8. La memoria de los mapas
La confianza de los españoles en el Estado de las Autonomías, según la serie histórica de barómetros del CIS, es compartida por un 40%, aproximadamente, habiendo alcanzado esta cifra álgida en 2015. La apuesta por el fomento de un patriotismo regional generalizado y homogéneo, como antídoto a las aspiraciones nacionales del País Vasco y Cataluña, con una intensidad menor en Galicia, fue uno de los dos grandes pilares levantados por los dirigentes de la Transición para sustentar el futuro del proceso democrático iniciado en 1975. El otro pilar fue el compromiso de reconciliación de las dos Españas, traducido, en la práctica, como el olvido voluntario de las consecuencias de la Guerra Civil, especialmente exigible a los perdedores. La magia constitucional de estas dos formulaciones resistió por un cierto tiempo. Finalmente, la resurrección de la reivindicación de la memoria histórica y el desgaste del modelo territorial debido a una aplicación restrictiva de la letra de la Constitución se han instalado sólidamente en la opinión pública.
“La institucionalización del mapa autonómico reforzó, consolidó o forjó, según los casos, un patriotismo regional claramente minoritario o inexistente en los inicios de la Transición, que en general, convive sin problemas con la identificación nacional española”, afirma Jacobo García Álvarez, autor de Provincias, regiones y Comunidades Autónomas. La formación del mapa político de España, uno de los libros de referencia para entender la creación del Estado de las Autonomías. En su opinión, la génesis de la organización territorial implantada por la Constitución, asentada sobre la trilogía municipio-provincia-comunidad autónoma, debe valorarse “en el marco de un proceso plurisecular” para comprender la coexistencia y superposición de “formas administrativas de origen y antigüedad diversa, con raíces geohistóricas más o menos remotas”. Jesús Burgueño, el otro gran especialista en la materia, sitúa las razones del desgaste de la actual organización territorial en su propio origen e intencionalidad, al “haber tratado de una forma esencialmente igual y uniforme a realidades de naturaleza y características muy diferentes”.
El proceso plurisecular para llegar a la fórmula de la actual Constitución no se entendería sin la figura de la provincia, el concepto clave de la geografía política española, a pesar de la evolución registrada por la denominación a lo largo de los años. En los días de Felipe II, a todo se le llamaba provincia, incluso a los reinos vigentes. Sin embargo, inicialmente, el nombre correspondía a dos acepciones claras: a la veintena de demarcaciones administrativas y fiscales del reino de Castilla, adscritas a las ciudades con representación en las Cortes castellanas, y a las denominadas “provincias exentas”, las tres vascas. Hasta la llegada de la etapa de los Borbones, Castilla, la Corona de Aragón y Navarra “no solo conservaban un alto grado de autonomía (aduanas, leyes, instituciones de gobierno), eran también la base de la organización territorial, judicial y militar de la monarquía hispánica”, explica García Álvarez. Tras el Decreto de Nueva Planta, el número de provincias alcanzó las treinta, al convertirse los territorios del reino-condado de Aragón-Cataluña en demarcaciones similares a las castellanas. Navarra pasó a la categoría de “provincia exenta” como sus vecinas vascas.
El actual mapa de las Comunidades Autónomas, salvando la presencia de las naciones históricas, presenta un alto grado de creatividad histórico-geográfica
El primer estudio relevante de la geografía peninsular no llegó hasta 1964 y fue debido a Hermann Lautensach. Su libro, La Península Ibérica (en la versión española, titulado Geografía de España y Portugal) sigue siendo una obra de referencia para los expertos, según el profesor Francesc Nadal, quien explica que el geógrafo alemán “para entender la península primero se fue a estudiar Corea, porqué decía que era lo mismo”. Ciento cincuenta años antes de la publicación de este estudio científico del medio físico, Tomás López, el autor del primer mapa de todas las provincias españolas, ya advirtió a los ilustrados del desorden territorial existente en el orden político. Un funcionario de Hacienda hizo el correspondiente informe, con la siguiente conclusión: “El mapa general de la Península nos representa cosas ridículas de unas provincias encajadas en otras, ángulos irregularísimos por todas partes…en fin, todo aquello que debe traer consigo el desorden y la confusión”. Los liberales, enemigos de la confusión, pusieron de inmediato manos a la obra para reformar tan alarmante mapa y lo hicieron a partir de los preceptos revolucionarios franceses y de su doctrina homogeneizadora, aplicada ya en la configuración de los departamentos franceses de 1790.
