El mundo de James Ellroy, maestro del 'noir' / DANIEL ROSELL

El mundo de James Ellroy, maestro del 'noir' / DANIEL ROSELL

Letras

James Ellroy: nadie es hermoso de cerca

El maestro del ‘hard-boiled’ retrata en ‘Pánico’ la atmósfera de mentiras, secretos, hipocresía y depravación del Hollywood dorado de los años 50 a través de la voz de un personaje memorable

20 mayo, 2022 22:25

La violencia, según Max Weber, es un instrumento esencial de la acción política. También de la literatura, por mucho que la galaxia de ofendidos (con la realidad) que nos rodea imponga su adolescente anatema a todo aquello que les hace parecer mejores, sin serlo y, en el fondo, sin cambiar absolutamente nada. Conviene recordarlo: los primeros versos de la Iliada cantan la cólera de Aquiles, causa de una guerra sin la que no puede entenderse el nacimiento de la cultura occidental. ¿Vamos a cancelar a Homero por contar en hexámetros milagrosos esta evidencia? ¿Por no ser el primer apóstol del pacifismo? Sólo pueden pensarlo los ignorantes.

La vida real, por desgracia, es generosa de calamidades sinnúmero e injusticias constantes, pero ignorarlas como materia artística, incurriendo en la adolescente catequesis cultural, equivale a instalarse en una nube y habitar en un mundo artificial alejado del barro de la verdadera existencia. Por eso resulta tan saludable el vigor que todavía conserva la novela negra en un contexto editorial entregado a las convenciones de lo políticamente correcto y condicionado por discursos que buscan la entronización de una ideología dogmática instalada en el monopolio industrial del victimismo y alérgica al pensamiento crítico.

James Ellroy durante la entrevista con Letra Global / LENA PRIETO

James Ellroy durante la entrevista con Letra Global / LENA PRIETO

Mucho más asombro resulta si pensamos que el noir –en su acepción francesa– o el hard-boiled, según la tradición norteamericana, es un género que tiene que responder a un código que, aunque no sea cerrado, sí debe incluir determinados rasgos elementales, incluso para ensayar variaciones sobre la fórmula literariamente ya sancionada. En esto también rige la máxima de Ezra Pound sobre la poesía: “Cuando un hombre aspira a conservar una tradición, bien hará en saber en qué consiste”.

Lo mismo cabe decir en el supuesto de que se anhele su destrucción: la dinamitación creativa requiere tener antes un conocimiento oceánico del enemigo al que se pretende anular. De lo contrario, sólo se hace el ridículo. Cervantes nunca hubiera escrito El Quijote tal como es –un prodigio duradero– sin una sabiduría precisa sobre los libros de caballería y la literatura idealista. Idéntica pauta cabe aplicar en el caso de James Ellroy (Los Ángeles, 1948), el último gran filibustero de las novelas de crímenes de la escuela de California. El escritor norteamericano acaba de publicar en español Pánico (Random House), la tercera entrega de su segundo cuarteto de Los Ángeles –tras Perfidia y Esta tormenta–, donde recrea con maestría el antagónico universo del Hollywood dorado de los años 50.

El edificio de Capital Records en Los Ángeles (1956)

El edificio de Capital Records en Los Ángeles (1956)

Ellroy, a quien nadie puede discutir su talento narrativo ni el apabullante dominio del estilo característico del género –frases cortas y rotundas, dinamismo constante, descripciones brillantes, diálogos ultrarrealistas–, practica un hard-boiled a la antigua usanza, alejado de las innovaciones gratuitas, y en ocasiones caprichosas, introducidas por autores del ámbito nórdico y mediterráneo. En sus libros uno encuentra el bosque infalible de esa tradición que se remonta a Dashiell Hammett y a Raymond Chandler, encerrados dentro de una etiqueta que llevaron a la cumbre y, también, ha limitado su posterior valoración artística.

El autor de Perfidia escribe novelas negras, pero se define a sí mismo –con histriónica ironía– como un escritor histórico. Lo es únicamente en la medida en que el mundo sobre el que sitúa sus relatos sucede en un pretérito de hace setenta años. Desde luego, no es un escritor de actualidad. O lo es de una manera singular. Voluntariamente indirecta. Sus novelas son clásicos modernos, en el sentido de que son intensamente fieles a una atmósfera y a una manera concreta de contar. A través de este acto de lealtad alcanzan su propia inmortalidad.

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Pánico, un cuento vibrante sobre las sombras y periferias que quedan fuera de los rutilantes luces del Hollywood mítico, habla de la cara oculta de América, del puente que vincula a las élites con los bajos fondos, de un mundo extraordinario y bizarro, pero su retrato del natural tiene también una robusta perdurabilidad gracias a su habilidad para identificar las invariantes de la conducta humana –la ambición, la corrupción, la obstinación ecuménica del vicio– y exponerlas en crudo, igual que en un mercado, a través de un friso de personajes de época que son nuestros semejantes, sólo que en un tiempo y en un espacio diferente.

