La tradición del conocimiento
La historia cultural del libro, desde el descubrimiento de la imprenta hasta la era digital, es un viaje en el que la invención, el talento y la sabiduría se entrecruzan para crear un objeto sagrado
19 febrero, 2023 19:30Cuenta Carlos Castilla del Pino en su primer volumen de memorias, Pretérito imperfecto, que en su infancia compartía juegos con los Orteguita Bru, hijos de dos anarquistas, una comadrona y un alfarero. Uno de esos niños se llamaba Gutenberg. Desde mediados del siglo XIX y durante los primeros decenios del XX, el movimiento libertario siempre consideró al tipógrafo alemán como un adalid de la libertad y del progreso humano, un mito anarquista que legitimaba su lucha a favor de la educación universal y contra la ignorancia del pueblo. No es tampoco casual que en 1999, en una encuesta de The Times, los lectores británicos eligieran a Gutenberg como el personaje más importante y decisivo del milenio que terminaba en el año 2000. No debe extrañar, pues, que aún perviva una convicción generalizada entre el común de los lectores según la cual la invención y difusión de la imprenta significó una revolución para el libro y, por consiguiente, para la lectura.
Los humanistas de fines del siglo XV también elogiaron la invención de la imprenta. En 1471, el rector de la Sorbona, Guillaume Fichet, afirmó que el estudio de las Humanidades tenía “una deuda importante con la luz que proporcionó esta nueva especie de libreros salidos de Alemania como un caballo de Troya para extenderse a todos los rincones del mundo civilizado”. Gracias a la tipografía metálica los libros se fabricaban rápida, correcta y elegantemente; de ahí que, según el mismo Fichet, la invención de Gutenberg permitiera que “todo lo que se dice y piensa puede ser inmediatamente escrito, reescrito y legado a la posteridad”. En 1498, el humanista alsaciano Sebastian Brant hizo también una valoración muy positiva del invento, aunque poniendo el acento en su impacto social: “Lo que antes sólo se podía encontrar en posesión de reyes y de gente adinerada, ahora uno lo encuentra en cualquier hogar, por modesto que sea: un libro”.
En apenas cuarenta años, la expansión de la tipografía se había convertido en un fenómeno internacional. Hacia 1500, 236 ciudades ya tenían talleres con tórculos y los libros publicados superaban los 30.000 títulos y los 15 millones de ejemplares. Para los medievalistas, la imprenta surgió como consecuencia de los avances técnicos y culturales de una esplendorosa Edad Media. Sin embargo, para buena parte de los historiadores la invención de Gutenberg ha de ser valorada como un signo de modernidad, del imparable cambio de época que se estaba produciendo en la civilización occidental desde mediados del siglo XV. Para el público en general, según el historiador Jacques Barzun, el libro “significa solamente Gutenberg; es decir, desde la Biblia al libro de bolsillo con poca cosa entre medias”.
Es cierto que la imprenta fue una invención técnica que, a una escala mucho mayor, cubrió unas necesidades que ya se satisfacían con otros medios manuales más lentos. De ahí que los primeros impresos fuesen una imitación del libro manuscrito. No debe extrañar, pues, que hubiera también voces coetáneas que no valorasen muy positivamente la nueva manera de publicar. Por ejemplo, al duque Federico da Montefeltro, conocido también por su icónico perfil, le parecía vergonzoso tener libros impresos. Y por las mismas fechas, hacia 1470, el arzobispo de Maguncia, que previamente había calificado de divino al invento, advirtió que algunos individuos ya estaban abusando de este nuevo arte al publicar libros en detrimento de la religión. Su siguiente decisión fue la puesta en marcha de una censura eclesiástica que prohibió la traducción de cualquier obra del griego o del latín al alemán.