El primer documento del gobierno bonapartista de Madrid dividía España en 38 prefecturas, cada una de ellas con una diputación y un jefe político, convirtiéndolas además en circunscripciones electorales. Burgueño intuye que a muchos de los diputados de las Cortes de 1812 les debió gustar la novedad revolucionaria por certificar: “La fragmentación (y por tanto extinción) de los antiguos reinos que gozaban de una personalidad más acusada. Los límites seculares se borraron de un plumazo”. Cataluña quedó dividida en cuatro unidades; Galicia en otras cuatro; Aragón en tres y Valencia en dos. En sentido contrario, la lógica uniformadora condujo a la unificación de las tres pequeñas provincias vascas en una sola, con capital en Vitoria.
A pesar de la buena acogida dispensada a la propuesta por los reunidos en Cádiz, la división provincial no pudo ser aprobada por los liberales hasta diez años más tarde. Y el nuevo mapa decayó al poco de su nacimiento a causa del retorno de Fernando VII. El monarca, al punto de ser restablecido en el trono por la Santa Alianza, mandó revisar la división dibujada por el ingeniero Agustín de Larramendi y el marinero Felipe Bauzá, aplicando pequeños retoques, pero manteniendo los dos grandes criterios regidores del modelo: difusión del patrón geográfico castellano y respeto a las cuencas hidrográficas. El proyecto conservador de 1850 contemplaba 50 provincias, algunas más de las inicialmente previstas; la continuidad de las tres provincias vascongadas se salvó al ser atendida la negativa de los representantes de Guipúzcoa y Vizcaya a depender de Vitoria.
Este experto subraya al comentar el proyecto de Burgos: “Paradójicamente, la división provincial oficializó la división regional, a diferencia de Francia, donde los límites de los departamentos prescindieron, en general, de los antiguos reinos, en España ningún municipio dejó nunca de ser catalán, aragonés, navarro, vasco o gallego para pasar a ser otra cosa”. Únicamente el Reino de Valencia sufrió algunas modificaciones, como resultado de la incorporación de los municipios castellanos de Requena y Utiel a la provincia de Valencia, y de algunas localidades murcianas a la provincia de Alicante.
La opción por una nomenclatura basada en las capitales de provincia (con las excepciones del País Vasco, Navarra y los archipiélagos), relegó los nombres de los viejos territorios a la denominación formal de las agrupaciones provinciales (“Aragón está dividida en tres provincias”, etc.) y a la organización territorial del Ejército, hasta 1918, cuando se adoptó la identificación numérica de las regiones militares.
Los reinos quedaron bajo mínimos en el ámbito de la terminología oficial, pero gracias a la heráldica sobrevivieron simbólicamente en los sucesivos escudos de España. Los heraldistas consideran como el primer escudo nacional el diseñado por el gobierno provisional de 1868, cuya novedad fue la incorporación de las columnas del plus ultra, manteniendo la simbología real de Castilla, León, Aragón y Navarra en los cuatro cuarteles centrales, del mismo modo que se había hecho en los escudos de los monarcas desde los Reyes Católicos. El águila de San Juan con sus alas plegadas o desplegadas apareció y desapareció en función de los regímenes políticos dominantes, al igual que la corona o el emblema de la dinastía reinante; pero han resistido hasta el escudo vigente las imágenes fundacionales del castillo, el león, las cuatro barras y las cadenas, con una discreta granada, en recuerdo del reino andalusí.
Además de la fragmentación interna de los antiguos reinos descrita por Burgueño, la división provincial de 1833 supuso, en opinión de García Álvarez, “un reforzamiento centralizador, al multiplicar los enlaces periféricos con la autoridad central”. Salvador Claramunt comparte el criterio de la influencia de los enlaces radiales en el proceso uniformizador del Estado, desarrollado básicamente en el siglo XIX y culminado a finales del XX. “La moneda, el ferrocarril y el sistema métrico decimal contribuyeron mucho al objetivo centralizador, pero quizás el factor más determinante fue la construcción de los seis caminos reales impulsada por Carlos III en 1850, uniendo Madrid con el País Vasco, Cataluña, Valencia, Andalucía y Galicia”, explica el catedrático de Historia Medieval, según el cual “las provincias no rompieron los límites territoriales de los reinos tradicionales, pero el Estado de las Autonomías, sí”.
