Cubierta de 'Yo Robot', de Asimov, en la edición en catalán de la editoral 'Labutxca'

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Ficción

Astronautas de la escritura

Autores como Isaac Asimov, Ray Bradbury o Philip K. Dick anticiparon en sus relatos de ciencia-ficción muchas de las ‘naturalezas sociales’ de las que somos rehenes

11 septiembre, 2020 00:10

El futuro es el destino del hombre. Un horizonte desconocido bajo el cielo y el azul cósmico encima de nosotros que siempre ha estimulado el primer viaje de la mente: la imaginación. Esa llave maestra que convierte lo desconocido y lo imposible en territorios conquistables. Su manejo tuvo en los exploradores a los primeros aventureros; a quiénes le siguieron los científicos con trabajos de campo y, posteriormente, desde sus laboratorios de comprobaciones; y entre ambos, los escritores. Esos contadores de historias que en sus tramas sobre el porvenir y sus mundos unieron la ciencia y la ficción en un lenguaje visual, orfebre de la huella de lo real y de la intuición de lo ignoto. Polvo de estrellas y polvo del fondo ígneo de la tierra. Su mezcla es la materia de nuestra alma, y también de ese género literario que acuñó Hugo Gernsback, editor de la revista Science Wonder Stories, en 1929. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de ciencia-ficción?

La respuesta fue simple para Isaac Asimov, uno de sus padres a la vez que excelente divulgador de las ciencias biológicas y químicas, de la materia, del átomo y de la teoría de la relatividad. No sólo en conferencias y en textos académicos, sino a través de una literatura con la que se divertía –siempre está la figura del doble para escapar de lo razonable– imaginando lo que podría desembocar en una realidad que curiosamente miró mucho al espacio en la época más dura de la Guerra Fría. 

I, robot, Isaac AsimovEl autor de la saga de Fundación, su novela más célebre publicada en 1951, sostenía que la ciencia-ficción no era otra cosa más que viajes extraordinarios a cualquiera de los futuros concebibles. En su certeza aludía a la Odisea y a las historias de Simbad plagadas de monstruos, de escenarios extraños, de inquietantes amenazas. Sin embargo, en ninguno de estos relatos épicos la capacidad visionaria de sus autores se adelantó a lo impredecible del tiempo. Sí lo hizo Asimov al hablar en sus libros de las llamadas telefónicas en las que podríamos ver a nuestro interlocutor; al vaticinar misiones no tripuladas a Marte; cuando en 1988 predijo los problemas del efecto invernadero, y con sus tres célebres leyes éticas de los robots para controlar su comportamiento, en el estupendo libro Yo, robot de 1950. No quiero olvidarme de un aforismo cuya fuerza es su concepto de presente en el pasado, en su época, en la nuestra, y en la que asomará no se sabe de qué manera mañana: “Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”.

El autor de la saga de

Ray Bradbury, en su mesa de trabajo

Ray Bradbury

Su centenario de cuna lo festeja igualmente la memoria de Ray Bradbury, el reverso de la misma moneda. De hecho, fueron amigables adversarios en el mismo género y su éxito también fue compartido. Lo mismo que Asimov, el chico de Illinois adicto a los tebeos de Flash Gordon fue más allá de la inspiración transgresora de la literatura y anticipó la domótica y la realidad virtual en sus historias, alejadas de toda base científica pero con una formidable capacidad para crear las naturalezas sociales de la que actualmente somos rehenes. 

A punto de ebullición están los libros, la lectura, la rebeldía de pensamiento, la capacidad imaginativa del ser humano en este presente donde el poder político favorece la lobotización de la cultura, el alienamiento de las personas y la uniformidad social a través de esa medusa llamada televisión, que convierte en piedra a millones de personas que todas las noches la miran fijamente. Lo abordó Bradbury en su fantástica novela Fahrenheit 451 (1953). Una de las tres grandes distopías literarias del pasado siglo, junto con 1984, de Orwell y Un mundo Feliz, de Huxley.  También abrió la ventana a la posibilidad de los viajes en el tiempo para ir de cacería a la prehistoria de los dinosaurios en Las manzanas doradas del Sol, otro de sus regios relatos.

