Xosé Manuel Núñez Seixas

Xosé Manuel Núñez Seixas

Ensayo

9. ¿Nos engaña la historia?

20 mayo, 2017 00:00

El viaje low-cost por los pueblos peninsulares, realizado en volandas de tantas palabras y textos de gentes sabias y reconocidas, no es otra cosa que la crónica de la duda persistente entre tantas certezas oficializadas. Esta aproximación sintetizada al cómo sucedió fortalece, sin duda, algunos interrogantes, comenzando por el más elemental de todos ellos ¿por qué pasó lo que pasó y no todo lo contrario? Llegados al final del trayecto, es de suponer que seguimos sin saber qué es España, una ignorancia venial porque este es asunto de filósofos; sin embargo, la experiencia debería haber aportado los datos suficientes para admitir, como poco, la aleatoriedad del statu quo, a día de hoy, una circunstancia tan relevante como para ser considerada intocable.

Todo puede verse desde una nueva perspectiva; por eso, decía E.H. Carr, la expresión favorita de los historiadores es “el último análisis”, naturalmente siempre pendiente de reelaboración. La interpretación relativa y transitoria del sentido de los hechos sucedidos no es pues una característica específica del caso español; según parece, es lo habitual en esta ciencia. El peligro acecha cuando la historia es leída y divulgada por los gobernantes y la política en beneficio propio; entonces, el determinismo galopa desbocado y la malintencionada Perversión de Hegel, la pretensión de que lo ocurrido no podía haber sucedido de otro modo, es elevada a la categoría de razón de Estado, hasta alcanzar el éxtasis de la provocación hegeliana: “Solo pueden llegar a nuestro conocimiento aquellos pueblos que forman un Estado”.

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No ha sido así. Tenemos noticia cierta de los pueblos de España que no tuvieron oportunidad de construir su propio Estado-nación en la época más apropiada para hacerlo y no lo hicieron, justamente porque se lo impidió el Estado-nación dominante en la península. La política ha sido siempre prisionera de la actualidad y de los objetivos más acuciantes, dos condicionantes prioritarios incluso cuando se trata de resolver cuestiones esenciales. En los diez últimos siglos, así ha ocurrido sistemáticamente, como hemos visto a lo largo del viaje virtual en protagonizado por los múltiples actores peninsulares. Generación tras generación, el asunto territorial se cerró en falso, forjándose una apariencia de las cosas muy distinta de la realidad, ésta, a veces permanecía adormecida; otras, se alzaba en pie de guerra.

E.H. Carr

E.H. Carr

En la historia, sin embargo, no hay secuencias definitivas ni nada es inevitable ni los hechos hablan por sí solos, afirman los expertos en contra de lo que suele decirse. Los periodistas solemos ser las criaturas mejor predispuestas a dar la palabra definitiva a los hechos, no en vano, desde el primer curso de carrera nos enseñan a venerar la afirmación “los hechos son sagrados”. Y la opinión, libre; pero esto último no está en entredicho. Nosotros, los periodistas, no somos historiadores. De serlo, conoceríamos la advertencia de Carr: “Los hechos solo hablan cuando el historiador apela a ellos: él decide a qué hechos dar paso, en qué orden y contexto hacerlo”.

El autor de ¿Qué es la Historia?, a pesar de no vivir en la Cataluña de la segunda década del siglo XXI, también fue muy crítico con la multiplicación y la futilidad de los denominados hechos históricos; la mayoría simples hechos del pasado, tal vez, en el mejor de los casos, simples noticias de coyuntura, para seguir con la jerga periodística, tan propicia a ampliar continuamente el catálogo de días históricos, las más de las veces por intereses comerciales. De todo esto, lo substantivo para apalancar nuestras dudas es que, al parecer de los entendidos, los hechos nunca nos llegan “en estado puro” porque el historiador acaba siempre por encontrar “la clase de hechos que busca” para sustentar sus teorías. La referencia a la endeblez de algunos hechos, algunos quizás episodios nacionales, nos enfrenta, en definitiva, a la constatación de que “sólo podemos captar el pasado y lograr comprenderlo a través del cristal del presente”.