La geografía política española, desde Javier de Burgos hasta llegar a la aprobación de la Constitución de 1978, habría de soportar todavía otros tres movimientos pendulares, oscilantes entre el modelo descentralizador y el centralista, atribuibles a la fuerza del viento político reinante
La geografía política española, desde Javier de Burgos hasta llegar a la aprobación de la Constitución de 1978, habría de soportar todavía otros tres movimientos pendulares, oscilantes entre el modelo descentralizador y el centralista, atribuibles a la fuerza del viento político reinante. La tradición de alternar fórmulas contradictorias de organización del territorio se estrenó con los Reyes Católicos; éstos, con la Casa de Austria, la Primera y la Segunda República, conformarían los períodos descentralizadores, según García Álvarez; mientras que el catálogo de las etapas uniformadoras estaría integrado por la monarquía de los Borbón, el estado liberal y la dictadura de Franco, salvando las correspondientes diferencias en otros ámbitos ideológicos.
El federalismo de la Primera República fue un intento “de inventarse un país históricamente regionalizado de forma integral y homogénea”, asegura Burgueño, mientras que la Segunda República apostó por un régimen autónomo sin tiempo material para su aplicación, excepto en Cataluña y el País Vasco. Después, el franquismo, a pesar de su conexión retórica e iconográfica con Isabel y Fernando, reencarnó la concepción nacional unitaria de los Borbones y retrocedió a la geografía política de los liberales, a quienes, por otro lado, perseguía con saña.
La Transición nació con tareas pendientes y urgentes en diferentes ámbitos, especialmente en materia territorial. “La intensidad de los nacionalismos vasco y catalán nunca había sido, en los 250 años precedentes, tan fuerte, tan grave ni tan apremiante como al inicio de la Transición, tras lo sucedido en la Segunda República, la Guerra Civil y los 40 años de Dictadura”, argumenta García Álvarez en su análisis del proceso de construcción del Estado de las Autonomías. También subraya los condicionantes que sufrió el mapa de la futura división autonómica “por la política de hechos consumados”, practicada fervorosamente entre junio de 1977 y abril de 1978, antes de la redacción del artículo 2 de la Constitución en el que se conjuga la indisoluble unidad de la nación española con el derecho a la autonomía.
Los dirigentes políticos de la época descubrieron en aquellos meses, de repente y con intensa emoción, la existencia de ancestrales y profundos sentimientos de pertenencia en comunidades autónomas todavía por definir. “La formación del mapa autonómico se produjo con impresionante rapidez, ocasionando numerosos conflictos, llegando incluso a amenazar la viabilidad del naciente sistema democrático español”, afirma García Álvarez, al referirse al frenesí político del momento y al fenómeno de las convocatorias “espontáneas” de asambleas regionales para reivindicar la concesión de autonomías provisionales, impulsadas por UCD, el partido del gobierno, y por el PSOE, el principal partido de la oposición. “En muchos casos”, añade, “también por el oportunismo y la ambición de las elites parlamentarias por conquistar el nuevo espacio de poder”, intuido por los dirigentes locales como relevante y con enormes posibilidades de proyección de futuro.
Las urgencias de vascos y catalanes por recuperar sus estatutos aprobados por la República y la presión de las incipientes preautonomías aceleraron la improvisación de un mapa del nuevo Estado que la Constitución evitó incorporar oficialmente, a pesar de que en algún momento los ponentes constitucionales se lo plantearon. La razón para explicar esta ausencia significativa en el texto constitucional habría que buscarla en las diferencias existentes respecto a la adscripción de territorios, caso de Navarra y País Vasco, sin descartar, según los expertos, el temor a un voto negativo en el referéndum por parte de los ciudadanos descontentos por las divisiones más discutidas.
Muy probablemente “como reflejo del esquema mental dominante entre los políticos de la época”, sugiere García Álvarez, once de las diecisiete CCAA se calcaron, prácticamente, de los mapas escolares de las provincias organizadas según las viejas regiones, a saber: Navarra, Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía, Canarias, Comunidad Valenciana, Aragón, Islas Baleares, Asturias y Extremadura. Sin embargo, en la configuración del resto de comunidades, el esquema mental histórico adquirido en las aulas sucumbió antes los intereses políticos estatales o locales, permitiendo nuevas agrupaciones o segregaciones de territorios. La gran descomposición, también la más polémica, se practicó en el espacio de los reinos de Castilla y León, del que surgieron nada menos que cinco comunidades de nueva planta: Castilla-León, Castilla-La Mancha, Cantabria, la Rioja y Madrid.
