Anatomía de Claudio López Lamadrid
Ignacio Echevarría rinde un sobrio homenaje al director literario de Random House y a la generación de las editoriales barcelonesas de los años 80 en ‘Una vocación de editor’
8 diciembre, 2020 00:00“Un editor no contrata lo que le gusta sino lo que le conviene; contrata con la vista puesta en su propio catálogo. Un crítico, por el contrario, en el mejor de los casos debería ejercer su trabajo de prescripción con la vista puesta en un canon concreto, el que sea. En ese sentido creo que crítico y editor se complementan más que compiten”. Estas palabras de Claudio López de Lamadrid, recogidas por Ignacio Echevarría en su ensayo Una vocación de editor (Gris Tormenta, 2020, con una semblanza, más que un prólogo, de Emiliano Monge), escrito en memoria de quien fue su mejor amigo, describen el trabajo que uno y otro hicieron a lo largo de tantos años en sus trayectorias a la vez convergentes y divergentes. Echevarría se ha limitado aquí, casi exclusivamente, a describir la formación y la madurez de Claudio como editor, con esa contención púdica que le caracteriza y que sospecho que es una de las razones que le han impedido dedicarse con mayor tesón al ensayo, género para el que está sobradamente dotado, como bien demuestran estas páginas.
Como él mismo cuenta al principio del libro, Ignacio y Claudio empezaron juntos en el mundo editorial, trabajando, recién egresados de la universidad, en Tusquets, entonces unos de los tres sellos barceloneses, junto a Lumen y Anagrama, que habían recogido el testigo de Barral para intentar moldear el gusto literario de la incipiente democracia. Bajo el amparo de Beatriz de Moura y de Antonio López Lamadrid, tío de Claudio, y acompañados también por Miriam Tey, Claudio e Ignacio pudieron aprender, a lo largo de la década de 1980, toda la cadena del oficio, entonces aún bastante artesanal. Después de dejar Tusquets, Claudio, tras un breve paréntesis como reseñista y editor freelance, entró a trabajar, a finales de los noventa, en Grijalbo Mondadori, iniciando así la tarea que culminaría en el grupo Penguin Random House. Ignacio consolidó su trabajo como principal crítico literario de El País y siguió ejerciendo una magnífica labor como editor, por ejemplo de las Obras Completas de Galaxia Gutenberg.
Ya digo que en su ensayo –sobrio y preciso, soberbiamente escrito– Echevarría se ciñe con escrúpulo a describir y homenajear el trabajo del añorado amigo, pero una serie de comentarios que él mismo desliza acerca de sus diferentes trayectorias e incluso sobre su distinta manera de entender el mundo editorial invitan a reflexionar sobre las transformaciones culturales que estamos viviendo. Como crítico, ya podemos decir que Echevarría fue el último del siglo XX, al menos en el ámbito hispánico. Con ese adjetivo no pretendo menospreciar a los reseñistas que han venido después. Me refiero tan sólo a las especiales condiciones sociales, culturales y periodísticas que él supo aprovechar justo antes de la revolución digital y en un momento en que aún era posible procurarse una autoridad en el que fue el principal periódico de la Transición.
Siendo aún muy joven y dotado de un talento crítico excepcional, Echevarría, con un coraje que visto hoy en día todavía produce más asombro, se propuso nada menos que enjuiciar el grueso de la producción literaria de la democracia, apelando una y otra vez, en sus contundentes reseñas, al camino extraviado de la Generación del 50, cuya inaudita ambición formal y política parecía haberse olvidado con sospechosa y sintomática rapidez. Somos muchos los que nos formamos leyendo los artículos de Echevarría y celebrando esa voz discordante, rigurosa, a veces impertinente, que parecía aguar la fiesta cultural de la época.
A pesar de la antipatía que su figura despertaba entre editores y escritores, la mera posibilidad de que Ignacio reseñara un libro producía una tensión en el mundo editorial que era muy beneficiosa y estimulante. El propio Claudio, como editor, no se libró de la severidad de su amigo, que impugnó algunas de sus apuestas más sonadas, como El día del Watusi de Francisco Casavella. Ni que decir tiene que Claudio siempre encajó esas críticas con absoluta deportividad.