Fahrenheit 451, BradburyLa extensión literaria que dominó con un lenguaje cautivador y pop, capaz de convertir lo fantástico en una sombra presente en la cotidianidad de lo real. Un buen ejemplo es El hombre ilustrado, una joya literaria desde la que uno puede iniciarse en el viaje hacia los confines de la literatura, y en una larga obra definida por su denuncia contra los peligros de lo tecnológico frente al humanismo, por su conciencia narrativa del ecologismo y el efecto poético en la prosa, y por el oráculo de lo que traerían los tiempos futuros: las pantallas planas, los cajeros automáticos, las redes sociales, los vehículos inteligentes o los audífonos. 

La extensión literaria que dominó con un lenguaje cautivador y

Su estilo, y los mundos retratados desde un expresionismo literario con tintes cinematográficos, lo cultivó igualmente otro de los grandes como Philip K. Dick, autor de los fantásticos títulos ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), Ubik (1969) y Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974), cuya mixtura dio lugar a la mítica película Blade Runner, de Ridley Scott

Philip K. Dick

Philip K. Dick

Sus inquietudes metafísicas, incluso cercanas al misticismo, sobre la búsqueda del lugar del ser humano en el universo, la atmósfera entre el pesimismo, la posibilidad de una esperanza rebelde y el peso del devenir imposible de derrocar, están presentes en su literatura de realidades paralelas, marcada por las ideas políticas de Hannah Arendt, los ensayos de Alan Turing, los arquetipos de Carl Jung, y algunos relatos de Borges, como siempre han destacado sus estudiosos, y evidencian las tramas de sus relatos en torno al concepto de realidad y a la memoria simulada, programada por un ordenador que nos vigila. Sin sus claves no se entienden películas como Matrix o El show de Truman, inspirada en su novela Tiempo desarticulado (1959). 

En la década de los sesenta la ciencia-ficción fue el sol literario del mercado. Los escritores norteamericanos convertían el telón de acero en el espacio y a los rusos en marcianos, camuflado todo con los ingredientes del pop y el auge de las tres viejas preguntas de Arthur C. Clark: ¿Qué somos?, ¿de dónde venimos? ¿hacia dónde vamos? Para él, lo importante de la vida no era saber adónde ir, sino el viaje en sí mismo. Sin ser científico lo entendió muy bien Stanislaw Lem, que planteó dicho viaje obviando las líneas rectas rumbo al futuro y apostando por un zigzagueo de una evolución no lineal, incidiendo en la pregunta de cómo imaginar el futuro cuando se vive inmerso en un presente que sólo es el resultado caprichosos de los pasados acumulados. 

Arthur C. Clarke (1965)

Arthur C. Clarke (1965) / ITU PICTURES

La importancia de ambos conceptos es primordial para entender su concepción de la vida inteligente y el contacto con sus especies, desarrollada en novelas como La voz de sus amo (1968) y Solaris (1961), en las que cuestiona la ciencia, la religión, la ignorancia de la sociedad moderna ante la posibles interacciones con otros seres e incluso con nuestro hábitat, al que no dejamos de agredir. Una novela con los ecos borgianos del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius” acerca de un mundo que concibe los seres como unidad y el tiempo se presenta como una serie de eventos superpuestos. 

El caleidoscopio de la ciencia-ficción multiplica sus imágenes y conceptos a partir de estos cuatro nombres en cuyos espejos convergen otros astronautas de la escritura como William Ford Gibson con títulos como Johnny Mnemonic (1981) y Neuromante (1984), y, más notablemente, J.G. Ballard. Un escritor del desasosiego, muy cercano a Dick y a la idea de lo que Mark Fisher definió como “fragilidad ontológica”, por su ruptura de las fronteras entre ciencia y arte; política y cultura pop; catástrofe ecológica y era espacial; el sexo, los nuevos estilos de poder y de conformismo sociópata abordados en El mundo de cristal (1966), El hombre imposible (1966) y Rascacielos (1975).  

Al final de este viaje es imposible no volver hacia la obra cumbre de Arthur C. Clark 2001: Una odisea espacial, llevada magistralmente al cine por Kubrick y pensar acerca de si el homínido prehistórico que lanza hacia el cielo un hueso no fue Julio Verne, seguro de que se transformaría en un satélite que gira alrededor de la Tierra y del espíritu de Philip K. Dick cuando dijo: “La ciencia-ficción es un conjunto de preguntas que se resumen en una sola: ¿Y si…?”. Nos queda Júpiter y algún planeta intuido al fondo del cosmos pero lo más inquietante continúa siendo el agujero negro del interior de nosotros. El marciano cuya voz nos llama en sueños.