Tenemos noticia cierta de los pueblos de España que no tuvieron oportunidad de construir su propio Estado-nación en la época más apropiada para hacerlo y no lo hicieron, justamente porque se lo impidió el Estado-nación dominante en la península

Un dilema muy inspirador para los historiadores, capaces algunos de ellos de complicarlo convenientemente con preguntas cargadas de supuesta lógica, de este estilo: ¿podemos entender el presente observándonos en el espejo del pasado? Dialéctica pura para atraparnos en un debate teórico de altos vuelos, algo alejado de las pretensiones de esta reflexión periodística. Lewis Namier, historiador inglés de adopción y miembro de una escuela histórica diferente a la de Carr, describió así el trabajo de los historiadores: “Imaginan el pasado y recuerdan el futuro”. Una brillante ironía para subrayar la relatividad de “lo histórico” como argumento de autoridad, una advertencia para consolidar desconfianzas. Y un buen preámbulo para legitimar una pregunta inaplazable ya con todo los leído: ¿podemos fiarnos de la historia para decidir una política de futuro en materia territorial? En esto estamos ocupados en este país de países, ahora y desde siempre, a veces con empeño mal disimulado. Algo sí está claro: hay que andarse con cuidado con la historia y mucho más cuando toma cuerpo en los discursos políticos. 

La Biblia, como todo libro de éxito, comienza con una frase contundente, una escueta y turbadora noticia: en un principio no había nada. Ni siquiera España, ni tampoco Cataluña, ni el País Vasco, ni la Santa Rusia ni la Francia eterna. Menos aún los Estados Unidos, extremo este confirmado totalmente por Hollywood y estudiado en todos sus detalles por Gore Vidal. Todos los países y sus naciones fueron inventados por la imaginación de sus propios pueblos, convenientemente instruida y dirigida por los intereses de sus señores feudales o de sus respectivos estados, salvo que uno crea en un Tubal viajero, creador de naciones a destajo en su recorrido desde el monte Ararat hasta Finisterre. Todas las naciones son nacidas de cuentos ejemplares, lo que no implica que sean material falso.

No había nada, al principio, pero luego lo hubo. España nació plural, aun aceptando la tesis de los padres visigodos, aquellos invasores amables y bienintencionados, instrumentos del destino. ¿Cómo se puede hablar con tanta reiteración y soltura de la España Una sabiendo lo que dicen los historiadores de la historia y la existencia de dudas razonables sobre la eficacia del Estado español como creador de una única nación a lo largo de los últimos siglos? Estando al caso de la mentira impenitente que conlleva la afirmación, ¿cómo puede repetirse tan alegremente el auto de fe de la nación más antigua de Europa, refiriéndose a la Nación española, aun aceptando la sublimación de Castilla en España? ¿No es hora ya de que los unitarios acepten de una vez por todas el fracaso de sus antepasados en su afán por imitar a sus revolucionarios primos franceses en la construcción de una única nación? Tratar de sacralizar una realidad extraída de un espejismo creado por uno mismo roza lo inaudito y es un impedimento para atender al sentido más razonable de la historia, aquella que permite al hombre “comprender la sociedad del pasado e incrementar su dominio de la sociedad del presente”. Tal era la respuesta de E.H. Carr a su famosa pregunta sobre la función de la historia. 

¿Cómo se puede hablar con tanta reiteración y soltura de la España Una sabiendo lo que dicen los historiadores de la historia y la existencia de dudas razonables sobre la eficacia del Estado español como creador de una única nación a lo largo de los últimos siglos? 

La historia no nos engaña. La confusión nace de la elaboración política de la misma para ser utilizada por los gobernantes en beneficio de sus discutibles tesis. Este tipo de dirigentes no dudó, ni dudarán, en crear para ello una determinada memoria escolar, cartográfica, literaria, cinematográfica, conmemorativa, monumental; pensada para dar credibilidad a una interpretación del curso de los acontecimientos inevitable, sea para enterrar los factores de la pluralidad sea para resistir a la versión de la unidad.