El abrupto final de Echevarría como crítico de El País ya puso de manifiesto que el modelo que él había defendido y cultivado con independencia y riesgo estaba dando muestras de agotamiento. La verticalidad de su concepción crítica estaba siendo sacudida por una potente y ya imparable marea horizontal que iba a dar paso a una democratización absoluta de la opinión pública, gracias sobre todo a la eclosión digital, a la invención de las redes sociales y en general a una profunda transformación en los métodos de promoción y divulgación culturales. Fue precisamente en ese nuevo ecosistema donde Claudio supo desplegar su talento de ausente ubicuo, convirtiéndose, como muy bien describe Ignacio, en una figura híbrida e irrepetible, en un publisher que, si bien se había formado en el arte editorial del siglo XX, supo al mismo tiempo abrir los ojos, fascinado e intrigadísimo, a la espectacular mutación tecnológica que el negocio estaba conociendo en el nuevo siglo.
Hoy en día ya no sería posible un trabajo crítico como el que Ignacio Echevarría llevó a cabo. La desautorización que en su momento puso en marcha El País para tratar de atenuar la dureza de su reseña de El hijo del acordeonista de Bernardo Atxaga es ya el modus operandi más extendido en el mundo digital. Si alguien pretendiera erigirse ahora en “custodio del nivel alcanzado”, por utilizar la expresión de Musil que tanto se ajusta a la ambición de Echevarría, sería inmediatamente atacado y denigrado por la masa de acoso que ha diluido cualquier atisbo de jerarquía y discriminación.
Walter Benjamin trabajando en una biblioteca
No hay ya propiamente crítica sino simples variantes de una misma forma de publicidad, como por otra parte ya previó que sucedería Walter Benjamin. En uno de los momentos más interesantes del libro, Echevarría trae a colación una reflexión que el escritor alemán Reinhard Baumgart hizo en 1968 y que sirve para ahondar en esta cuestión:“El futuro del reseñismo”, venía a decir Baumgart, “depende, en definitiva, de si una nueva literatura es capaz de lograr nuevas formas y de continuar desempeñando su papel en una cultura de masas”. Baumgart pretendía que esto último solo sería posible en la medida en que dicha literatura se adapte a aquello que, en su célebre ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de 1936, Walter Benjamin subrayaba como un síntoma saludable de las nuevas formas de consumo cultural: esa mezcla de disipación y de recogimiento, de recepción en la dispersión, característica del público que antaño acudía a las salas de cine.
Para Baumgart, la literatura realmente nueva sería aquella susceptible de ser apreciada por un nuevo tipo de público que no hace ninguna distinción entre la actitud crítica y su propio deleite: una especie de examinador distraído, conforme dice Benjamin que es el público formado al paso de las nuevas modalidades de arte. “Si realmente se llegara a este extremo” –concluía Baumgart–, “la tradición del enjuiciamiento artístico, todavía tan celebrado hoy en día, se aniquilaría por sí misma. Cualquier persona podría ser entonces un perito y el reseñista tan sólo sería ya una especie de delegado de este cuerpo general de peritos, ni más ni menos que como un simple disc-jockey”.
Echevarría ha utilizado en más de una ocasión el símil del disc-jockey para describir al nuevo prescriptor de internet, como hace también en su ensayo para referirse al tipo de prescripción que, según él, Claudio aspiraba a cultivar e incluso a liderar. Como recuerda Ignacio, Claudio, a pesar de su carácter huidizo y de sus maneras a veces bruscas, siempre sostenía que el editor estaba al servicio del autor y que era su obligación acompañarle, comprenderle, mimarle incluso. En ese sentido, la revolución digital permitió a Claudio tejer una red de complicidades y desarrollar un trasunto de omnisciencia que se avenía muy bien tanto con su insaciable curiosidad como con su eterna necesidad de escaparse. Más allá, sin embargo, de esta cuestión, que no deja de ser anecdótica, asoma otro problema que tiene que ver con la relación entre literatura y tecnología.
