Letra Clásica
Los cuentos criminales de Víctor Català
Club Editor rescata en una antología el sadismo lúcido y el horror cotidiano de los cuentos de Caterina Albert, la escritora camuflada bajo un pseudónimo masculino
16 noviembre, 2021 00:00En sociedades más proclives al posicionamiento que a la discusión intelectual, y a la admiración antes que a repensar a los escritores, aquellos que alcanzan la categoría de clásicos pueden verse atrapados en un curioso fenómeno. Consiste en encerrar al autor con el único juguete de un título, donde se concentra todo el valor simbólico. Al reducir a X a ser el autor de Y, obra y escritor se compenetran hasta tal punto que el resto de sus esfuerzos quedan relegados.
Algo así sucede con Víctor Català (seudónimo de Caterina Albert) mermando y estrechando la comprensión de su obra. La escritora ha quedado reducida a su primera novela, Solitud, y encapsulada en un discurso crítico que, amparándose en las etiquetas de la época, la enmarca en una suerte de oscuro naturalismo: repite mucho de del pesimismo, se pasea por el determinismo, alude al fatalismo y se recrea en la represión. Nada que no se pueda decir de 321 escritores más, lo pueden leer en la Wikipedia, donde añaden el término “concepción simbólica”.
El lector que ya disponía de una traducción de Solitud, tiene ahora una buena oportunidad de acercarse al principal empeño como escritora de Albert, pues acaba de aparecer en Club Editor, una manejable y muy representativa antología, de su narrativa corta: La púa del rastrillo. El volumen permite observar el talento de Català desde una doble perspectiva casi ideal: fuera de la obra donde la tradición ha concentrado su capital simbólico (que suele estar recubierta de capas de interpretación mecánica, por no decir rumiante) y dedicada al género que más esfuerzos y décadas dedicó: el cuento.
El libro se cierra con un pieza peculiar, La infanticida, un temprano monólogo dramático, premiado e inmediatamente prohibido, que invita a una reflexión (que no desarrollaremos aquí) sobre la cantidad de primeras espadas de la literatura catalana que han desarrollado su obra desde una posición excéntrica, a menudo relegados, antes que discutidos, por la racanería moral de sus colegas. La infanticida es un punto de partida excelente para la exploración parcial de los talentos de Català, con un estilo de alto vuelo lírico se sumerge en la psicología de una mujer que ha asesinado a su propio hijo. Esta inmersión en el horror doméstico presenta por lo menos tres rasgos que se reiteran y se combinan en dosis distintas en la mayoría de los relatos de este libro.
En primer lugar destaca el gusto de la autora por las figuras que están fuera de la ley, o por lo menos de la circulación convencional de los afectos y del progreso corriente. La protagonista de La infanticida sería un buen ejemplo, pero también el mendigo que protagoniza Lenin o el amor lésbico, apenas disimulado, de Carestolendas. En segundo lugar encontramos la sensación (que no llega siempre a imponerse) de que el crimen, el delito y la falta (de atrevimiento, de ánimo, de coraje...) están ineludiblemente entreverados en el tejido social, y sometidos a la ley.
Algunos de estos relatos adoptan los contornos del cuento criminal, pero no admiten un sentencia fácil por parte del lector. Si bien Català nos expone la mente de una infanticida, en su exploración asistimos con un estremecimiento de horror a las fuerzas que presionaron a la muchacha hasta la decepción y la locura: el rigor implacable de su padre y la desaprensión cruel de su seductor. La decisión de exculparla ya depende del lector, pero el caso está expuesto en toda su amplitud.
Aunque algunos de estos relatos indagan en el crimen (e incluso adoptan los contornos de una pieza gótica), el delito palidece comparado con las estructuras de crueldad amparadas por la ley. Expuestas con cierto sadismo lúcido brillan con el resplandor de las mejores páginas: como la que presenta los mandamientos que debe acatar un trabajador (para convertirle en una especie casi subhumana) en El amorio de Piu, y la que amplía un episodio de abuso sexual en una genealogía de la violación, otro amago de destino: “Cada vez que se marchan, la madre siente asfixiantes palpitaciones y no respira hasta que las tiene al lado de nuevo. [...] Probablemente un día sus hijas pasarán por el mismo espanto que pasó la madre, que pasó la abuela, que pasó la bisabuela, quizá... ¿Más quien podría evitarlo?”
La ley, entendida como una alquimia entre el estado social y algunas perseverancias psíquicas, manifiesta su presión sobre los personajes bajo diferentes formas, tantas como se dice que le gustaba adoptar al diablo en sus vistas a nuestro mundo. La autoridad casi divina que un padre ejerce contra una hija cansada de trabajar, la conveniencia de reprimir las pulsiones lésbicas, el triunfo de la clase (y del oportunismo) sobre el amor, el derecho del marido a aplastar el amor y la dignidad de su esposa... La resignación nunca es dulce ni ofrece una salida en el mundo de Català, como puede certificar la anciana condenada por su invalidez y la desaprensión social a morir resecada al sol.
Una y otra vez la estrategia para escapar de los círculos paralizantes de la crueldad es el desplazamiento de lo previsto, ya sea por la vía del crimen (y este sería el tercer momento ejemplar de La infanticida), el aislamiento y el silencio, o la huida de la sociedad. Está última es la adoptada por el personaje de Roig en Lenin, una prodigiosa nouvelle que a Tolstoi no le hubiese importado firmar. Las espléndidas descripciones de la naturaleza (de un detallismo casi alucinado) envuelven un relato ambiguo donde las ansias de libertad cumplida se combinan con una intensa represión afectiva, como si en el mundo de Roig el peaje que se cobra la primera fuese el sacrificio de la segunda.
Un relato que contiene dentro del desplazamiento principal uno secundario e irónico, el único afecto que Roig merece (o que por lo menos recibe) es el de una criatura con la que apenas puede comunicarse, a la que no entiende, y cuya lealtad ciega (o por lo menos animal: incapaz de comprender las implicaciones de su obediencia) le condenará a la muerte. Todos los relatos que componen este relato de pura sustancia merecerían una lectura detallada, pero dejemos al lector que indague por sí mismo en busca de sus favoritos, mientras disfruta de uno de los placeres de la lectura: el encuentro con un clásico alejado de la foto fija establecida por las lecturas rutinarias.