Ellroy trabaja sus libros como un artificiero: les instala dentro la poderosa dinamita de la verdad –a través de las licencias de la ficción– y los hace estallar ante los ojos de sus lectores, sonámbulos tras la intensidad de la descarga. En esta ocasión elige a un viejo conocido, Freddy Otash, el individuo en el que Polanski se inspiró para el personaje que interpretaba Jack Nicholson –Jake Gittes– en Chinatown (1974), que desde la tumba nos cuenta su rotunda hoja de servicios sucios. Pánico se formula según el patrón de unas memorias, desordenadas, episódicas, de un policía corrupto, huelebraguetas, extorsionador, pornógrafo, vanidoso y soplón, a sueldo de las revistas y periódicos de cotilleos –sobre todo del tabloide Confidencial– sobre las estrellas del celuloide y el mundo del espectáculo.

Cartel de 'A Place in the Sun' (1951), película protagonizada por Elisabeth Taylor y Montgomery Clift / PARAMOUNT PICTURES

Cartel de 'A Place in the Sun' (1951), película protagonizada por Elisabeth Taylor y Montgomery Clift / PARAMOUNT PICTURES

En este sentido, no hay sorpresas: es un territorio análogo al ya explorado, en general con fortuna, en La Dalia Negra, L.A. Confidential o Jazz Blanco. La máquina literaria de Ellroy se configura a través de la poderosa voz de su personaje. Un narrador memorable, burlesco, irónico, desinhibido, maaaalo (así lo escribiría el novelista) que practica el código de honor de los forajidos. No es que sea noble en sentido estricto. Su capacidad de seducción procede de su brutal sinceridad. Del fuego interior que lo consume. La suya es la honestidad (verbal) de un perfecto deshonesto que se mueve entre abundantes episodios de sexo (en todas sus variantes), drogas, muertos, ajustes de cuentas, excesos policiales y el perfil más inquietante de estrellas como Marilyn Monroe, James Dean, Montgomery Clift, Elisabeth Taylor, Rock Hudson o Ingrid Bergman, junto a políticos como los Kennedy, habitantes de un Camelot de cartón piedra, tan falso como los decorados de los grandes estudios. “Políticos pisoteados y actores de cine acosados. El calamitoso caleidoscopio de la condenación”.

Las víctimas de Otash son, para el público que cree en la industria, sinónimos de la perfección, la belleza y la elegancia. En las manos de Ellroy se tornan personas vulnerables, ambiciosas, ambiguas, dispuestas a conseguir sus objetivos a cualquier precio. Más que una degradación de los símbolos de aquella América, el novelista norteamericano les aplica un filtro de realismo extremo, coherente con las pasiones que alimentan a todas sus criaturas. La poética de Ellroy se resume en una frase: de cerca, nadie es hermoso.

Portada de la revista sensacionalista 'Confidential', editada en Los Ángeles

Portada de la revista sensacionalista 'Confidential', editada en Los Ángeles

De esta idea nace un estilo raudo, sin concesiones, sin eufemismos, hábilmente grotesco, a ratos difamatorio. Lo deslumbrante de Pánico es que, sin ocultar su condición de novela de género, juega con las convenciones del hard-boiled de forma que éstas no supongan un obstáculo para el espectáculo, sino un aliciente constante. Hay mala leche, impertinencias y la voluntad sostenida de molestar. Y también, en sustrato, un poso de piedad agresiva, una convulsa forma de ternura, similar a la que experimenta un voyeur tras descubrir cómo sus espiados pierden voluntariamente la compostura y se dejan llevar por sus demonios.

La función es fascinante. Otash, dedicado a la extorsión y al tráfico de información delicada, el hacedor en las sombras, confiesa sus pecados en busca de una redención terminal. Sus supuestas víctimas parecen tan depravadas como él mismo. Iguala a unos y a otros, demostrando que los santos y los diablos habitan en un espacio intercambiable y comparten una moral laxa que desmiente su propio nombre. El malvado de Pánico no es un antihéroe solitario frente a una sociedad corrupta. Romanticismo, el justo. Es uno más de la inmensa función de circo que es el diablo mundo, un bufón cínico que practica el arte del fingimiento y se refugia –diríamos que con desesperación– en la autocompasión.

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Para el escritor norteamericano, no hay jerarquía ni meritocracia en la fábrica de los sueños. De hecho, la oposición entre la ficción (el moralismo de Hollywood) y la verdad (la corrupción general) termina por aplanar a todos los personajes, eliminando las distancias entre la alta aristocracia del espectáculo y el público, estableciendo la vulgaridad como norma y la pesadilla como la atmósfera dominante. La verdad de Pánico nace, igual que una flor que se ha podrido sin remedio, de la certeza íntima de no encontrar un rayo de luz en ese gran escenario, siempre alumbrado por los focos, que llamamos la realidad.