La tradición popular dice que la historia la hacen los vencedores, sin embargo, otro de los adversarios académicos de Carr, Michael Oakeshott, apuntó: “El único modo de hacer historia es escribirla”. Y escribir siempre estuvo al alcance de los viejos reinos y sus derrotados descendientes, sólo así se explica que pudieran salvar su memoria y ofrecer un relato consistente para comprender las huellas en la arena descubiertas por Norman Davies, donde fuere que hubiera existido un reino, incluso en la península Ibérica.  

EL ENIGMA DE LA NACIÓN 

La nación entendida como resultado de la predestinación de los respectivos pueblos elegidos por Dios quedó atrás, aunque tuvo su momento de gloria, sostenido en el tiempo. Lo hemos leído para el caso de España, del País Vasco y de Cataluña, lo podríamos hacer respecto de Israel, también de Alemania, de Italia o de Francia, “la mejor interlocutora de Dios”, en palabras de Charles Péguy. Muchos siglos después del rechazo de la ayuda divina para identificar a una nación y a pesar del gran paso dado con la aceptación de la premisa del “querer vivir juntos” de Renan, ésta, la nación, sigue siendo el enigma de los enigmas, en opinión de Jean Daniel.  En su Viaje al fondo de la nación (francesa) el ex director de Le Nouvel Observateur nos regala una definición casi poética de la misma: “La nación constituye un momento efímero e ideal entre la nostalgia de una patria simple y la tentación nacionalista”.

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La poesía de la nación se esfuma en cuanto se asocia al nacionalismo, la práctica de la afirmación permanente frente a los demás pueblos como método de supervivencia nacional. Eso piensan muchas gentes; algunos como François Mitterrand, van más lejos y atribuyen al nacionalismo la calificación de sinónimo de la guerra, una convicción profundamente pesimista, muy propia de la generación de quienes sufrieron la Segunda Guerra Mundial. Un antecesor de Mitterrand, Charles De Gaulle, al formular su idea de la Francia que estaba construyendo, atribuyó al hecho de “haber sufrido juntos” tanta relevancia en su propósito nacional como el de “querer vivir juntos”. Sufrir y votar forman una pareja muy atractiva y descriptiva del mecanismo creador de las modernas naciones y sus Estados, una vez abandonada la creencia de la intervención directa de Dios, a veces disfrazada de destino manifiesto.

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En el proceso de reconocimiento de una nación hay quienes siguen confiando en la identificación de una serie de características objetivas, una guía de aquellos factores protonacionales a los que se refería Eric Hobsbawm, tales como la lengua, la religión, la nación histórica, además de la cultura, la geografía o la economía. Estos elementos indicativos del rastro de una nación son considerados en la actualidad manifiestamente insuficientes para concretar su aspiración al Estado, al requerirse para su proclamación una decisión mayoritaria de sus ciudadanos, expresada democráticamente. Una prueba sencilla, entendedora y pacífica. De todas maneras, en las últimas décadas, pocas naciones han conseguido su perfeccionamiento como Estados sin cumplir con la premisa gaullista del sufrimiento colectivo en los conflictos bélicos de mayor o menor intensidad que tuvieron que superar antes de votar juntos. ¿Superaría España la prueba del algodón de la voluntad y del tormento compartido? ¿Podrían Cataluña, el País Vasco o Galicia?

La identificación entre nación y democracia es una presunción muy querida, en todo caso, una singularidad prácticamente limitada al nacimiento de los Estados Unidos, a pesar de haber ganado las colonias primero su Estado también por las armas para luego inventarse la nación. Luego se convirtieron en país exportador de democracia, la mayoría de las veces por la fuerza. Más allá del encuentro americano, la democracia y la nación comparten un factor transcendente, “la constante dimensión épica que necesitan para sobrevivir”, señalaba Jean Daniel. 

