Cualquier ciudadano que haya vivido tres o más lustros bajo el franquismo recordará el impacto simbólico que producía en pueblos y ciudades las cruces a los caídos, cómo se conservaban y cómo se realizaban a su alrededor celebraciones en recuerdo de sus muertos el 29 de octubre de cada año o el 20 de noviembre, en memoria de José Antonio Primo de Rivera. Desfiles, coronas, discursos y todo tipo de parafernalia debidamente acompañada de una multitud fiel u obligada a asistir. En la portada de Cruces de memoria y olvido, un excelente estudio de Miguel Ángel del Arco sobre los monumentos a los caídos de la guerra civil española (Crítica, 2022), se reproduce una imagen icónica del uso de jóvenes y niños para fomentar el recuerdo de aquellas víctimas, en un acto organizado en Granada en los años cuarenta.
Fue mucho más habitual que puntual está forma de adoctrinar, y no sólo en los inicios del franquismo. Aún recuerdo como el 20 de noviembre de 1971 un viejo autobús llegó a la puerta de la academia de barrio donde estudiaba primaria, nos obligaron a subir y nos llevaron hasta el monumento a los caídos en la avenida Diagonal de Barcelona, donde estuvimos esperando a las autoridades, encabezadas por el ministro de la Vivienda, para después acabar cantando el Cara al sol, lanzar vivas a Franco y al líder fusilado de la Falange. Y todo sin permiso paterno alguno. Unos meses más tarde, en mayo de 1972, el monumento sufriría el primer atentado.
Han sido y son constantes los esfuerzos de todo tipo de Estados –o de protoestados– por construir una memoria oficial, que se superponga a la historia con el fin de crear una identidad con un objetivo político concreto. No existe la memoria única, ni siquiera lo es ni puede serlo la democrática. Ya sólo pensarlo y desearlo es un oxímoron, en el calificativo unicidad y pluralidad es incompatible. Las memorias pueden ser individuales, familiares, sociales, grupales, de género, nacionales, globales…, pero siempre plurales, aunque sean antagónicas o convergentes, conflictivas o complementarias.
Una de las estrategias más compartida en la época contemporánea ha sido entrecruzar memoria y muerte. Conmemorar las muertes como forma de generar y reinventar una memoria colectiva de largo impacto y recorrido. Miguel Ángel del Arco analiza en este volumen cómo el franquismo impuso y desarrolló el mito de los “caídos por Dios y por España”, un proyecto que fue mucho más lejos que la elaboración de una memoria monumental de la Guerra Civil. La permanencia aún hoy día de algunas de estas edificaciones, en su emplazamiento original o no, convierte este excelente estudio en una referencia imprescindible en el complejo debate sobre historia y memoria histórica.
Un debate que aún sigue abierto y que condiciona la mayor parte de la producción historiográfica sobre la España del siglo XX, además de poner en evidencia la precaria, timorata o contradictoria política memoralística de los gobiernos democráticos frente a las exigencias reparadoras de una parte de la sociedad civil. Entre tantas polémicas reivindicaciones de parte, quizás haya más oferta que mercado, y hasta cierto punto estemos viviendo una hipertrofia de la memoria, presente en todo tipo de productos audiovisuales, museísticos, monumentales, etc. Y ante tantos inputs relacionados con el pasado guerracivilista reciente el problema se ahonda, porque en este mundo, como afirma Del Arco, si es la memoria lo que deseamos, es la historia lo que en realidad necesitamos.
El mito del caído comienza en España el siglo XIX con las celebraciones de días en recuerdo de los mártires de la Guerra de Independencia, de pronunciamientos liberales... Un mito que tomó más fuerza en la Europa del siglo XX tras la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, durante el período de entreguerras por el impulso del nazismo y el fascismo. Pero, tanto en España como en el resto de Occidente, los usos y abusos de la memoria de la muerte tienen un largo recorrido en los últimos quinientos años. La glorificación de la memoria de la muerte con la cruz como símbolo arranca mucho antes y tuvo una proyección extraordinaria gracias a la labor mediática del Santo Oficio de la Inquisición, desde fines del siglo XV hasta mediados del siglo XVIII, cuando ya la secularización de las celebraciones necrológicas se redujo a actos relacionados con las muertes de miembros de la familia real.
