Biblioteca de un dictador: Pinochet

Biblioteca de un dictador: Pinochet

Letra Clásica

Biblioteca de un dictador: Pinochet

La colección de ejemplares que acumulaba el tirano chileno confirma que leer no te convierte, 'per se', en un ser ejemplar

8 febrero, 2018 00:00

Una mañana de enero de 2006, una furgoneta tipo van entraba en la hacienda de Augusto Pinochet. En el interior, un funcionario judicial, dos peritos y tres ayudantes portaban una orden del juez Carlos Cerda, instructor de las cuentas del banco Riggs. Escoltados por cinco comandos, entraron en una amplia sala con vistas al mar. Tenían por encargo determinar el valor y origen de la biblioteca del dictador chileno: 55.000 volúmenes que el viejo había apilado hasta copar el espacio, junto a relojes, abrecartas y demás fetiches rancios dignos de una notaría. El desorden les causó gran impresión. La mugre también se abría paso. El plumero nunca pasó por el reservado del general y, detrás de cada tomo, los técnicos bibliográficos encontraban envoltorios de chocolatinas. Al parecer, los libros también servían para ocultar las debilidades del diabético.

Según el informe pericial, los expertos dedicaron 194 horas in situ y otras 200 realizando pesquisas. La tasación alcanzó la suma de 2.560.000 dólares, pues el lote contaba con piezas únicas, primeras ediciones y libros autografiados, un rico patrimonio que ni por asomo llegó a custodiar la Biblioteca Nacional. En los estantes reposaban obras como una primera edición de la Histórica relación del Reino de Chile (1646) tasado en 6.000 dólares, un ejemplar de La Araucana (1733) con un precio aproximado de 2.700 dólares, un Ensayo cronológico para la Historia General de La Florida (1722), de 3.500 dólares, y una Relación del último viaje de Magallanes (1788) valorado en cinco de los grandes.

Al botas altas le iba la Historia, además de las gafas de pasta y las viseras de plato. Su obsesión, como la de todo mandatario ambicioso, era Napoleón, aquel tipo bajito que, pese a su condición de sangre, se alzó por encima de un universo de clases sociales, de generales ansiosos y de reyes guillotinados. Sin duda, no podía faltar el Memorial de Santa Helena, la autobiografía que escribió el gabacho en sus días de destierro. Tampoco una colección de bustos, ni las obligadas lecturas de los estudios bonapartistas: Napoleón en el destierro, de Barry E. O'Meara (1816); Vida de Napoleón, de Henry Beyle (1837) y Napoleon en Belgique et en Hollande (1842), por citar algunas. Todas ellas rapiñadas de la Academia de las Armas de Chile, según delataban los exlibris. Pero además, Pinochet se hizo con buena parte de la biblioteca del expresidente liberal José Manuel Balmaceda y con gran cantidad de obras marxistas. No se sabe si para conocer a sus enemigos o para aprender a anquilosarse en el poder como los regímenes rojos. Los peritos también encontraron una biografía de Franco que Fraga Iribarne dedicó al dictador. Lo único que se echaba en falta en los estantes era la prosa y los versos. Tanto leer sobre batallas y dar guerra que al militar no le quedaba ni un huequito tras el medallero para la poesía, ni tan siquiera épica. ¿De verdad amaba las letras?

De bibliófilo a cura y barbero de don Quijote

Tras el golpe de Pinochet el 11 de septiembre de 1973, la imprenta Quimantú, la editora que nacionalizó Allende, fue asaltada y sus productos reciclados en papel de carbonilla. El miedo pasó a los hogares. Fueron tantos los libros que ardieron en los retretes que a los fabricantes de loza les fue bien el negocio. En tiempos revueltos, el acto de leer tiene un peso simbólico "casi superior al de cualquier acto revolucionario", decía Alberto Manguel (Vicios solitarios, 2004). ¿Realmente puede provocar esa situación el dueño de una de las más valiosas bibliotecas de Chile? ¿Verdaderamente la utilizaba para algo más que para comer chocolate?

Los que lo conocieron cuentan que era un hombre de conceptos básicos, profundamente desconfiado, de los que daban poco y sacaban mucho. En sus tiempos de subteniente solía acudir a una librería del centro de Santiago. El dueño, el señor Saadé, lo tenía como cliente fijo. Compraba Historia y Geografía con cheques a plazos, hasta que se hizo oficial y comenzó a pagar con cargo a la presidencia. Su afición por los libros antecedía a la toma de poder.

En Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet, un artículo que publicó Cristóbal Peña en el número 94 de Gatopardo, concluye que el presidente no electo "miraba con mucha fascinación, temor y avidez el conocimiento ajeno", para después hacer escenificación de poder. Quizás sólo fuese ese su interés por los libros o no. Lo que sí queda claro es que leer no te convierte en un ser ejemplar. El libro no educa, aunque la lectura pueda conducir al buen comportamiento. El libro actúa como un timón que la sociedad puede hacer virar hacia uno u otro lado, porque siempre habrá escritos leídos por lectores que desencadenen guerras.