Recuerdo con agrado cuando en una de esas reuniones propuestas por Sociedad Civil Catalana, uno de sus dirigentes ―Joaquim Coll, asiduo articulista en Crónica Global y respetado investigador en eso que llamamos la Historia― me insinuó, al presentarme por mi apellido, Valencia, la enorme probabilidad de encontrar entre mis antepasados alguno de procedencia judía. Fue algo que al primer momento no lo tuve en consideración; sin embargo, pasado el tiempo, tuve la oportunidad de comprobar que mi ilustre colega tenía razón. En efecto, tras ardua investigación descubrí a mi último ascendiente conocido, Fray Juan de Valencia, posiblemente un descendiente (castellano nuevo) de un judío converso nacido a mediados del siglo XVI. Este, y sus antepasados más cercanos, obligatoriamente tuvieron que esconder o renegar de sus apellidos ancestrales so pena de no caer en desgracia y acabar en la hoguera mediante un Auto de Fe, asiduamente utilizado por los secuaces de Tomás de Torquemada, Primer Inquisidor General de Castilla y Aragón para mayor grandeza de la Santa Inquisición.*
Este año he asistido de nuevo a la conmemoración del Día de la Hispanidad, 12 de octubre, celebrado en el concurrido paseo de Gràcia barcelonés. La asistencia al acto fue realmente destacable, aunque insuficiente en su número para el periódico de turno, pues siempre han de compararse con algo. Mi sorpresa fue que, esta vez, la representación cultural de los diversos países iberoamericanos que antaño formaron la comunidad hispana ha empezado a tomar protagonismo en este tipo de manifestaciones. El colorido, su vestimenta tradicional, y el ritmo musical de su abundantísimo folklore convirtieron esta jornada reivindicativa en un espectáculo unitario para ejemplo de todos los presentes, de hermanamiento de múltiples culturas, que se resisten a negar su herencia del pasado y ―lo más importante― su derecho al futuro. Basta solo con observar como cientos de personas, barceloneses en su mayoría, y emigrantes allende los mares, contemplaban con alegría el sorprendente espectáculo.
La representación política en este evento se distribuyó como en los últimos años desde el espectro centrista casi inapreciable protagonizado por Cs hasta pequeños grupúsculos entablados en la extrema derecha, pasando por una extensa representación del PP y menormente de Vox. Una vez más, la representación oficial socialista fue inexistente, teniendo la sensación de sentirme de nuevo el último sociata dentro de una comunidad que, queramos o no, seguimos formando parte de ella.
Sé que muchos compañeros socialistas opinan que el Día de la Hispanidad, su significado para nuestro país, para la comunidad iberoamericana y resto de países que antaño formaron parte de la cultura española, no va en la línea progresista y reivindicativa que intenta encabezar nuestro partido. Yo pienso que es un error, y sigo en la esperanza de que volvamos al camino correcto. La influencia que aún perdura en parte de la sociedad española sobre la reminiscencia franquista y de represión que simboliza una fecha tan señalada todavía sigue sin resolverse. Y no les quito razón; aunque, también corresponde señalar que dicha festividad siempre fue celebrada desde principios del siglo XX, y más aún, en tiempos de la II República Española en su etapa progresista; por tanto, reniego de sentirme excluido, lo mismo que muchos españoles y catalanes, de una celebración que es inherente a nosotros y a la mayoría de los españoles. En esa línea, la nueva ley de Memoria Democrática tendría algo que decir, pues algo ha tenido que ver la confusión y manipulación histórica provocada en Cataluña por algunos historiadores y políticos mal intencionados en su intento de inducirnos a pensar que el “malvado castellano” vino a usurpar el derecho democrático de algunas instituciones catalanas. Estos gurús de la historia, muy protegidos por los medios de comunicación, interpretan los acontecimientos del pasado con una perspectiva actual, intentando “democratizar” unos hechos que ocurrieron hace más de tres siglos, cuando el sistema feudal todavía imperaba en las instituciones monárquicas, también en las catalanas. He aquí la incongruencia en ver, por un lado, a nuestra máxima representación política en actos relacionados con el 11 de septiembre; y, por el otro, la práctica desaparición institucional en un día tan señalado como el de la Fiesta Nacional. Por otro lado, tampoco podemos renegar de la responsabilidad histórica derivada de la colonización del Nuevo Mundo, pero eso no evita mi discrepancia en lo relacionado con la manipulación histórica de los hechos realizados por nuestros ascendentes con base en una concepción de lo que hoy entendemos por el significado de “conquista”, y no cómo se entendía a finales de la Edad Media y principios de la Moderna en la Europa más avanzada. No podemos caer en el error de pensar que nuestros antepasados fueron a América siendo conscientes del exterminio que crearían entre la población autóctona, transmitiendo ellos mismos enfermedades como la viruela o la sífilis como método de aniquilación. No se trata de justificar nada, sino de reivindicar el derecho de analizar el pasado en un estricto contexto histórico del momento en que sucedieron. La civilización, la cultura, y el concepto de conquista por la gracia de Dios y del Rey llegaba a lo que llegaba en aquellos tiempos, y de ahí no debemos salir. No queramos interpretar, como ejemplo, que el comportamiento ético y moral de los Reyes Católicos habría de asemejarse al de nuestro monarca actual.
Todos hemos observado el intento injustificable de mancillar el legado histórico del descubridor del Nuevo Mundo, un personaje que murió sin ser consciente de lo que había descubierto; así como la deshonra de todo lo referente a Cortés, Pizarro o Fray Junípero. Espero que esta reacción iconoclasta, probablemente ampliada con un interés político, desaparezca y volvamos a la realidad, ya que, por esa regla de tres, toda civilización y sus dirigentes desde Alejandro Magno hasta nuestros días, podrían desaparecer de la faz de la tierra.
En definitiva, interpretar la historia bajo un prisma ideológico o de oportunismo político solo nos llevará al confusionismo y a la desconfianza ante el futuro. Somos lo que somos porque respetamos el pasado, nuestro pasado, como algo inherente a nosotros, aunque no nos guste. Cualquier intento de cambiarlo o manipularlo porque resulte favorable a los intereses de un colectivo determinado estará abocado al fracaso y a la frustración colectiva. Que no nos confundan, créanme que, aunque alguna vez hallamos soñado en ser lo que no somos, al final, la historia siempre nos pone en nuestro sitio. En mi caso, confieso que alguna vez pensé en haber tenido una ascendencia noble. Pues ya lo ven, me he tenido que resignar a ser lo que soy.
*Recomiendo la lectura de El último judío escrito por Noah Gordon.