Durante trescientos años, la Inquisición desarrolló un programa iconográfico en el que la cruz, como signo de reconciliación y exclusión al mismo tiempo, estuvo presente en cada uno de los actos u objetos relacionados con la administración de la memoria colectiva española, católica y antijudaica por definición. Es significativo que en el debate que abrió el Santo Oficio en 1788 sobre qué hacer con los restos de cruces y sambenitos que aún quedaban como símbolos de la memoria de la infamia y la identidad católica española, algunos inquisidores opinaron que dicha memoria seguía siendo útil para explicar el pasado y para alargar la credibilidad a la autoridad de la agonizante institución, seguían siendo un instrumento útil al servicio del poder. Otros, por el contrario, informaron que la continuidad de dicha memoria colectiva condicionaba el presente de muchas familias que ya no tenían nada que ver con el pasado herético de sus familiares condenados.
Quizás sorprendan las similitudes en la evolución de las políticas de la memoria oficial. El problema de esas memorias –antes y ahora, bajo la Inquisición, el franquismo o en democracia– es cómo continuaron y se han seguido transmitiendo y administrando las postmemorias, que han acabado convirtiéndose en memorias protésicas, memorias adquiridas con posterioridad con toda la carga de certezas y falseamientos que conllevan. En palabras del profesor Del Arco, estas memorias “no son buenas compañeras para conocer las complejidades del pasado”. Y este es el mayor reto al que se enfrenta este libro sobre las cruces a los caídos: ¿cuál es la credibilidad de la memoria histórica como documento para conocer y comprender el impacto, desarrollo y decadencia del programa monumental del franquismo? Y, aún más, ¿se pueden construir memorias plurales desde una investigación rigurosa y seria del pasado? Del Arco confirma que sí es posible una nueva memoria, siempre que tenga en cuenta las nuevas exigencias de la ciudadanía global. De ahí que otro objetivo del trabajo haya sido poner en evidencia la imperiosa necesidad de superar las memorias nacionales, las construidas largamente desde el siglo XIX o las que se han empeñado en inventarse en los primeros decenios del XXI.
Aunque el libro se plantea con una metodología característica de los estudios de la memoria y sus políticas, los recursos utilizados son necesariamente eclécticos. El punto de partida es la historia de la cultura política, con un enfoque que se inserta de pleno en la historia cultural de los discursos, prácticas y representaciones. Ciertamente, sin perspectivas culturales es casi imposible explicar el pasado. Tampoco se deja de lado en este libro la siempre fructífera historia oral y la pujante historia pública, que en los últimos años está generando interesantes actividades entre iniciativas de parte de la sociedad civil y los proyectos investigadores dirigidos desde el mundo académico.
El volumen está estructurado en tres grandes bloques. En el primero se aborda el contexto bélico que propició la construcción de monumentos, cómo se inventó el mito de los caídos por Dios y por España hasta convertirlo en piedra angular de la Nueva España alcanzada tras la Cruzada. No hay duda sobre la utilidad política del mito y de qué manera sirvió para el impulso de un nuevo concepto de comunidad nacional, constituida por los verdaderos españoles, fieles al régimen y devotos de la fe católica. Los católicos, monárquicos y carlistas realzaron la pérdida de la vida como sacrificio a Dios por España. Los falangistas venerarán a los caídos como entrega a la Patria, principal dogma de su totalitarismo.
Y es en ese punto de partida martirologio de 1936, donde interviene la Iglesia para justificar la convergencia de la muerte religiosa con la nacional, y cuando tendrán un rol excepcional el primer caído falangista (Onésimo Redondo) y el primer asesinado monárquico (Calvo Sotelo). El fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera, el 20 de noviembre del primer año de la guerra, facilitó la culminación de la idea propagandística de los caídos y su traslado a la monumentalidad: “A la aurora, ya el Ángel derribado, / cedía al vencedor su propio nombre / y José Antonio se llamaba España”, escribió Eugenio d’Ors en un soneto en honor del líder falangista.
