Restos de un antiguo mural griego, que muestra la civilización de los griegos

Restos de un antiguo mural griego, que muestra la civilización de los griegos

Historia

Los griegos y el viaje de la sabiduría

La civilización de los antiguos helenos, señores del mar Mediterráneo y maestros en el arte de la navegación, practicó incesantemente el viaje como principal método de conocimiento del mundo

14 noviembre, 2022 19:15

En un símil sobre la vida, convertido en aforismo, decía San Agustín de Hipona, filósofo y teólogo, autor de La Ciudad de Dios, que la vida es un libro cuyas hojas vamos pasando, y que por desgracia aquellos que no viajan sólo llegan a leer una de sus páginas. Cierto. El viaje eucliniano, tridimensional, físico, no deja de ser el motor que alimenta y nutre al otro, que es singladura existencial, metafísica, íntima y enriquecedora. Y poco importa la derrota de la nave o el puerto de arribada. El único requisito es culminar el viaje de principio a fin, observando sin aliento.

Que viajar demuda el alma, sumiéndonos con frecuencia en estado afásico, stendhaliano, incapaces de articular palabra o atinar con el adjetivo, y que luego, al regresar -–sapientum post eventum–, nos convierte en narradores con derecho a púlpito lo sabían mejor que nadie los griegos. Fueron una civilización única, admirable, a la que se lo debemos todo, aunque nos empeñemos en echar su inmenso legado intelectual al saco del olvido. Que ni siquiera los pragmáticos romanos se entretuvieran en mejorar infinidad de asuntos trascendentales resueltos por los griegos lo dice todo.

Mapa de la antigua Hélade

Mapa de la antigua Hélade

Muchos fueron los motivos que les impulsaron a emprender viaje, a recorrer la totalidad del mundo conocido, en toda época y situación, aunque siempre más allá del interés y la necesidad por el trato comercial, el truque ventajoso o la acumulación de riqueza. Consideraban los griegos que el afán material per se era asunto espurio y despreciable si el Creso de turno, el plutócrata, o el mercachifle acaudalado hacía ostentación impúdica de su opulencia, ofendiendo el carácter sobrio y austero que compartían todos como fundamental norma de vida. Abominaban del derroche, del dinero ilícito o fácil, de lo pingüe del beneficio.

Y no dudaban en grabar en trozos de loza o fragmentos de vasijas y ánforas –óstrakas, y de ahí ostracismo– el nombre del corrupto a condenar al destierro. Muy pocos saben que esas normas de conducta las mantuvieron los griegos hasta la Caída de Constantinopla, en 1453. Las ordenanzas de Constantino XI Paleólogo, último Emperador Romano de Oriente, tipificaban al detalle cupos, compras y márgenes de beneficio lícito y no ofensivo a los ojos de Dios y de los hombres. Llamemos a ese proceder capitalismo con conciencia de corte esenio. Y convivir con esas leyes e ideas moldeó su concepto y visión de lo que entendían por ético y moral. De ahí que hasta un humilde pescador del Bósforo fuera doctor en teología, tirano ilustrado o escoliasta capaz de enmendar la plana con sus acotaciones al más insigne teósofo. Nunca discutan con un griego. Es bizantino.

Solón de Atenas

Solón de Atenas

Pero tampoco nos confundamos saltando en el tiempo: la lucha de clases, entre castas y linajes, entre eupátridas y plebeyos, hasta bien entrado el s. V a. de C, estaba a la orden del día; la desigualdad social y la injusticia era flagrante; la reyerta estallaba en cada esquina del ágora a medianoche, a puñalada limpia. La idea del bien común platónico, de lo trascendente, de lo deseable, no cuajaría hasta que la buena marcha de la política y de la justicia, como derecho y deber ciudadano, sedimentaran lentamente en su praxis cotidiana, alterando su conciencia ciudadana.

El proceso supuso una pequeña eternidad y no ocurrió hasta la abolición, en el Ática, de las durísimas leyes de Dracón –de ahí el adjetivo draconiano– que concedían, en la práctica, bula a la venganza personal, a la vendetta, a semejanza del ojo por ojo, diente por diente, del Talmud, o de la Blutrache o Ley de Sangre Germánica. El gran Solón, (638 a. C.-558 a. C.), uno de los Siete Sabios de Grecia, legislador de legisladores, arconte y estadista, puso fin a ese estado de cosas al instaurar en la región de Atenas (Ática) algo nuevo; un sistema llamado democracia, que otorgaba derechos y deberes ad hoc, a medida, a toda la ciudadanía.