Los historiadores del libro han matizado la novedad del impacto de la imprenta. Está plenamente demostrado que, hasta comienzos del siglo XVI, el libro impreso siguió dependiendo del manuscrito, al que los tipógrafos imitaron con la compaginación y el tipo de letras, además de seguir iluminando a mano las miniaturas, las iniciales, las marcas de puntuación, las rúbricas y los títulos. Tampoco la irrupción de la imprenta supuso la desaparición del manuscrito, se siguieron haciendo traslados y copias y continuaron circulando, aunque adaptados a géneros que necesitaban de esa forma de reproducción manual: avisos de noticias, poemas, sátiras, etc.
Otra falsa herencia del mito de Gutenberg es el triunfo de la lectura silenciosa y privada a partir de mediados del siglo XV, como signo indiscutible de modernidad. Contaba Giacomo Casanova que se convirtió en escritor el día que se dio cuenta que estaba perdiendo los dientes. Como se le escapaba el aire y ya no podía seguir narrando sus aventuras con una pronunciación correcta de las consonantes decidió escribir e imprimir su famoso relato de la huida de las cárceles de Venecia. En pleno siglo XVIII la oralidad seguía coexistiendo con la tipografía, incluso interactuando, y así continuó hasta bien entrado el siglo XX. Esa imagen del lector individual como símbolo de la modernidad es tan errónea como su relación directa y proporcional con el avance del protestantismo y el acceso a la lectura en vulgar de la Biblia, a partir de las reformas religiosas del XVI. El protestantismo no avanzó por la extensión del lector individual sino por el aumento más que considerable de comunidades disidentes, unidas en torno a la lectura, comentario y discusión sobre un texto en común
Ni Lutero, ni el vínculo que planteó Max Weber entre el individualismo protestante y los orígenes del capitalismo, son aplicables sin matices a la irrupción de la imprenta como un hecho revolucionario. Que los lectores tuvieran más libros disponibles a partir de Gutenberg no supuso un aumento del número de individuos que leían en silencio y de manera privada. Está plenamente demostrado que después de la imprenta mucha gente tomaba parte en la lectura pública de textos, desde la Biblia a novelas o periódicos. Quienes no sabían leer pedían a otros que les leyesen; familias, amigos y vecinos se leían unos a otros. También los frailes en sus conventos o monasterios y los príncipes y reyes en sus palacios siguieron escuchando libros que les leían durante las comidas. La lectura continuó siendo una experiencia de grupo más que una práctica individual.
La imprenta no cambió las prácticas de la lectura de un día para otro, sino que los usos tradicionales coexistieron con los nuevos. Aunque no se produjo un gran salto cuantitativo en la alfabetización –entendida como un gesto individual–, el invento sí pudo acelerar algunos cambios culturales cualitativos de enorme trascendencia. Elizabeth Eisenstein publicó en 1978 The Printing Press as an Agent of Change, un extenso estudio sobre los efectos de la imprenta en la vida intelectual de Occidente. Inspirándose en las ideas de Marshall McLuhan (el medio es el mensaje) y de Walter J. Ong (el impacto psicológico de la imprenta), destacó dos consecuencias a largo plazo del invento tipográfico. En primer lugar, para Eisenstein se estandarizó y preservó un conocimiento que, hasta ese momento, había sido mucho más fluido por su circulación oral o manuscrita.
En segundo término, la historiadora norteamericana subrayó que la multiplicación de impresos hizo más accesibles opiniones incompatibles sobre el mismo tema, de ese modo se estimuló la crítica a las autoridades civiles y eclesiásticas y se facilitó la difusión de investigaciones que aceleraron la revolución científica. Pero, aunque las prensas maguntinas no surgieron para liberar al género humano de la ignorancia y la tiranía, hay que reconocer que entre el período de los incunables y la época contemporánea sucedieron cambios decisivos, en los que interactuaron autores, impresores y lectores, mientras los viejos y los nuevos medios coexistían. Como ha recordado Roger Chartier, el cambio cultural iniciado en el siglo XV se dio más por agregación que por sustitución.
