Incentivos, siempre se trata de calcular qué se gana si se toma una acción determinada. Y los incentivos para que las elites de América Latina puedan cambiar no se ven en el horizonte. O tal vez sí, porque algunos países que se exhibían como modelo han visto las orejas al lobo. ¿Chile? ¿Ahora Colombia que acaba de elegir al izquierda Gustavo Petro? Diego Sánchez Ancochea lo tiene claro: “el peligro es que ese modelo se extienda, porque la desigualdad va en aumento en todo el mundo, y sabemos lo que comporta, lo hemos visto en América Latina”.
Sánchez Ancochea es catedrático de Economía Política del Desarrollo, director asociado de la División de Ciencias Sociales de la Universidad de Oxford. Su preocupación es ese campo que, de hecho, ha estado durante muchos años desatendido. La ciencia económica ortodoxa ha valorado la desigualdad, porque con ella se estimulaba el crecimiento. ¿Una verdad incuestionable? Más bien al contrario. Este experto, consultor internacional en organismos como la CEPAL, la OIT o el Banco Mundial, acaba de publicar El coste de la desigualdad (Ariel), con un subtítulo muy ilustrativo: Lecciones y advertencias de América Latina para el mundo. Su tesis, como apunta en una larga conversación con Letra Global, es que “las clases medias y las más desfavorecidas deben trabajar juntas para hacer ver a las elites que a todos les interesa reducir esa enorme desigualdad”.
¿Cómo? En el libro Diego Sánchez Ancochea muestra cómo los intentos de distintos gobiernos, con ideologías diferentes, pero reformistas, han fracasado cuando han intentado poner en pie modelos fiscales más justos. Las elites no tienen “incentivos” para cambiar nada, y los proyectos ambiciosos de dirigentes como Ricardo Lagos o años después Michelle Bachelet, los dos en Chile, chocaron contra la pared de los más poderosos, que aceptaron únicamente pequeños incrementos de impuestos.
Universalismo diferencial
El caso de Chile es una gran lección para el mundo. La desigualdad hay que saber apreciarla. Aparentemente, el país crecía de forma homogénea. Pero no era verdad. Es uno de los países más desiguales del planeta. El tipo impositivo real promedio para el 1 por ciento más rico está en torno al 16 por ciento. ¿Y en el 'desigual' Estados Unidos? Resulta que en el gran país-continente ese porcentaje es del 24%, y más alto en otros países de la OCDE.
Sánchez Ancochea admite el debate. Los expertos se dividen entre los que sitúan los factores económicos o los culturales como los más determinantes y que explican el auge de los populismos. ¿Hay una izquierda que se confunde con cuestiones identitarias? La hay, señala el autor de El coste de la desigualdad, porque lo principal debería ser antender “esas enormes desigualdades respecto a un porcentaje muy pequeño que se queda la mayor parte de la riqueza”. Hay que ‘atacar’ cuestiones clásicas, por tanto. Aunque este experto, nacido en Madrid, busca un punto medio que considera necesario.
Cuando se aborda la cuestión de la población indígena, surge la duda. ¿Debe haber discriminación positiva por pertenecer a un pueblo más antiguo que los que llegaron después? El periodista Martín Caparrós, autor de un enorme fresco sobre Latinoamérica, que tituló como Ñamérica, cree que se debe atender únicamente en función de la renta: tiene el mismo derecho una familia indígena que una familia pobre de origen europeo de un arrabal de Buenos Aires. “Creo en un universalismo, sí, pero que tenga un carácter diferencial”, señala Sánchez Ancochea, partidario de políticas más dirigidas hacia colectivos que tengan una posición mucho peor.
Y los datos corroboran esa afirmación, porque este experto constata en las páginas de su libro la enorme dejadez –paliada en los últimos decencios, de forma desigual—en el campo de la educación. Y ahí vuelve a la cuestión de los incentivos: si la economía se ha basado en un bajo valor añadido, en la exportación de materias primas y en productos de consumo interno, a las elites nunca les interesó educar a las clases bajas. Y las clases medias y altas se refugiaron en instituciones privadas que reproducían el sistema, sin buscar nunca un cambio, por pequeño que fuera.
¿Hay demagogia en esos argumentos?: “Los ricos han empleado de modo rutinario su influencia política para mantener bajos sus impuestos y en ocho países latinoamericanos, el 10 por ciento más rico de la población paga menos del 5 por ciento de sus ingresos en impuestos: tres veces menos que en Estados Unidos y seis veces menos que en Suecia”.
Precisamente, esa es la clave. Sánchez Ancochea se refiere a los países nórdicos para reflejar que una mayor igualdad “implica también mayor crecimiento, cohesión y menos posibilidades para el populismo”. Pero los vientos van en dirección contraria. El peligro es que ese modelo, que se ha rechazado siempre desde Europa, tome ahora la dirección contraria y circule de América Latina al mundo. El problema de países como México, Brasil, Colombia o Chile, no es que los pobres sean más pobres que en otros lugares, “sino que los ricos lo son mucho más, con una distancia enorme respecto a todo el resto”. ¿Es lo que viene ahora?
Los países asiáticos, en otro planeta
Lo que se crea, como una derivada política y social “es una enorme desconfianza, con grupos enfrentados, porque en el día a día no hay contacto”, señala el profesor de Oxford. Y eso lleva a la erosión de los sistemas democráticos. Sin confianza entre grupos, entre estratos sociales distintos, sin nada que los una, más allá de una retórica patriótica, el enfrentamiento, la violencia, el populismo más descarnado, está servido. Y eso crea una dinámica perversa que lleva a una cerrazón del propio modelo, lo que impide cualquier reforma.
El análisis preciso, con datos, con argumentos, con reflexión, aconseja políticas muy distintas a las que se siguen en América Latina. ¿Qué se podría hacer? “Ojalá seamos capaces de utilizar la pandemia del Covid y nuestra respuesta a ella para reconocer que los mercados desregulados solo crean desigualdad e inestabilidad, que las sociedades exitosas siempre han contado con Estados fuertes, que la prosperidad compartida es especialmente gratificante y que la meritocracia es todavía un mito. Reconocer que una mejor distribución de ingresos, oportunidades y riqueza puede beneficiar a todos podría ser el primer y más importante paso hacia la construcción de una sociedad más humana en América Latina y en el resto del mundo”.
Porque, ¿hay comparaciones odiosas? Las hay. Sánchez Ancochea constrata esa realidad, que nos es cercana porque compartimos lengua, cultura, historia y lazos familiares, con la evolución de los países asiáticos: educación e inversión en I+D, ayuda desde el Estado, y crecimiento, con oportunidades a amplias clases medias: en Corea del Sur, en Taiwán o Singapur, al margen –y nadie duda de la importancia de los sistemas políticos—del mayor o menor grado de libertad individual que ofrecen.
¿Es América Latina la que impondrán en los próximos años su modelo al mundo? Esa es la advertenia que clama Sánchez Ancochea, desde Oxford, con una mirada larga sobre el continente.