En su estudio, García Álvarez recuerda como las tesis cantabristas para convertir la provincia de Santander en una comunidad fueron defendidas inicialmente por los socialistas y una parte de los ucedistas, mientras el resto del partido de Adolfo Suárez y Alianza Popular pretendieron su incorporación a Castilla. Finalmente, UCD se pronunció oficialmente por la comunidad. En la provincia de Logroño, UCD fue siempre partidaria de transformar la provincia en la comunidad de la Rioja; los socialistas dudaron entre la autonomía en solitario o la integración en Navarra o en el País Vasco. Al final, aquí se aceptó la opción con mayor apoyo popular.
El nacionalismo castellano, muy minoritario, fracasó en su reclamación de la Gran Castilla --una hipotética comunidad que abarcaría desde Santander a Sierra Morena--, porque el nacionalismo español impuso sus criterios geoestratégicos al dar prioridad a la asociación de Castilla y León. García Álvarez atribuye la decisión a la voluntad de crear la comunidad más extensa del mapa, una especie de masa crítica territorial que actuara como “un contrapeso a los nacionalismos centrífugos”. Las razones de esta opción fueron múltiples: “el ascenso electoral de los nacionalismos periféricos, la escalada terrorista, la aparición de las primeras conspiraciones golpistas dentro del Ejército y las aspiraciones de ciertas regiones de acogerse a la vía del artículo 151”.
La idea del contrapeso territorial a los nacionalismos periféricos, justificación de la aparición de comunidad de Castilla-León, no planteó ninguna contradicción a los promotores de la separación de Cantabria y la Rioja de las tierras castellanas de las que habían formado parte desde tiempos inmemoriales. “Las aspiraciones de santanderinos y logroñeses, las dos únicas provincias de Castilla la Vieja geográficamente ajenas a la cuenca del Duero”, expone García Álvarez, “se vieron favorecidas por el argumento de que La Rioja y Cantabria son una especie de territorios-tapón, o marcas fronterizas con el País Vasco; lo que llevó a algunos políticos a pensar que podían servir de freno a las tentaciones expansionistas del nacionalismo vasco, actuando de regiones bisagra para evitar la formación de fronteras rígidas entre el centro castellano y la periferia vasca”.
El nacionalismo castellano, muy minoritario, fracasó en su reclamación de la Gran Castilla --una hipotética comunidad que abarcaría desde Santander a Sierra Morena--, porque el nacionalismo español impuso sus criterios geoestratégicos al dar prioridad a la asociación de Castilla y León
La formación de Castilla-La Mancha, en cambio, no respondió a ninguna razón de estado. La explicación de su existencia es de carácter práctico, básicamente geográfico (ocupa la submeseta sur), funcional (las cinco provincias agrupadas presentaban una cierta cohesión económica depresiva con urgentes necesidades en infraestructuras para estimular su desarrollo) y de continuidad respecto del mapa escolar de Castilla la Nueva. Diversos intelectuales, entre ellos Anselmo Carretero, intentaron resucitar la idea de una autonomía de la Mancha o del País Toledano, ya planteada por el regionalismo manchego durante la Segunda República. Dicha comunidad integraría las provincias de Toledo y Ciudad Real al completo, además de una parte de Cuenca, casi toda la de Albacete y las comarcas de Utiel y Requena, traspasadas a la provincia de Valencia en la división provincial de 1833. La propuesta obtuvo un apoyo escaso “a pesar de tener su lógica desde una argumentación histórica medievalista, incluso geográfica y paisajística propia de la comarca manchega”, admite García Álvarez, señalando la prohibición constitucional de rediseñar el mapa provincial como el gran obstáculo para su aceptación.
El condicionante mental del mapa escolar de Castilla la Nueva no fue impedimento suficiente para los parlamentarios de Castilla-La Mancha para aceptar la petición de los representantes de Albacete de incorporarse a su comunidad, olvidándose éstos de su propio mapa histórico murciano. Tampoco se dejaron impresionar los parlamentarios castellano manchegos por la cartografía al decidir la expulsión de la provincia de Madrid de sus recuerdos escolares; les pudo más el temor a la distorsión económica y social que pudiera ocasionar la aglomeración capitalina en el conjunto de la comunidad y tal vez, también, a la influencia electoral que pudiera tener en el gobierno autónomo el peso de la izquierda en las ciudades metropolitanas madrileñas, incontestable en aquellos primeros años de democracia.