Es sabido que fueron legión los intelectuales y artistas, partidarios del golpe y la insurgencia, que tuvieron un papel clave en la elaboración, difusión e implantación del mito de los caídos. Cada uno con su bagaje cultural e ideológico, heredado o mutado durante los años de la guerra. Muy ilustrativa es la evolución de artistas catalanes como el cartelista Pere Pruna que, de pintar una Alegoría de la República pasó a ser un eficaz colaborador de la propaganda franquista, actitud fascistoide que no ha impedido que el Ayuntamiento de Barcelona le haya dedicado en democracia un Centro Cívico para fomentar la cultura y el estímulo a la creatividad. No menos conocido fue el colaboracionismo artístico del pintor Josep María Sert con la causa nacional, especialmente en Vic.
Continúa vigente, pues, la cuestionable tesis entre los contemporaneístas de que la Guerra Civil fue la hora cero de la cultura del franquismo. Esta interpretación es el resultado de asumir como único discurso el adanismo de los ideólogos del nuevo régimen. La realidad discursiva y simbólica apunta más a una amalgama de recreaciones heredadas que de invenciones nuevas. La guerra de significados fue acumulativa, y bebe incluso de la España confesional del Antiguo Régimen y de las resistencias mentales, como hubiera recordado Bartolomé Bennassar. Es cierto que hubo elementos más novedosos y poderosos, como el nacionalismo, dotados de una vigorosa retórica movilizadora, aunque, en muchos pasajes, siguiera siendo deudora de la España metafísica del Barroco.
Muchas de esas primeras cruces fueron reposiciones de tantas otras que ya habían ocupado espacios públicos desde siglos atrás, tal y como constata en el segundo bloque de este libro, donde se analiza el significado y la estética de dichas edificaciones y cómo se construyeron, presididos siempre por la cruz y con el firme propósito de recordar únicamente a los insurgentes vencedores y olvidar a los republicanos vencidos. Llegado el momento de tener que elegir entre la cruz y la hoz y el martillo como símbolos de una España en guerra, muchos conservadores –fueran más liberales y republicanos o más reaccionarios y monárquicos–, no duraron en escoger el crucifijo como identidad de la comunidad nacional o patria que querían defender.
Superponer con éxito a esta opción la idea de cruzada sólo fue cuestión de meses y de alianzas sobrevenidas: el nacionalcatolicismo, sin estar etiquetado aún, ya se había puesto en marcha con una cohorte de menendezpelayistas al servicio del discurso historicista y del urbanismo de la victoria. Aunque el diseño en piedra de lo sucedido formó parte de un programa dirigido desde arriba, son muy numerosos los testimonios que muestran que no sólo las elites participaron de esta creación, también hubo colaboraciones en todos los grupos sociales que reforzaron o matizaron la estética, según el caso, de dichos monumentos.
Para la erección de las cruces de los caídos se evitó emplazamientos alejados del centro, con el fin de evitar gestos irreverentes o ataques indeseados a estos nuevos altares patrios, alzados con materiales pétreos, con apoyos sociales y económicos de diverso signo y condición, pero con preeminencia de las autoridades locales. Según el presupuesto de cada lugar se levantaron cruces adosadas, exentas o monumentos de excepcional composición, con sus respectivos escudos y emblemas. Sobresalen los casos de ciudades y pueblos catalanes –como Girona, Valls, Vic– por su generosidad en la inversión en comparación con el resto de otras urbes de similar dimensión. La Nueva España contó, a todos los efectos, con el favor de la Cataluña vencedora, catalanista, carlista y monárquica.
Aunque el clasicismo imperial –con el herreriano Escorial como inspiración– fue el estilo impuesto desde Madrid, en muchas ciudades hubo variantes. Especialmente reseñables fue el monumento levantado en Sabadell que, después de varios versiones y retoques, acabó reflejando el origen industrial de sus líderes falangistas, que de ese modo evitaron insertar símbolos carlistas tan familiares para sus vecinos del Osona o el Berguedà. El franquista Vic optó por una detallada comunidad textual de su larga lista de mártires, y en lugar de ser grabados sus nombres en piedra fueron escritos en un pergamino, guardado en un vaso de cristal e incrustado en el hueco de un sillar.
Qué mejor manera para conservar la memoria de los vencedores en el corazón de la Cataluña carlista y rural, hoy metamorfoseada en integrista y separatista. En el centro urbano de la industrial Terrassa, y después de varias correcciones que prohibieron incluir las iniciales PAX, se erigió un monumento excepcional dedicado a los salvadores de España, pero no sólo a los soldados del bando vencedor en la guerra, sino también a los cruzados de la Reconquista. Y, para mayor originalidad y realce del conjunto escultórico, en el centro se situó a una mujer joven, símbolo de la patria, con el brazo en alto.