La verdad es que nadie gana al nacionalismo en la asignatura de épica. Sea cual sea la acepción de nacionalismo preferida, bien la defensa de la comunidad orgánica frente a la democracia si hace falta; bien la defensa de los derechos políticos de la nación, asociándolos estrechamente a la propia democracia. Xosé Manuel Núñez Seixas ha estudiado en diferentes textos el estado de salud del nacionalismo en España, aquí generalmente edulcorado con la denominación light de “patriotismo constitucional”, seguramente para huir de la incómoda asociación con el nacionalismo franquista y diferenciarse, de paso, de los denostados nacionalistas periféricos o subestatales, señalados, sin gradaciones, como peligrosos secesionistas. El historiador gallego llegó en su momento a la conclusión de que la situación entre unos y otros era de empate.

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En su retrato de los nacionalismos (Patriotas y demócratas: sobre el discurso nacionalista español después de Franco 1975-2007), Núñez Seixas presentaba un panorama similar en la derecha y la izquierda en este asunto, a partir de la aceptación de unos y otros del nacionalismo de Estado, camuflado bajo el paraguas importado del patriotismo constitucional. La versión española del concepto, popularizado por Jürgen Habermas, viene a ser la sacralización de la literalidad constitucional para evitar poner en cuestión la trabajada idea de España como nación única. Aun así, sabiendo que aquí hay un problema de pluralidad innegable, la derecha siempre ha concedido la existencia de una “unidad en la diversidad”, antaño expresada como el sano regionalismo de los coros y danzas; mientras, la izquierda, básicamente los socialistas hasta la emergencia de Podemos, aceptaba un sustrato de continuidad pluralista con la utilización  de la fórmula de la Nación de naciones, aplicando una interpretación políticamente minimalista de las “naciones” para salvaguardar la preeminencia política de la única Nación española.

El subterfugio del patriotismo constitucional, de todas maneras, no consigue disimular su esencia de nacionalismo en toda regla. Alegando el acecho permanente de sus enemigos periféricos, se ve en la necesidad de cumplir con el precepto esencial del mismo: exigirse una afirmación nacional permanente para imponerse a los “otros” nacionalistas

Las supuestas naciones menores, también conocidas como nacionalidades, son descritas como comunidades estrictamente culturales por la mayoría de quienes aceptan dicha asimilación conceptual; para otros, como José Bono, expresidente del Congreso de los Diputados, estas naciones culturales incluso pueden llegar a tener un encanto poético. Desde este consenso a la baja, Francisco Rubio Llorente, expresidente del Consejo de Estado, solamente alarmó a los recalcitrantes de la unicidad cuando elogió al patriotismo constitucional por haber conseguido el gran avance de permitir que España fuera “patria de los españoles, pero también de sus diversas naciones”.

El subterfugio del patriotismo constitucional, de todas maneras, no consigue disimular su esencia de nacionalismo en toda regla. Alegando el acecho permanente de sus enemigos periféricos, se ve en la necesidad de cumplir con el precepto esencial del mismo: exigirse una afirmación nacional permanente para imponerse a los “otros” nacionalistas. En la jerarquía real de valores de este patriotismo, por delante incluso de la Constitución figura la vieja nación española de soberanía única sin matices, forjada objetivamente en la historia y con pretensiones de ser la más antigua de Europa. Una aspiración que convertiría al nacionalismo español en el más viejo del continente. 

Jean Daniel

Jean Daniel

Jean Daniel, en su sueño por imaginar a la nación liberada del nacionalismo, se interrogaba de dónde podría nacer aquella dimensión épica imprescindible para la permanencia de toda nación que no sea de la epopeya. Se ofrecía tres alternativas: “Del civismo, del pasado y de los derechos del hombre”. Ante tal disyuntiva, el periodista francés se inclinaba por el civismo como agente de la épica, haciendo suya la definición de ciudadano característica de Mendès France: un sujeto por igual de obligaciones morales y libertades jurídicas. Un civismo popular capaz de crear su propia épica nacional y su propia expresión de patriotismo. En la línea argumental de Kant, quien creía que el patriotismo cívico y el cosmopolitismo podrían actuar como freno del fanatismo y la obsesión de los patriotismos nacionales. En eso deben pensar los dirigentes de Podemos cuando tratan de dar un nuevo significado a la patria española, en un patriotismo plebeyo alternativo al de la casta aristocrática. 

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