Mural del primitivo palacio de Persépolis

Mural del primitivo palacio de Persépolis

La paz social, la justa redistribución de la riqueza y de los recursos, y el funcionamiento de la justicia, obran siempre milagros. Al amparo de esa nueva luz floreció el pensamiento, la ley, la cultura y el arte, y una concepción autoindulgente de la superioridad helénica. Los griegos concedían la mayor de las importancias al intelecto, a la rectitud personal, al orador, estadista, filósofo, dramaturgo, matemático o geómetra de mente brillante y conducta irreprochable. Odiaban al sicofante, al sofista de mercado, al artero sin dignidad. Eran, y lo siguen siendo, tremendamente orgullosos, siendo el narcisismo y la vanidad ante sus propios logros y su historia, el único rasgo que, en desmesura, podría ser reprobado. Para los helenos las tierras, reinos, imperios y pueblos que se extendían más allá de su mundo eran bárbaros. Los persas, los aqueménidas, y su palacio de Persépolis con su fastuosa apadana hipóstila de setenta y dos columnas de capitel tauriforme sólo eran lujo bárbaro.

Los griegos, y aún en mayor medida los ilustrados, denostaban de lo foráneo, pero no resistían la tentación de atestiguar los logros y avances de otras civilizaciones en cualquier disciplina (matemáticas, astronomía, geometría) a fin de hacerlos suyos. La avidez intelectual les acompañaba siempre. Esa es una de las claves que permite comprender su irreductible impulso a la hora de viajar y recorrer el mundo. La segunda razón es aún de mayor peso específico. Forjaron, paulatinamente, sobre todo tras su enconada y dramática defensa de la Hélade ante los persas –Guerras Médicas, 490-449 a.C.–, una conciencia panhelénica en lo referido a su cultura y forma de vivir; un sentimiento que se extendía a todas las islas y costas a las que habían arribado y en las que mantenían presencia permanente –colonias en la denominada Magna Grecia: Sicilia y sur de Italia; también en Córcega; Cerdeña; Francia; España; Asia Menor, y Cirene en el norte de África–.

'El Banquete de Platón' (1869), un cuadro de Anselm Feuerbach

'El Banquete de Platón' (1869), un cuadro de Anselm Feuerbach

El panhelenismo debe ser entendido, en cualquier caso, más como hegemonía cultural y ámbito comercial que como afán imperialista de corte jingoísta. A diferencia de Roma, vertebrada alrededor de un único poder, la Hélade fue, en lo político, un mosaico de polis, de ciudades-Estado, más proclives a la beligerancia que a la unión. Rara vez, o nunca, fueron todos a una. Todo cuanto sabemos sobre los ilustres viajeros ha llegado hasta nuestros días por diversas fuentes. A pesar de que todos ellos pueden ser considerados auténticos polímatas –del griego polimathós, sabio, aquel que sabe muchas cosas– muchos no dejaron nada escrito, consignado para la posteridad, y de hacerlo su legado se perdió en un recodo de la Historia.  Así que sus andanzas son una fascinante mezcla de tradición oral; textos históricos –Herodoto, Plutarco y otros–; obras, análisis y comentarios doxográficos de expertos y estudiosos del mundo helénico; y fruto del abnegado y monumental trabajo enciclopédico efectuado en el siglo XI por eruditos bizantinos, conocido como La Suda, la Gran Enciclopedia Bizantina del Mediterráneo Antiguo.

Por Plutarco, Herodoto y Platón sabemos que el largo viaje de Solón duró diez años, y que el estadista no sólo nos ha dejado en herencia un sistema político al que aferrarnos sino también un misterio irresoluble como recuerdo de sus andanzas. El arconte, un hombre tremendamente austero, decidió, tras consolidar gracias a su prudencia y talento la democracia en Atenas, abandonar el poder. De nada sirvieron los lamentos de los áticos, que literalmente le adoraban y que llegaron incluso a ofrecerle el trono, el arcontado, de por vida. Él rechazó la oferta. Decía que el trono es sitial del que nadie sale vivo, y que su labor ya estaba hecha y sólo debía ser juiciosamente preservada. Les hizo jurar que no variarían sus leyes (Constitución de Atenas, 594 a. C.) hasta su regreso, diez años después. Solón quería viajar, liberarse de la enorme carga que habían soportado sus hombros. Y conocer Egipto. Eran muchos los fantásticos relatos escuchados en reuniones con viajeros en el androceo de su casa, crátera en mano. Necesitaba ver aquella maravilla con sus propios ojos. Así que se puso en marcha, hollando los pasos de su coetáneo y amigo Tales de Mileto.

