Sobre si la medicina puede alargar la vida de los hombres”, así titulaba en 1570 el segundo capítulo de su libro, Erreurs populairs au fait de la médecine et régime de la santé, el médico francés Laurent Joubert. Su obra fue un éxito y fue traducida al latín y al italiano; sin embargo, en sus páginas no había nada que no hubiesen formulado ya Aristóteles o Galeno. En esos años era habitual que se imprimiesen pequeños tratados que bebían de las fuentes griegas y que atendían al constante interés por la salud entre los lectores entrados en años. Esta literatura gerocómica repetía con distintas palabras los mismos consejos de los clásicos para vivir más y alcanzar la vejez, a ser posible sin discapacidades o patologías severas. Ya no eran sólo los nobles y el clero quienes se hacían viejos, también los burgueses empezaban a conocer a sus nietos.
Los autores de este exitoso género editorial eran médicos europeos que escribían en latín o en vulgar, aunque pronto comenzaron a publicarse libros gerontológicos de profanos en medicina, pero experimentados en edad. Ese fue el caso del noble Luigi Cornaro y su Discorsi della vita sobria (1558). Cuando salió la primera edición, el autor había cumplido ochenta y tres años, y el éxito fue enorme. Cornaro pudo demostrar ante los lectores que sus consejos eran certeros, pues estuvo revisando nuevas ediciones hasta sus noventa y ocho años, cuando murió.
Un paraíso terrenal a los 80 años
Los discursos se tradujeron al francés, alemán, inglés, español, polaco, ruso, holandés… y sólo en Gran Bretaña tuvieron más de cien ediciones hasta comienzos del siglo XX, con títulos tan comerciales como Método seguro para una vida larga y saludable o Cómo vivir 100 años. Nietzche reconoció en 1888 que ese libro era el más leído en Gran Bretaña y, después de la Biblia, el que más daño había hecho a los lectores, sobre todo --decía el filósofo-- por acortarles la vida con sus improcedentes consejos.
El éxito de Cornaro se debió a que no era médico y evitaba cualquier erudición que empañase el ameno relato de sus experiencias, es decir, en lugar de Galeno prefirió Cicerón y su De senectute. “Estoy obligado a manifestar que el hombre puede gozar de un paraíso terrenal después de los ochenta años: no moriré de enfermedad, sino por disolución”, afirmó el autor italiano, y lo consiguió. Su sobriedad era la templanza y rechazaba cualquier elixir, como los que preparaban los alquimistas. Recomendaba evitar excesos en bebidas y alimentos, cuidarse del frío y el calor, de la fatiga y la actividad sexual cuando se estuviese pasando por alguna enfermedad o brote epidémico. Era imprescindible tomar aire fresco, limpiar las habitaciones y las calles, mejorar la higiene personal y moderar el consumo, esas eran las maneras más efectivas de evitar contagios y alargar todo lo posible la vida. La receta se repitió durante siglos con más o menos acierto o gracia, hasta Rousseau aconsejaba en su Emilio (1792) que “la higiene es la única parte útil de la medicina, y es más una virtud que una ciencia”.
Más dignidad
A medida que la burguesía fue ocupando esferas de poder y espacios económicos, la literatura gerontológica fue planteando nuevas posibilidades a los que alcanzaban la edad adulta avanzada; una de ellas fue solicitar asistencia para vivir con más dignidad y menos padecimientos las consecuencias inevitables del envejecimiento. Resulta extraño que los médicos españoles fuesen --entre los europeos-- los que permanecieran, según Luis E. Granjel, “ajenos a esta preocupación por la atención al anciano”. En los siglos XVI y XVII, la inexistencia de textos sobre la problemática asistencial de los adultos de edad avanzada fue, según este historiador, un “hecho diferencial” hispánico. Su tesis fue que esta histórica situación de abandono de nuestros mayores se debió a la ausencia de una burguesía española equiparable, en términos sociales y económicos, a la europea. Pese a todo, en nuestro país hubo médicos que publicaron obras sobre dietas para prevenir o para prepararse ante un precoz envejecimiento o, como decía el médico Luis Lobera, para “las enfermedades cortesanas”.
A diferencia de sus colegas europeos (católicos o protestantes), los galenos españoles sí opinaron sobre la sexualidad en la vejez, aunque sus consejos eran tan moralistas y misóginos como contradictorios. No se recomendaba el matrimonio de un anciano con una viuda porque, decía Lobera, “es juntar una ponzoña con otra”. Sin embargo, este médico reconocía posibles efectos positivos del casamiento de un viejo con una joven porque “el calor natural de ella se le comunica y le hace remozar”. Álvarez de Miraval era más contundente: “dieta y mangueta [lavativa], y siete nudos a la bragueta”.
Seguir a Cicerón
Excepto entre los privilegiados del clero y la nobleza, los ancianos eran brazos inútiles en una sociedad demasiado marcada por la cotidiana supervivencia. Fue en el siglo XVIII cuando se generalizó un mayor respeto hacia los mayores. Los viejos --apuntó James Casey-- empezaron a ser distinguidos por “su sabiduría y su ejemplo moral de lucha contra la miseria” y se convirtieron “en una especie de élite natural que reemplazará la artificiosa (feudal y religiosa) del Antiguo Régimen”.
Durante el siglo XIX los viejos se erigieron en guardianes de la memoria de una Europa que se había ido y en ejemplos de vida como experiencia continua: el “Aún aprendo” que Goya escribió en su autorretrato. No fue hasta fines de esa centuria cuando los Estados europeos comenzaron a pensar en el bienestar de los ancianos y a poner en marcha selectivos planes de pensiones.
El progresivo aumento de la esperanza de vida en el siglo XX y el imparable envejecimiento de la población ha puesto en evidencia los límites e insuficiencias de nuestras sociedades, respecto al cuidado de nuestros mayores dependientes. La progresiva medicalización ha ralentizado la progresión de muchas enfermedades y, por fin, se ha dado respuesta a la pregunta que planteó en 1570 el médico Joubert: Sí, la medicina puede alargar la vida de los seres humanos. Aunque ahora lo que necesitamos es otro Luigi Cornaro para que la vejez deje de tener la percepción tan negativa como la que ha alcanzado en este 2020, porque como dijo Cicerón “nadie es tan viejo que no crea poder vivir un año más”.