuo trabajo con el castellano en una doble dirección: expurgarlo en el plano semántico (y figurativo) y volverlo más y más complejo en el plano sintáctico. Un vaciado de la retórica y la expresión, y un ahondamiento en la modulación del pensamiento que faculte una indagación moral y de sentimentalidad razonadas, más razonadas que sentidas. Pero llegados a este punto este artículo está pidiendo abandonar las generalidades y sumergirse en algún ejemplo concreto, y como nos estamos quedando sin espacio dejamos la tarea para otra ocasión.