 Mapa de la Atlántida, situada en mitad del Atlántico, de Athanasius Kircher (1669) / MUNDUS SUBTERRANEUS

 Mapa de la Atlántida, situada en mitad del Atlántico, de Athanasius Kircher (1669) / MUNDUS SUBTERRANEUS

Mucho tiempo tardó Solón en llegar a Egipto, pues visitó primero Chipre, y después pasó largo tiempo en la corte del rey Creso, último rey de Lidia, del que sabemos gracias a Baquílides que, tiempo después, en el momento más dramático de su vida, al caer en poder del rey persa Ciro y ser conducido a la hoguera, lejos de implorar su salvación a los dioses invocó a Solón. El rey aqueménida le preguntó quién era Solón, a lo que Creso repuso: "Solón es aquel que yo desearía tratasen todos los soberanos de la tierra antes que poseer inmensos tesoros". Egipto maravilló a Solón, porque todo cuanto veía superaba con creces lo escuchado. Tras recorrer las riberas del Nilo se instaló en Sais (año 590 a.C.), la capital de país. Allí trabó amistad con Sonquis, un anciano sacerdote dedicado al culto de la diosa Neit, deidad que los griegos equiparaban con Atenea.

El sacerdote instruyó a lo largo del tiempo a Solón en diversas disciplinas, matemáticas, astronomía, ciencia, y le enseñó a interpretar, dada su insistencia, la escritura jeroglífica. Ante los muchos interrogantes que se agolpaban en la mente del ateniense así profundizaba en su conocimiento de la historia de Egipto, Sonquis acabó revelándole el origen de su civilización. De este modo, el mito de la Atlántida, el Continente sepultado bajo las aguas, llegó a Grecia. Platón recogería en dos de sus diálogos, Timeo, y muy especialmente en Critias, la fabulosa historia. Quizás el mito de la Atlántida no tiene como única fuente el relato de Solón. Muchos griegos célebres visitaron Egipto y se formaron allí, bajo la severa tutela de sacerdotes. En su libro Isis y Osiris Plutarco menciona a Tales de Mileto, Eudoxo de Cnido, que estudió en Memfis, Pitágoras, que se formó en Heliópolis, y al mismísimo Platón.

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Virgilio, Ovidio y Píndaro loaron en sus poemas el destino de Aretusa, bellísima ninfa del cortejo de Artemisa de la que Alfeo, dios del río que lleva su nombre, se enamoró perdidamente. Adoptando la forma de un cazador la persiguió a fin de conseguir su amor. La ninfa se zambulló en la aguas y nadó hasta Ortigia, en Siracusa, donde al emerger rogó a Artemisa que la convirtiera en manantial. Y así fue. Aunque Alfeo, no dispuesto a renunciar a ella, viajó bajo el mar hasta ir a emerger en la misma fuente en que ella se escondía, mezclando de este modo sus aguas eternamente. Muchos fueron los dramaturgos, autores y poetas griegos que viajaron, e incluso se establecieron, en Siracusa, durante los días del reinado de Hieron I, tirano de Gela y Siracusa, amante de las letras y las artes. En su fastuosa corte, y sumidos en la placidez que propiciaba el estanque de Aretusa, se solazaron y disfrutaron de las prebendas del tirano ilustres autores como Esquilo, Píndaro, Simónides de Ceos, Baquílides y Epicarmo, comediógrafo y filósofo presocrático, que fue discípulo de Pitágoras e introdujo en sus versos el pensamiento del gran matemático.

