El retablo del desengaño

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Filosofía

El retablo del desengaño

La sátira política, un género menor creado por Menipo de Gandara, permitió a Quevedo retratar las sombras de una España imperial donde lo aparente nada tiene que ver con lo real

31 octubre, 2017 00:00

La sátira es la invención de un cínico: Menipo de Gandara, un tipo de cuya vida se sabe poco o nada y cuya biografía oficial responde más a la imaginación que a los hechos ciertos. Según las referencias, no siempre fiables, de los cronistas clásicos, fue un esclavo liberto que se enriqueció gracias a la usura y terminó suicidándose tras perder su fortuna, cosechada mediante el sacrificio de los demás. Fue también uno de los más desinhibidos hibridistas de su época: en sus violentas diatribas morales mezclaba sin problemas la prosa con el verso, lo trágico y lo risible, lo bello y lo vulgar. Velázquez lo pintó, muchos siglos más tarde, vestido como un mendigo con cara de truhán, embozado en una capa anacrónica, con la nariz de un borrachín y esa expresión de relatividad de quien sabe --porque lo ha vivido en sus carnes-- que la vida no es más que una sucesión de aspiraciones pasajeras y que hasta los mayores señores del orbe son capaces de pedir fiado, como pordioseros, para costearse sus vicios.

Sus obras, que destacan por la subversión de las pautas estilísticas tradicionales --lo trascedente se torna en ellas cómico, alterando la jerarquía del decoro--, inauguran una tradición de literatura prosaica que se atreve a censurar a las élites de su tiempo, que es el consuelo de los pobres impertinentes que saben que no llegarán a nada en la vida porque no existe cima que sea permanente. El género tuvo cierto éxito, probablemente por su sinceridad extrema, y se extendió como una forma literaria periférica, consagrada a los héroes vulgares, que estrictamente no son tales, durante la Edad Media y parte de nuestro Siglo de Oro, cuando Francisco de Quevedo y Villegas, ese prodigio de la naturaleza, lo renueva para aplicarlo, alegóricamente, a su presente, ese tiempo eterno que es también el nuestro. Lo vemos en sus célebres Sueños, en el Discurso de todos los diablos y en La hora de todos. En estas obras el espectador vislumbra el mundo como un espectáculo grotesco que desvela una verdad oculta: todo, absolutamente todo, es vanidad de vanidades. Desde el sexo a la codicia, pasando por el amor, la justicia y la patria, esa patología. Las sátiras quevedianas tienen un deslumbrante tono bíblico: muestran la vida vuelta del revés, contada por un evangelista diabólico, realista e impío que mira el universo como el retablo de su gigantesco desengaño.

El mundo, un drama incorregible

La hora de todos es un cuento terrible narrado mediante estampas antagónicas: Júpiter decreta que en un día concreto del tiempo todos los hombres del orbe se topen de repente con lo que cada uno se merece. El mundo, por un instante, queda ordenado, pero el remedio resulta peor que la enfermedad, al destrozar a reyes, repúblicas y reinos. Tan insoportable resulta la justicia estricta que el dios del Olimpo decide restaurar el desorden, confirmando así que es imposible reformar el carácter del ser humano, al que la felicidad transforma en un demonio. El mensaje parece cristiano, pero tiene que ver con un motivo clásico, anterior en el tiempo: el pathei mathos, que concibe el sufrimiento, concebido como ascesis, como la única vía para alcanzar la sabiduría. El infortunio es lo que nos convierte en santos. Y la guerra el único momento en el que podemos hablar de héroes. Apliquen ambas lecciones a nuestra vida política y verán cómo se cumple esta ley: se gobierna como se es. El carácter es el destino.

Política de Dios y Marco Bruto, dos de las sátiras quevedianas compuestas al estilo menipeo, contienen escenas que parecen sacadas de nuestros días: literatos comprados que se dedican a la industria del elogio, validos que destruyen monarquías seculares, la justicia como una flor corrupta, la honda infamia de los letrados y los burócratas y, por supuesto, la Razón de Estado, formulada por Maquiavelo. El mundo, nos dice Quevedo, es un drama incorregible. No puede arreglarse por decreto. Todas ideologías políticas son falaces. Los pobres quieren hacer la revolución para convertirse en ricos y los potentados tienen pesadillas recurrentes en las que son víctimas de rebeliones imaginarias. La justicia no es lo mismo que la democracia. Lo que hacer girar la Rueda Fortuna, como decía Boecio, es el caprichoso azar. Para muchos este retrato quevediano del mundo está colmado de contradicciones (en parte biográficas) y no destila en sus líneas ni una sola gota de optimismo. No ofrece vía de escape, salvo la risa. Puede ser. Pero, al mismo tiempo, ¿quién puede quitarle la razón?