Zubin Mehta dirigiendo la Filarmónica de Berlín

Zubin Mehta dirigiendo la Filarmónica de Berlín

Letra Clásica

Berlín y su orquesta

La Filarmónica de la capital de Alemania, una de las urbes europeas que se resiste a la forma de vida estadounidense, atraviesa la historia del último siglo y medio sin haber sido nunca silenciada

19 noviembre, 2019 00:00

Ein Kosmos des Grübelns”. Con estas palabras (“un cosmos de la meditación”) definía hace poco un crítico el tercer movimiento de la octava sinfonía de Bruckner que Zubin Mehta dirigió con la Filarmónica de Berlín el 7 de noviembre en la sede que esa orquesta tiene en la capital alemana, la Philarmonie, el maravilloso teatro diseñado por Hans Scharoun a principios de la década de 1960. Durante esos días Berlín celebraba el treinta aniversario de la caída del muro y la ciudad hervía de fervor, con exposiciones y conciertos conmemorativos, teñidos ya los árboles de los parques con los amarillos y azafranes de un otoño tardío y bastante atemperado para esta época del año. Berlín es la última ciudad del siglo XX, una de las pocas que en Europa se ha resistido a aceptar la forma de vida estadounidense, con su espantosa asepsia. En Berlín uno sale aún de los bares oliendo a humo y madrugada. 

Como tantas otras cosas, estamos olvidando la importancia que supone para una ciudad tener una orquesta. La Filarmónica de Berlín atraviesa la historia del último siglo y medio sin haber sido nunca silenciada. El mysterium tremendum de la música ha ido aconteciendo bajo distintas batutas y en diversos regímenes políticos, desde von Büllow en el Imperio, pasando por Furtwängler en Weimar o el nazismo, hasta Celibidache en la posguerra, von Karajan hasta la caída del muro, Claudio Abbado durante la reunificación, Simon Rattle a comienzos del siglo XXI o Kirill Petrenko en la actualidad. George Steiner ha podido decir que la música no tiene significado, pero que su sentido es inagotable. De ahí la perplejidad que produce ver en la pantalla de la historia a la Filarmónica de Berlín tocando siempre con la misma exigencia para concepciones políticas opuestas, desde la exaltación racial del nacionalsocialismo hasta los valores supranacionales de la Unión Europea. 

“¿Por qué la música no puede decir no?” se preguntó también Steiner ante la apropiación a la que puede ser sometido ese arte por parte de cualquiera. No lo sabemos. Lo único que sabemos es que siguió sonando, siempre, a pesar de las adversidades. En abril de 1942, Furtwängler dirigió en Berlín la novena de Beethoven para celebrar el cumpleaños de Hitler. Y el 25 de diciembre de 1989, Leonard Bernstein eligió la misma partitura para festejar en la misma ciudad la caída del muro. “Musik, Sprache wo Sprachen enden”, como decía Rilke, “Música, lenguaje en el que acaban las lenguas”.

El pasado 7 de noviembre, Zubin Mehta llegó al podio con lentitud, apoyado en un bastón, para subirse a una silla y dirigir sentado, como hacía Celibidache en su vejez. Mehta tiene ahora ochenta y tres años y ha superado un cáncer que hace poco le obligó a cancelar todos sus conciertos. Es un director popular, pero con una formación muy severa. En Viena fue, con Claudio Abbando, discípulo de Hans Swarowski y de Leopold Nowak, el editor de las sinfonías de Bruckner, responsable precisamente de la versión de la octava que aquella noche tocó la Filarmónica. Mehta lleva siendo director invitado de la Filarmónica desde 1961, es decir, desde poco después de la muerte de Furtwängler y del nombramiento de Karajan. Durante la gira que este mes emprende con la orquesta por Japón –y donde seguirá tocando la octava de Bruckner– habrá llegado a hacer con ella doscientos conciertos. No ha fallado ni un solo año a su cita con los berlineses. 

El propio Mehta ha contado cómo, durante sus años de estudiante en Viena, se deslumbró escuchando una vieja grabación que Furtwängler había hecho de la octava. Probablemente fue el concierto que el director alemán hizo con la Filarmónica de Viena el 17 de octubre de 1944, una versión todavía sobrecogedora, a pesar de la baja calidad del sonido. Y ahí volvemos al mysterium tremendum de la música. Cómo pudo ser que un joven estudiante indio, que entonces no sabía casi nada de Bruckner, pudiera inmediatamente reconocer la potencia de la partitura y la irrepetible intensidad que le confería su intérprete. 