Esquilo, padre de la tragedia, insigne ateniense de linaje ilustre, de la casta eupátrida, nacido en Eleusis e iniciado en los misterios y ritos de Démeter y Perséfone, gozó en vida de una celebridad sólo reservada a los más grandes tras la muerte. Autor de Los Siete contra Tebas, Prometeo encadenado, La Orestiada (trilogía de Agamenón, Las Coéforas y las Euménides), empuñó la sarisa y cargó con el hoplón, o rodela familiar, uniéndose a los que corrieron a detener a Dario, el rey persa, en la playa de Maratón –entre ellos sus dos hermanos, Cinégiro y Coridón; el primero hallaría la muerte allí–, y que cargaron en una gesta épica y desesperada, al saber que todo dependía de ellos ya que las falanges espartanas no llegarían a tiempo al lugar.

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Años más tarde, cuando Jerjes, hijo de Dario, invadió la Hélade con un ejército inmenso que según Herodoto secaba los ríos a su paso al beber, Esquilo no titubeó a la hora de empuñar las armas una vez más. Luchó en la sangrienta naumaquia de Salamina, y también en la llanura de Platea, y quizá también en el primer encontronazo de las flotas en el Cabo Artemisio, algo más al norte de Las Termópilas. Una vez vencidos y expulsados los bárbaros, Esquilo trabajó en Los Persas, la tragedia de exaltación nacional que llevaría a toda Grecia a adorarle. Los Persas se representó muchas veces en Atenas, y en todos los teatros del mundo helénico. E impulsó a Esquilo a visitar por vez primera Siracusa, a fin de supervisar los ensayos de su obra. Agasajado por Hierón I, que le regaló una casa en Gela, acabó allí sus días. Se cuenta que murió al pasear por la playa, cuando un águila arrojó a una tortuga desde lo alto a fin de romper su caparazón y poder devorarla, cumpliendo con un vaticinio que había augurado que el dramaturgo moriría "fulminado por un dardo arrojado desde los cielos"

Esquilo arrastró a su amigo y gran poeta Píndaro hasta Siracusa. Píndaro, maestro incomparable en lo referido a odas, epinicios, partenos, ditirambos y epigramas, poeta de verbo eufónico y exaltado, prefirió alejarse de Atenas. Su origen tebano tras las Guerras Médicas le convertía en persona non grata en la ciudad. Tebas no colaboró en la defensa de la Hélade ante los persas, ni suscribió el Pacto de Corinto en el templo de Poseidón que las polis, con Temístocles y Leónidas al frente, lideraron. Tras la victoria de Platea, los aliados arrasaron Tebas. Y Píndaro hizo, muy prudente, el equipaje.

Mapa de la antigua Siracusa (Italia)

Mapa de la antigua Siracusa (Italia)

En Siracusa siguió escribiendo. Dedicó laudos a su anfitrión, Hierón I, a fin de celebrar sus victorias en los Juegos Píticos y en los Juegos Olímpicos, y se llevó a cara de perro con Baquílides, sobrino de Simónides de Ceos –creador de la mnemotecnia–, quien le arrebató un importante encargo literario del tirano. Baquílides era panhelénico y recriminaba a Píndaro y a los tebanos su papel durante la guerra con Persia. Pero no todos los ilustres escritores que animaban las cultas veladas de la corte de Siracusa fueron hombres. También desembarcó allí, y por espacio de seis años, Safo, la poetisa de Lesbos, a quien Platón consideraba la décima Musa, y no por asuntos literarios o culturales, sino por haber sido condenada al exilio por Pitaco, tirano de la isla contra el cual Safo había conspirado buscando darle muerte.

Indudablemente el griego más famoso, no foráneo, nacido en Siracusa, cuyo nombre quedaría vinculado a la ciudad para siempre, fue Arquímedes, inventor, ingeniero y matemático, experto en astronomía, al que debemos infinidad de avances en física, palancas, hidrostática, volúmenes, cálculo de áreas, número pi, maquinaria bélica, tornillos, espirales y teoremas y principios. Uno de los más grandes y eminentes científicos de la Antigüedad. Vivió muchos años después de los literatos mencionados. Gracias a Plutarco y a los textos conservados de Polivio y Tito Livio, sabemos que Arquímedes, que tenía parentesco familiar con el rey Hieron II (306-215 a. C.), hizo enloquecer con su extraordinaria inventiva a los romanos .