En un estudio de esta extensión era inexcusable un análisis detenido del Valle de los Caídos. En las páginas dedicadas al monumento y su entorno reconstruye muy bien cómo se impuso el triunfalismo excluyente franquista y el recurso al colosalismo inserto en una determinada visión nacionalista de la historia católica e imperial española. La reconciliación no estaba ni era deseada por los vencedores en aquellos años. Hubo que esperar a la década de los 60 para comenzar a atisbar cambios en las celebraciones, menos belicistas y más orientadas a recordar los logros del régimen en pro de la paz y el desarrollo.
Pese a todo, el monumento de Cuelgamuros siguió siendo un gran dispositivo de violencia cultural, símbolo referencial de todas las cruces a los caídos repartidas por la geografía nacional. No es casual que, pese a la retirada en 2019 de los restos mortales del dictador, el monumento continúe siendo lugar de peregrinación para creyentes en el dogma nacionalcatólico españolista, militares o no. Como recuerda Miguel Ángel del Arco, urge una intervención para musealizar el Valle de los Caídos y evitar el uso sectario de este lugar, en tanto que es espacio de memoria pública que ha de ser despojado de mitos políticos.
El estudio de la evolución histórica de los monumentos hasta 2021 pone en evidencia el estado actual de las batallas de la memoria, en algunos casos alentadas por iniciativas ciudadanas y académicas o por políticas institucionales de la memoria historia, en otros por un descarado “robo de la memoria”, una lúcida expresión con la que ya en 2006 el profesor Canales Serrano explicara cómo se produjo en Cataluña la transferencia de la memoria de los vencidos (republicanos en su mayoría) a una parte de la derecha catalanista para, de paso, exculpar a los vencedores franquistas catalanes, y generar una identidad catalanista ficticia víctima del franquismo y de España.
Cualquier política memoralística no es válida. Como sugiere Del Arco, para superar un pasado traumático en una sociedad democrática, es imprescindible “una historia compleja y crítica como compañera de viaje”. Los nacionalismos, actuales o viejunos, siguen siendo un lastre para una memoria plural, en la que todos puedan sentirse integrados. La memoria histórica es incompatible con los objetivos retrógrados y guerracivilistas de estos movimientos nacionalistas, empeñados en imponer la hegemonía de sus sectarios recuerdos. Ellos, y no sólo la memoria franquista, son el mayor obstáculo para una memoria histórica, democrática y plural.
Excurso final: un caso singular
En Paymogo, un pequeño pueblo del Andévalo andaluz, se levantó en 1939 una cruz a los caídos, adosada sobre una bandera de Falange a una pared del céntrico Pósito de granos del siglo XVIII, frente al Ayuntamiento. Exactamente en el mismo lugar donde subieron al camión a las varias decenas de vecinos que fueron fusilados por los falangistas. El espacio fue conservado como lugar de memoria oficial durante todo el franquismo, hasta que en agosto de 1977 sufrió un atentado vandálico con pintura. Los vecinos contiguos adecentaron el lugar. Esa misma noche, el mismo grupo de desconocidos quitaron (ilegalmente) los nombres franquistas de las calles y en su lugar pusieron las denominaciones anteriores a la guerra del 36.
Tras el acceso del PSOE a la alcaldía en las elecciones de 1983, el pleno decidió renovar el nomenclátor y trasladar la cruz al cementerio municipal, colocando la lápida a los caídos en una tumba separada e incrustando una escueta referencia al pie de la cruz: “Por las víctimas, 1936-1939”. Los socialistas se olvidaron intencionadamente de las otras muchas que hubo después.
Diez años más tarde, otro consistorio socialista, urbanizó el lugar céntrico con una fuente y un jardín, y pasó a ser conocido popularmente como la Fuente de los Caídos. Una década después el Pósito se transformó en biblioteca municipal, y desde entonces el viejo lugar se nombra ya como la Fuente de la Biblioteca. La desmemoria colectiva ha vencido. Aunque siempre queda un resquicio para evitar el olvido si en la cruz, que aún aguanta solitaria en el cementerio, se añadiese: “Por las víctimas y sus verdugos”.