El caso es que el otro día, aquel joven, convertido ya en un viejo maestro, se subió a la silla del podio, dejó el bastón a un lado, cogió la batuta y con un gesto muy suave puso en movimiento a la bestia sonora. Los primeros compases de la octava siempre me recuerdan a un enorme animal mitológico que se despierta para volver a tumbarse, resollando, al final de ese primer movimiento. En su época fue un comienzo inesperado y rompedor. De hecho, el director de orquesta Hermann Levi le dijo a Bruckner que aquello no se podía tocar y que hiciera el favor de volver a su casa y rehacer la partitura. Era en 1887 y Bruckner acababa de tener su primer gran éxito con la séptima, cuyo principio se acordaba mucho mejor con la estética de los tiempos. El rechazo de Levi llevó al neurasténico Bruckner casi al suicidio. Durante dos años, el compositor estuvo revisando la sinfonía, que finalmente se estrenó en 1892, bajo la dirección de Hans Richter y con el aplauso unánime de la crítica y del público. 

En sus últimos meses, enfermo de cáncer de pulmón, Leonard Bernstein contaba que sólo se le atenuaba el dolor mientras dirigía. Zubin Mehta, la otra noche, también pareció curarse y rejuvenecer cuando avanzaba lentamente por el universo de la octava, dirigiendo de memoria, esculpiendo cada detalle, peleándose con la complejidad, admirándose de la calidad y la entrega de los músicos –ese solo de trompa sobre el páramo de las cuerdas en el primer movimiento–, gobernando el tempo con sabiduría y corrigiendo desperfectos sobre la marcha. 

Hoy en día, bajo el imperio del ruido y la desatención, hay algo especialmente extraordinario en el ritual de la sala de conciertos. Cientos de personas sentadas y en silencio escuchan a unos músicos tocar frente a un director que dibuja la partitura en el aire y que de alguna manera es el sacerdote de la escucha, el custodio de ese respeto sagrado por lo que allí está surgiendo. Ya ni siquiera en los templos se vive algo parecido. En el adagio del tercer movimiento, sobre todo, Mehta creo una atmósfera densa y rica, fuera del tiempo. Fue inevitable recordar a Celibidache y sus versiones últimas de la misma sinfonía, con esa morosidad oriental a la que también parecía remitirse el director indio. La música alcanza ahí una intensidad difícil de describir, casi como fundamento de todo el mundo que genera. No hay secuencia en Bruckner, sino tan sólo repetición y dilatación de algo que surge de su interior, sin que nunca nada ceda ante un final. Incluso cuando una frase parece haber terminado, todo se repliega para volver a empezar en sucesivas capas o haces que se reproducen sin claudicar. Un grupo de instrumentos calla y de pronto, a lo lejos, sin segregarse, un solo de metal surge para recordar que nada ha acabado. 

Nadie ha vuelto a interpretar ese movimiento como Celibidache, pero Mehta demostró que la edad le ha dotado de una sabiduría especialmente fértil para dar cuenta de ese trance. Las escalas se suceden, ascendiendo y descendiendo, sin apuntar a ningún lugar, desvaneciéndose entre las arpas. Mehta simplemente asiente y sabe de lo que está hablando, sin que pueda explicarlo. Hay un enigmático verso de T. S. Eliot que define perfectamente esa condición: “Old men ought to be explorers”, “los viejos deberían ser exploradores”. Cuando el mundo está a punto de desaparecer, todo resplandece con una luz nueva y única. Mehta, como Celebidache a principios de la década de 1990, sabe dar a cada nota la trascendencia que merece, sin ninguna prisa, sabiendo que ya no hay ningún puerto al que llegar. “El amor está más cerca de sí mismo, / cuando el aquí y ahora ya no importan”. El adagio es verdaderamente un cosmos de la meditación.

Luego, en el finale, ya todo es culminación y alegría. Todos los elementos de la sinfonía parecen aunarse y prepararse para traspasar algo. La coda, en ese sentido, es un umbral. No hay aquí angustia ni despedida, como en Mahler, sino pura celebración de algo que sólo entonces, cuando la orquesta calla de golpe, está a punto de iniciarse. El tiempo, en Bruckner, es lo que empieza después.