En la actualidad existe cierto consenso entre los historiadores al señalar que el invento de Gutenberg no fue la primera revolución del libro. Para llegar al códice o cuaderno actual del libro en papel fueron necesarias varias innovaciones. La primera se produjo entre los siglos II y IV, y supuso la sustitución progresiva de los rollos, en cuyo formato leían los lectores de la Antigüedad, por el codex, compuesto por páginas encuadernadas. La segunda innovación se fue imponiendo durante los siglos XIV y XV cuando, dentro de un mismo volumen, se recogían textos compuestos por un solo autor; hasta ese momento esa gloria sólo se le concedía a autoridades antiguas y cristianas y obras en latín.
La tercera y más cuestionada revolución correspondió a la invención de la imprenta, cuya técnica se mantuvo casi inalterable hasta fines del siglo XVIII, largo período que se ha dado en llamar el antiguo régimen tipográfico. La cuarta sucedió con el crecimiento exponencial de impresos gracias a la industrialización y nuevas técnicas de reproducción del XIX y XX. Y la última sería la actual, en la que la textualidad electrónica en la pantalla ha alterado el orden del discurso, tal y como se ha ido construyendo con el soporte del códice, es decir, no sólo ha cambiado el formato, también está suponiendo una revolución en la lectura.
En ese sentido, Chartier ha subrayado que es imprescindible distinguir entre revolución del libro y revolución de la lectura. El invento de Gutenberg no trajo consigo, ni siquiera de manera inmediata, un cambio sustancial en la manera de leer. La primera revolución lectora que tuvo lugar en Europa fue el paso de la lectura en voz alta a la lectura silenciosa o murmurada, un cambió progresivo que se inició en los monasterios a partir del siglo VI. En el Libro de las sentencias (III, 14, 9) lo explicó muy bien San Isidoro: “Es más agradable a los sentidos la lectura silenciosa que la entonada, ya que el entendimiento se instruye mejor cuando la voz del lector descansa y la lengua se mueve en silencio. Pues, al leer distintamente, el cuerpo se fatiga y se debilita la agudeza de la voz”.
Para que la escritura se convirtiera en lenguaje visible, en palabras de Malcom Parkes, fue necesaria la concatenación de varios cambios: la distinción entre mayúsculas y minúsculas, el uso de puntuación y, por supuesto, la separación de las palabras para facilitar el entendimiento de lo escrito, puesta en práctica por amanuenses irlandeses y galeses del siglo IX. Esta previa revolución de la legibilidad se completó en los siglos XII y XIII cuando al modelo monástico de escritura, destinado a conservar y memorizar, le sucedió el modelo escolástico que fue extendiendo el libro como instrumento intelectual, con el texto en el centro de la página, las glosas y comentarios en los márgenes o al pie, y el índice al final.
La segunda revolución de la lectura no se produjo hasta bien avanzado el siglo XVIII. Fue una época conocida por la fiebre de leer en Francia o la rabia lectora en Alemania. La lectura se democratizó gracias al incremento de la producción bibliográfica, al abaratamiento del precio del libro como consecuencia también de reproducciones fraudulentas, al triunfo de los pequeños formatos y a la multiplicación rápida de los periódicos. Además, en este proceso de extensión lectora influyeron la proliferación de instituciones que permitían leer sin comprar, fueran sociedades de lectura o bibliotecas ambulantes.
La tercera es la revolución digital que estamos viviendo, en la que los textos son leídos en pantallas y de manera fragmentada, se ha pasado de una lectura continua a otra lectura discontinua o segmentada, según decida el lector. Quizás sea más correcto admitir que hoy día conviven distintas maneras de leer según el soporte material o la categoría de los textos. A fin de cuentas, los lectores pueden parecer prisioneros, pero nadie ni nada, ningún autor ni ningún formato, puede impedir su evasión.