El griego Heródoto, del siglo V antes de Cristo, tiene razón. Fue el primero que escribió que la Historia no es una ciencia, como la física o la química. Lo vio cuando fue a Persia, y entendió la Historia de los persas. Los griegos consideraban a los persas como los malvados. Para los orientales, los occidentales también lo eran. Siempre ha sido así. La culta Atenas consideraba a Esparta como brutal. Dos siglos después, Alejandro Magno era considerado por los persas como el maldito macedonio. Se trata de una ley matemática, porque los sentimientos son los que mandan. Ha sido así y siempre lo será.
También se produce esa circunstancia en el actual conflicto territorial en España. Y también funciona de esa manera en la disputa entre la derecha y la izquierda. Los separatistas dicen que todos son centralistas, porque ellos no consiguen ni conseguirán romper España. Ellos lo saben.
Estoy seguro de que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, no adelantará dos años y medio las elecciones generales, porque ha visto las orejas al lobo. El enfrentamiento entre Vox y PP es puro teatro. Y Sánchez es tan atrevido como Zapatero, pero no tonto. El presidente del Ejecutivo está delicado, pero no adelantará los comicios, como le pide Pablo Casado, porque las encuestas, a corto plazo, dan la victoria a la derecha. Y Ciudadanos es un muerto viviente, gracias a su fundador ya ausente.
Sánchez confía en ganar las elecciones en noviembre de 2023, cuando el cabreo nacional por los indultos haya pasado y la recuperación económica sea un hecho objetivo.
Cuando se celebren las próximas elecciones, nadie sabe qué pasará. Pero yo sí: me abstendré, porque nadie me gusta. Nadie es nadie. Sólo iré a votar en las catalanas. Me duele España y me duele Cataluña. Es mi corona de oro con dos caras. La única cruz, como metáfora, la representa el independentismo.