Arquímedes (1630) / JOSÉ DE RIBERA

Arquímedes (1630) / JOSÉ DE RIBERA

Arquímedes defendió con su ingenio, y durante dos años, la ciudad de Siracusa, expugnada por la flota romana al mando del cónsul y comandante Marco Claudio Marcelo durante la Segunda Guerra Púnica, entre Cartago y Roma. Sus inventos llevaron a la desesperación a los asediadores. Ideó y construyó todo tipo de máquinas bélicas, torres, poleas, garfios y mecanismos; incluso planchas metálicas bruñidas que proyectaban y concentraban el calor del sol y hacían arder como yesca las galeras romanas. Al parecer, cuando finalmente los romanos lograron entrar en la ciudad, un soldado irrumpió en el jardín de Arquímedes, mientras el sabio se entretenía en garabatear fórmulas y diseños en la arena. El matemático reprendió al soldado por pisotear su trabajo, y éste lo atravesó con su espada ignorando quién era. Marcelo había dado orden de preservar su vida. Al enterarse de su muerte, se dice que hizo ejecutar al soldado.

Todos los elogios merecidos por Arquímedes se quedan cortos al hablar de Pitágoras. Matemático y místico nacido en Samos. Hijo de un mercader de Tiro, viajó por todo el mundo. Aunque no dejó nada escrito sabemos muchas cosas de su vida gracias a Diógenes Laercio, Porfirio y Jámblico. En sus estancias en las colonias griegas de Asia Menor recibió enseñanzas esotéricas de caldeos y sirios. Ferécides de Siros, Tales y Anaximandro fueron algunos de sus maestros. Se embebió de conocimiento matemático y astronómico junto a Tales, que le instó a continuar su formación en Egipto. Más allá de las tierras del Nilo, sus pasos le llevarían a Arabia, Babilonia e incluso a la remota India, y a recorrer la práctica totalidad de la Hélade.

Retrato de Pitágoras (1630) / JOSÉ DE RIBERA

Retrato de Pitágoras (1630) / JOSÉ DE RIBERA

No existe razón que explique el motivo que le llevó, tras tan extensos viajes, a establecerse en Crótona, en la Magna Grecia, aunque algunos apuntan que la razón fue escapar de la tiranía de Polícrates. En Crótona Pitágoras fundó, obsesionado por la pureza, el secretismo y el vegetarianismo, su célebre escuela pitagórica, hermética, abierta a hombres y a mujeres, dedicada al estudio de la geometría sagrada (ángulos, sólidos perfectos, raíces cuadradas), la astronomía, la música (escalas matemáticas, armonía) de las esferas, las matemáticas –la realidad y el universo fenoménico es de naturaleza matemática–, la filosofía –como sistema de purificación espiritual–, y la ascesis y vida retirada como forma de unión con lo divino. Los estudiosos se refieren a los pitagóricos, por sus características y comportamiento, como a una secta de manual. Olvidan que en el mundo antiguo, y poco importa que hablemos de ciencia babilónica, egipcia o griega el conocimiento de la mecánica del universo, el corpus hermeticum, las leyes sagradas que rigen la Creación, y las señales, signos y ritos utilizados para reconocerse entre ellos, estaban vedadas al profano y al iletrado. Sagrada e inexpugnable Tetraktys.

Quizá debido a que algún alumno fue rechazado por Pitágoras –esa posibilidad la apunta Jámblico, al referirse a Cilón, un noble rico, poderoso y tiránico de Crótona–, o a que el poder y prédica que la escuela detentaba en la región era mal soportado por los plutócratas de la época, se desencadenó, en el año 508 a. C., una sangrienta persecución de los pitagóricos. La leyenda cuenta que Pitágoras fue capturado al no atreverse, en su huida, a cruzar un campo sembrado con habas. Los pitagóricos las aborrecían y las tenían prohibidas. Aun así logró zafarse de sus perseguidores. Vivió el resto de sus días y murió en Metaponto. Su contribución a la ciencia, la música, la medicina, la filosofía y la astronomía es inmensurable.

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También hasta la Magna Grecia viajó Herodoto, incansable trotamundos, geógrafo, narrador y padre de la historiografía. Concretamente hasta la ciudad de Turios (430 a.C.), donde escribiría los célebres nueve libros de su monumental Historia, dedicando cada uno de ellos a una musa, y ofreciendo una visión panorámica de las Guerras Médicas, trufada con infinidad de detalles, comentarios, análisis y anécdotas de tipo etnográfico y descripción de personajes y costumbres. Mezclar hechos contrastados, datos verificables, con opiniones vertidas por fuentes anónimas le supuso al historiador no pocos reproches en vida. Sin embargo no hay fuente más formidable que su relato para conocer uno de los momentos más dramáticos de la historia de la Hélade.

