El primer libro en la Luna
La lectura es una necesidad innata del ser humano que esconde el deseo de adquirir conocimientos
11 enero, 2018 00:00Fue durante la caminata cuando el compañero de Armstrong, Buzz Aldrin, de 38 años de edad y confesión presbiteriana, leyó una nota manuscrita: “Salmo 8. Cuando veo los cielos, obra de tus manos, la luna y las estrellas que creaste, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes?”. A continuación, dejó el papel sobre la superficie lunar y volvió al módulo. Fue el segundo en pisar la Luna y el primero en regresar. Ocurrió un 21 de julio del 69. El reloj de Houston marcaba las 22 y 56 cuando Armstrong puso el pie en tierra y Aldrin dejaba como prueba su escritura en el mar de la Tranquilidad.
Durante algo más de dos horas de estancia, los astronautas realizaron algunas actividades científicas, colocaron sismógrafos, instalaron medidores, recogieron rocas. Hasta hubo tiempo para homenajes. Las dos medallas de los pioneros de la astronáutica, Yuri Gagarin y Vladímir Komarov, fueron depositadas en suelo selenita. La fraternidad entre terrícolas se completó legando un disco de silíceo con 73 mensajes microfilmados de diferentes naciones. Fue como si al llegar la humanidad a la Luna se llenase el espacio de letras, como si además sólo a través de ellas se pudiese llegar al entendimiento en un “momento único en la Historia”, como recordaban desde el Despacho Oval.
Años más tarde, en enero del 71, dos de los tripulantes del Apolo 14, Shepard y Mitchell, depositaron una Biblia microfilmada que cabía en la yema de un dedo. El primer versículo del Génesis iba escrito encima en 16 idiomas. Cien como esas se escondieron en un paquete del tamaño de una caja de cerillas para pasar desapercibidas entre los objetos de los cosmonautas. Fueron los primeros libros en llegar y el primer alijo espacial, pero no fue el último texto. En diciembre del 72 Gene Cerman se encontraba de misión con el Apolo XVII. Momentos antes de despegar de regreso a la tierra aparcó el Rover a un kilómetro de distancia del módulo, para que pudiera operar la cámara y pudiesen ver el despegue en Cabo Kennedy. En ese momento sintió un impulso paterno. Dedicó aquel viaje lunar a Tracy. Grabó sus iniciales en el polvo selenita, con la esperanza de que alguien volviera y le echase el ojo.
Ir a Marte para leer
Biblias, libros, notas garabateadas, iniciales grabadas, mensajes cifrados en discos. La grata costumbre de lanzarlos al espacio ha encontrado otros nichos en otras misiones, en las sondas Viking y Voyager por ejemplo, o en la más reciente, la Mars Phoenix Lander. Esta sonda con destino a Marte lleva un mini-DVD cargado de imágenes y literatura sobre el Planeta Rojo, desde La Guerra de los Mundos de Welles hasta Las Crónicas Marcianas de Bradbury. Pero lo más interesante de la compilación consiste en una serie de mensajes dejados para futuros colonizadores.
Curioso, ir a Marte para seguir leyendo. “Venimos al mundo como animales lectores”, escribía Manguel en Vicios solitarios, aquel niño ya mayor que le leía novelas al Borges invidente. Nuestro primer impulso es descifrar la cara de unos padres asomados a la cuna. Luego leemos nuestro entorno y todo un cosmos lleno de materia significativa. El universo, el gran libro abierto que decía Galilei. Ya sea como rastreadores apaches, como cabalistas del Antiguo Testamento, como selenitas interpretando las huellas de Armstrong, como Galileos dándole paisaje a un mundo aún eclipsado a la vista del hombre, la humanidad intuye en el espacio un libro interminable que estamos obligados a leer.