No es imprescindible que para ser tachado de sectario se tenga que ser miembro de una secta. Simplemente con que se sea intransigente en la defensa de una idea y se muestre radicalmente contrario a cualquier otra que la discuta, entraría de lleno en el concepto. Es una manera de señalar la intolerancia ante cualquier opinión o creencia que no coincida con lo que alguien piensa, y que en ocasiones se convierte en odio contra los que opinan diferente o de forma contraria. Ello conlleva la convicción de que la única verdad está en la propia creencia, lo que ha conducido en muchos periodos de la historia a ejercer el poder contra las minorías religiosas para obligarlas a convertirse o, si se niegan, a eliminarlas. De esa manera se impone una ortodoxia no solo religiosa sino también moral que debe acatar determinados comportamientos. Hoy no estamos en esta disyuntiva después de largos periodos de luchas religiosas, pero el sectarismo continúa en muchas parcelas sociales. Y de un tiempo a esta parte parece ser un factor determinante en la convivencia social y política en crecimiento.
Leía en el Washington Post (6 de marzo) un reportaje de Billy Ball en el que relataba como, en un pequeño pueblo de Carolina del Norte una iglesia metodista ya desvencijada, y casi abandonada, había sido vendida, en el 2020, a una comunidad hasta ahora desconocida, la Astru Folk Assembly, que representa una de tantas comunidades que vienen creciendo en EEUU, con una ideología declarada de supremacismo blanco. Sus creencias se remontan a las leyendas nórdicas y a sus dioses, que para ellos constituyen la base de los primitivos europeos. En palabras de uno de sus representantes: “Somos una fe étnica, que es exclusiva de nuestro pueblo y cultura”.
A los defensores de los derechos civiles y de la igualdad de todos los seres humanos, sean cuales sean los colores de la piel, esta comunidad que no acepta que en su coro haya negros, les retrotrae a la época del Ku Klux Kan de los años 50, y manifiestan que en EEUU el supremacismo blanco ha aumentado en los últimos cuatro años, en conexión con un nacionalismo excluyente respecto a las personas de color o los inmigrantes, como se puso de manifiesto en la toma del Capitolio. Así, la antigua iglesia comprada servirá como lugar de trabajo para expandir la doctrina y realizar mítines. En diversos lugares de Minnesota se han movilizado y han firmado una petición contra su instalación. Un miembro de una familia judía de las más antiguas de Carolina expresó con inquietud: "¿Qué será lo próximo? Una vez se abre una puerta puede ser ya irreversible cerrarla".
El tema no solo afecta a EEUU, sino que se extiende también por otras partes del mundo, y en especial en Europa con la emigración africana o asiática. Las declaraciones de un líder como el presidente húngaro Orban están en la línea de otros partidos de la Unión Europea. En Francia, Alemania, Italia, Holanda, Gran Bretaña, Suecia, Noruega, Finlandia o España, la aparición de un nacionalismo excluyente impregna el espacio político europeo, con la perspectiva de que sus partidarios aumentan elección tras elección, con unas fuerzas políticas, conservadoras, liberales o socialdemócratas a la defensiva, cada vez con menos capacidad de reacción. Es como si sus fuerzas estuvieran gripadas con un lenguaje que se ha esclerotizado, repitiendo lemas que parecen desgastados.
Y, sin embargo, los problemas sociales y económicos permanecen y se agudizan con la pandemia. Ante eso late la tendencia a considerar que la historia se repite porque las viejas actitudes de rechazo al otro, sea en nombre de la raza o de la nación, retornan de nuevo con la misma energía y violencia. Pero en realidad son extensión de un mismo periodo de tiempo si nos atenemos a la dinámica según la cual los cambios sociales ocupan varias generaciones y siglos. Estamos acostumbrados a medir los periodos en función de nuestras vidas, creemos que 50 o 60 años son muchos, y sobre todo cuando en ellos los cambios científicos, tecnológicos y los comportamientos sociales se han acelerado de manera geométrica, más que en otras épocas. Sin embargo, no todo avanza con la misma rapidez, y en múltiples ocasiones muchas cuestiones renacen cuando en teoría parecían sobrepasadas, y en parte superadas.
Pero los procesos históricos acontecen, en muchos casos, en “tiempos geológicos” que se extienden más allá de los siglos. A la postre, si reducimos la historia de la humanidad a una hora de un reloj, hasta que la manecilla alcance los diez minutos para culminar los 60 finales, estaríamos en el Paleolítico. Tal vez los últimos segundos ocuparían el siglo XX y lo que llevamos del XXI. En ese sentido, por ejemplo, los nacionalismos tienen sus antecedentes intelectuales en la Edad Moderna y se van explicitando en la Ilustración, para explosionar como movimientos políticos en los siglos XIX y XX, y continuar, como sabemos, hasta el presente.
Teníamos la impresión de que los problemas de la organización territorial de España estaban resueltos después de aprobarse la Constitución de 1978, habida cuenta de las convulsiones de gran parte del siglo XX. Las autonomías parecían ser una solución apropiada, manteniendo las oportunas diferencias según el grado social y económico de los territorios, pero a pesar de los resultados favorables que todas ellas han podido alcanzar en términos globales, en el caso de Cataluña y Euskadi, y en menor medida en Galicia o Comunidad Valenciana, los elementos identitarios de una parte de la población se han desarrollado por encima de la asunción de la pertenencia a la entidad España, y ha entrado en un proceso que ha superado la apuesta federal sobre la que tanto se ha debatido y que la estructura autonómica podía haber elegido ese camino. Y existen rasgos que nos recuerdan el cantonalismo de 1873, en la I República.