A fin de evitarse ese tipo de críticas, su sucesor, Tucídides, descartó por completo lo anecdótico y no cotejado en su épico relato. A él le tocó compilar en su obra Crónica de la Guerra del Peloponeso todo lo sucedido en el conflicto bélico entre Atenas y Esparta hasta el 411 a. C. Su forma de trabajar, huyendo de vaguedades y fuentes no verificables le ha supuesto el ser considerado el primer historiador científico y padre del realismo político. Es denso y conciso y no da cabida a fantasías ni a elementos literarios. Él mismo consideraba a Herodoto un simple logógrafo, o un divulgador de la historia de los de estar por casa. Además de su trabajo como historiador, fue político y estratega militar, al mando de una escuadra de la flota, aunque en esta última faceta fracasaría y se ganaría un destierro de veinte años, que aprovecharía para viajar y escribir su obra principal. Es el historiador de referencia de Salustio y Tácito.

Edición de la 'Poética' de Aristóteles de 1780.

Edición de la 'Poética' de Aristóteles de 1780.

El gran Aristóteles, figura clave de la filosofía occidental, sabio mutidisciplinar y avezado científico vivió un sinfín de idas y venidas a lo largo de su vida. Discípulo de Platón fue miembro relevante de La Academia de Atenas, por espacio de 20 años. Tras la muerte de Platón se instaló en Aso (Turquía) donde contraería matrimonio y sería padre de una hija. Posteriormente estudió zoología y biología en Mitilene (Lesbos) junto a Teofastro, que tomaría el relevo al frente de los filósofos peripatéticos, aquéllos que reflexionaban y disertaban mientras paseaban o hacían camino. Siendo hijo de Macedonia, Aristóteles no dudó en regresar a su tierra respondiendo a la llamada del rey Filipo II a fin de convertirse en tutor de su hijo, Alejandro Magno. Culminada su educación regresó a Atenas, fundando, en sustitución de la Academia Platónica el denominado Liceo de Atenas. Pero el odio ateniense hacia los macedonios y su expansionismo le obligó a huir a Calcis (Eubea) donde acabaría sus días. Su inmenso legado a la posteridad: un Corpus Aristotelicum, conformado por unas 200 obras de las que, lamentablemente, sólo han llegado hasta nosotros treinta y una.

Plutarco, biógrafo, historiador, filósofo moralista, magistrado y embajador, autor de las maravillosas Vidas Paralelas –biografías de insignes filósofos y personalidades griegas y romanas– anduvo por esos mundos de Zeus como pocos lo hicieron, en los días del emperador romano Claudio. Nacido en Queronea (Beocia), holló las lejanas tierras de Egipto; estudió en Atenas, bajo la tutela de Amonio; recorrió Patras, Eleusis, Corinto, Eubea y Delfos, en cuyo santuario fue sacerdote de Apolo, y visitó en tres ocasiones Roma, ciudad en la que tenía muchos amigos que le facilitaron la ciudadanía romana. Es junto a Filóstrato, Luciano de Samosata y Juliano el Apóstata –recuerden la monumental e insuperable novela histórica de Goré Vidal Juliano el Apóstata– el máximo representante de la denominada Segunda Sofística o renacimiento de la retórica griega, que se extiende temporalmente entre el s. I al s. IV d. C.. A pesar de su pasión por el viaje siempre regresaba a Queronea, lo que demuestra que tras un millón de pasos no hay nada mejor que el regreso al hogar.

Plutarco, Vidas paralelas

Estos insignes filósofos, pensadores, políticos, científicos, maestros e historiadores representan sólo una muestra de la inquietud y avidez intelectual mostrada por los griegos de la antigüedad; su afán de conocimiento les impulsó, a lo largo de sus días, a recorrer a pie, a lomos de monturas o por mar, los caminos del mundo; a observar, consignar, aprender y reflexionar para luego poder narrar. Su desvelo, su legado, es nuestra mayor riqueza como civilización, porque se empeñaron en leer, en sus viajes, todas y cada una de las páginas del metafórico libro de la vida de San Agustín de Hipona. Sin ellos no seríamos nada. Honor y gloria eterna a todos ellos y a la bendita Grecia, donde todo empezó.