La fórmula autonómica nació para intentar resolver la tensión crónica entre el conjunto de la España reinventada y los viejos territorios negados a pesar de su imborrable rastro histórico y cultural
La carrera desatada para dar satisfacción a tantas aspiraciones de los recién descubiertos sentimientos autonómicos no fue el único factor que condicionó el resultado final del Estado de las Autonomías y su rápida evolución al desencanto. Previamente a la aprobación de la Constitución, se tomaron tres decisiones políticas sorprendentes y atrevidas, especialmente vistas a día de hoy, instalados en el imperio del discurso de la legalidad innegociable. En primer lugar, para poder dar efectividad al amparo y respeto de los derechos históricos de los territorios forales que proclamaría la carta magna, se devolvieron a toda prisa los conciertos económicos a Vizcaya y Guipúzcoa, eliminados por el franquismo como represalia a la fidelidad de estas provincias a la República. A continuación, el gobierno de Suárez reconoció a la Generalitat y a su presidente en el exilio, Josep Tarradellas, como representantes de la legalidad republicana, para satisfacer la reclamación unánime de los partidos catalanes y quizás también pensando secretamente en la creación de un liderazgo que pudiera frenar al nacionalismo pujolista. Medio año más tarde, el éxito de las manifestaciones andalucistas del 4 de diciembre de 1977, convocadas para atajar el miedo a que Andalucía pudiera ser tratada como un territorio de segunda división frente al empuje de las naciones históricas, fue interpretado oficialmente como la aceptación de la existencia de un “hecho andaluz”. Aquel consenso entre los partidos inauguró oficialmente la etapa del café para todos y desembocó en el referéndum andaluz de 1980, desvirtuando el principio constitucional diferenciador entre nacionalidades y regiones antes de haberse podido experimentar la práctica política y administrativa del sistema original.
No se han cumplido todavía los cuarenta años de su aprobación y la sensación de crisis del modelo es diáfana, sea por exceso o por defecto, según desde donde se mire y aun aceptando que su vigencia “pura” fue extremadamente corta, o justamente explicable por dicha brevedad
Cuatro años después de estas decisiones pre-constitucionales, el 31 de julio de 1981, UCD y PSOE ya se precipitaron por la senda post-constitucional en materia territorial al firmar los denominados Acuerdos Autonómicos, origen de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, la LOAPA, redactada bajo los efectos políticos y anímicos del intento de golpe de Estado del 23-F. La ley supuso un enfriamiento global de las expectativas autonómicas, insuficiente de todas maneras, para aquellos sectores políticos que llevan años queriendo congelarlas definitivamente.
Las dudas sobre quién es quién y qué es qué en España no solo no se han despejado con el invento autonómico, sino todo lo contrario
Desde la perspectiva de los sectores decepcionados por la evolución restrictiva provocada por el prematuro frenazo a los teóricos horizontes constitucional, los síntomas son indiscutibles: el rechazo sin contemplaciones del plan soberanista de Ibarretxe y el recorte a conciencia del nuevo Estatut de Cataluña. Las visiones de los congeladores y la de los congelados son combatidas con poca fortuna por los defensores de la teoría federalizante del Estado de las Autonomías, su interpretación de que el desarrollo del modelo tiene todavía un recorrido constitucional tiene muchas dificultades para hacerse con un lugar al sol del conflicto abierto sin disimulos.
La fórmula autonómica nació para intentar resolver la tensión crónica entre el conjunto de la España reinventada y los viejos territorios negados a pesar de su imborrable rastro histórico y cultural; como mínimo, para aliviar las contradicciones internas de lo que muchos historiadores han definido como una “monarquía de agregación”, un reino formado por la suma y anexión, voluntarias o violentas, de antiguos reinos y unidades políticas originariamente independientes. No se han cumplido todavía los cuarenta años de su aprobación y la sensación de crisis del modelo es diáfana, sea por exceso o por defecto, según desde donde se mire y aun aceptando que su vigencia “pura” fue extremadamente corta, o justamente explicable por dicha brevedad.