Claudio fue, en más de un sentido, un verdadero muro de contención en el mundo editorial. Volviendo a la frase suya que citaba al principio, él nunca olvidó su catálogo a la hora de contratar y, si bien apelaba a menudo a la oportunidad, incluso a veces hasta extremos caprichosos, nunca sacrificó su criterio en aras de la misma. Ahora, en cambio, no es raro encontrarse con editores literarios que buscan y contratan a youtubers e influencers, unas figuras que en los años ochenta y noventa del siglo pasado hubieran equivalido a los presentadores de televisión basura. No es indiferente a esta cuestión el hecho de que el celo crítico que defendió Echevarría en su momento haya desaparecido y sea ya inoperante. El pudor que antes impedía ciertas licencias ya ha desaparecido casi por completo. Claudio, en ese sentido, al mismo tiempo que alentaba esa nuevas formas de divulgación y de promoción, fungía también de custodio, sabiendo diferenciar muy bien entre lo que exigía la literatura y lo que pedía el mercado. Su oído como DJ atendía a las demandas de la pista pero también privilegiaba lo que ya casi nadie oía.
Conviene recordar además que Claudio ejerció su autoridad de forma patriarcal, como rey de la tribu, a veces incluso de manera intimidante –aunque era más bueno que el pan–, bien pertrechado por la capacidad económica y el alcance de uno de los mayores grupos editoriales del orbe hispánico y respaldado por su amistad con Riccardo Cavallero, durante muchos años consejero delegado de la compañía. Su gusto como lector era muy particularizado y, además de la telaraña de relaciones que tejió en todo el mundo, era como editor muy exigente en los detalles formales, en el diseño y composición de cubiertas, en el cuidado de las traducciones y en cuestiones tipográficas. Aún oigo su voz atronadora, hace veinte años, riñéndonos: “Señores sofisticados de Lumen, las capitulares nunca llevan comillas”.
Era, además, un experimentado y fajado negociador, capaz de seducir a los agentes más agresivos Por otra parte, los mejores escritores cuya carrera amparó y alentó –o que fueron publicados por los editores que formaban el equipo que él dirigía–, como Rodrigo Fresán, Javier Pastor, Gonzalo Torné, Julián Herbert, Daniel Gascón o Patricio Pron, demostraron y siguen demostrando una conciencia de la tradición en la que operan y una complejidad tanto en el orden moral como en el político que contrastan llamativamente con todo lo que la cultura digital fomenta y que se corresponde punto por punto con la profecía de Baumgart. Desde ese punto de vista, la revolución digital no aportó nada a su catálogo.
Por utilizar un símil musical que a Claudio le hubiera gustado, Herbert von Karajan pudo ser el mejor director del nuevo mundo tecnológico porque conoció lo que había sido la música antes de su masiva reproducción técnica. Karajan sabía cómo había sonado Beethoven bajo la batuta de Richard Strauss y de Furtwängler y para él el estudio de grabación fue una oportunidad de hacer llegar su ideal de perfección y de belleza hasta el último rincón del planeta. Pero también es verdad que su delirio tecnológico acabó por afectar a la calidad de sus interpretaciones. Basta comparar sus grabaciones de los años cincuenta con las últimas par darse cuenta del amaneramiento y, en general, la ligereza a la que le abocó su pasión técnica. En cualquier caso, lo cierto es que después de Karajan la industria de la música clásica se quedó con lo peor de su ejemplo. De pronto no había nadie como él para seguir estando entre dos mundos y velar, como Hamlet, por un fantasma que ya nadie más reconocía.
En las últimas y hermosas páginas de su ensayo, Echevarría acierta a desvelar el alma de Claudio como editor cuando le describe refugiado en su casa, lejos de las pleitesías sociales, acallada por fin la cháchara digital y leyendo, leyendo siempre poesía. Además de la música clásica, la poesía fue para Claudio, como lo había sido para su admirado Cyril Connolly, su primer y último amor. “Estimo enormemente reveladora”, concluye Ignacio, “no solo de la personalidad de Claudio, sino de su faceta más íntima y sustancial como editor –de editor de narrativa contemporánea, a la zaga siempre de las últimas tendencias–, este casi compulsivo retraimiento en la poesía, en la palabra esencial, en la nuez misma de lo que constituye la literatura”.
En ese sentido no estoy seguro de que el propio Claudio fuera consciente de la excepcionalidad de su criterio y de lo vulnerable que puede llegar a ser esa facultad de discernimiento crítico, sobre todo en una cultura de masas ya hegemónica y cada vez más intoxicada de trivialidad virtual. Quizá en nuestro tiempo vaya a consumarse del todo la tragedia moderna de la ausencia de reconocimiento. Una vocación de editor viene a recordarnos que tanto la obra cívica de Claudio como la de Ignacio nos formulan ahora un gran interrogante a la vez que nos proponen un gran desafío.