Antonio Núñez de Herrera, insigne escritor desconocido, un extremeño afincado en el sur, rescatado del olvido amarillo de las hemerotecas y las viejas librerías de lance gracias a la investigación meticulosa y honrada del periodista José María Rondón y el historiador César Rina, que han editado su opera omnia para El Paseo –el falansterio editorial del gran David González Romero–, se lamentaba, 15 días antes de morir, de que su único libro –Mito y Realidad de la Semana Santa, que no trata de los desfiles religiosos del Mediodía sevillano, sino del ánimo inconsciente que conduce a toda una ciudad hacia su particular delirio, visto a través de los cristales deformantes del mejor vanguardismo– no hubiera recibido atención en la prensa de su época. Ni una palabra. Ni una crítica. Silencio.
En una nota dirigida a Benjamín Jarnés, una de las pocas excepciones, Núñez de Herrera le agradece su interés por su libro, “silenciado concienzudamente por la prensa reaccionaria –es decir, por toda la prensa– de Sevilla”. La anécdota merece la condición de categoría: lo que no se nombra, en este caso con intención de menosprecio, no desaparece, aunque se crea lo contrario. Perdura instalado en el olvido (que seremos) hasta que un buen día resucita tras una larga hibernación. Pueden transcurrir años, lustros, décadas o siglos. Da igual que a los contemporáneos les sorprenda: la mirada inmediata acostumbra a estar ciega ante las persistencias del pasado, convertidas en los sustratos del presente.
Quien desconoce su historia está condenado no tanto a repetirla, sino a sufrirla de nuevo. Quien la desprecia es, sencillamente, un ignorante. De esto trata el excelente libro que el historiador Steven Forti, italiano de Cataluña, profesor asociado en la Universidad de Barcelona e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidad Nova de Lisboa, ha escrito sobre la reverberación del fascismo. Extrema derecha 2.0 (Siglo XXI) se presenta como un tratado documentado y divulgativo sobre las distintas formas en las que el totalitarismo ideológico se hace presente en nuestros días. Siendo un asunto clásico –la teocracia y la tiranía son formas antiguas de gobierno– Forti diferencia, en su ensayo, entre los fascismos históricos –hijos de su tiempo, modernos en relación a su época– y las nuevas formas de intolerancia política.
Los primeros deseaban abolir las democracias liberales para sustituirlas por distopías colectivistas de masas conducidas por un líder infalible y mesiánico. Pretendían así convertir en eterno un pretérito fabulado. Sus proyectos de poder partían de la ficción, pero influían –hasta destrozarla– en la realidad. Debían arrasar con todo lo anterior, salvo con la brutalidad de nuestros ancestros, para imponer este nuevo orden, esencialista y, a la postre, asesino. La extrema derecha posmoderna usa otros métodos –viralidad, populismo, mentiras sistemáticas, un despreciable paternalismo sentimental– para vaciar las democracias desde dentro e implantar una hegemonía perdurable.
Son dos formas de abyección, cada una hija de su momentum. Los totalitarismos del siglo XX, entre los que están el fascismo italiano, el comunismo soviético, el falangismo español y el nazismo alemán, empezaron siendo partes concretas del tablero político europeo que, gracias a un determinado contexto social, terminaron apropiándose, mediante la anatematización y el exterminio sistemático, de todas las casillas de la vida pública para, sin detenerse, infiltrarse en el ámbito de las vidas privadas a través del terror.
A los nuevos identitarismos, que no todos rinden honores a los fascismos de antaño, por el contrario, les basta la idea de dominio para lograr su objetivo: crear sociedades dóciles y sin libertad, entregadas a su capricho mediante una ingeniería mental –nueva versión de la social, augurada en sus libros por Huxley y Orwell– que mantenga el aspecto formal de las democracias, pero prescindiendo de su esencia: la tolerancia. Muchos lo han olvidado. Otros jamás lo aprendieron: la voluntad (coyuntural) de las mayorías, cualesquiera que estas sean, no puede anular la existencia de minorías ni prohibir la disidencia intelectual y civilizada.
Forti centra su análisis en este resurgimiento ultra –su relato se apoya en el Brexit, Trump, la Hungría de Orbán, la Italia de Salvini, el Brasil de Bolsonaro, la Francia de Le Pen y otras muchas geografías– que predica el retorno a unas raíces culturales falsificadas –negar el mestizaje es equivalente a abolir la vida de la faz de la Tierra y negar la biología–, practica con devoción la eurofobia, odia el cosmopolitismo, llama colonos o inmigrantes a sus conciudadanos y promete, bajo la estampa (costumbrista), una Arcadia feliz.
En cierto sentido, el mapa político europeo, y sin duda el español, está contaminado por esta patología. La polarización social, consecuencia del miedo, la inseguridad, la frustración y la pobreza, son las estaciones del itinerario por donde discurre el tren del totalitarismo cultural, antesala del político y preludio del militar, que ya no necesita armas para imponerse y es tan puntual como una locomotora. Su método es diabólico: en lugar de escuadras y requetés, le basta transformar a cada simpatizante en un fanático sentimental y convertir a una comunidad en una horda inquisitorial. No existe dictadura más perfecta que la unanimidad. Para que la intolerancia crezca hasta conquistar las instituciones, o aniquilarlas con el señuelo de utopías constituyentes, debe producirse una sensación general de desamparo.
Es justo la trampa en la que han caído, en mayor o menor medida, parte de las democracias occidentales. Los totalitarismos identitarios se alimentan del descontento, que es el factor capital que acaba normalizando la segregación política. Forti lo explica con clarividencia: en una “sociedad deshilachada, los partidos políticos y los sindicatos ya no son lo que eran, su arraigo es menor y eso favorece que propuestas radicales tengan más predicamento social”. Cuando una sociedad es incapaz de ver el reformismo como una solución –la única– y se decanta por cualquier trampantojo de revolución –obrera, libertaria, burguesa, amenazante o sonriente– la alfombra del totalitarismo queda extendida en el suelo para que los bárbaros penetren en las catedrales de la democracia. Igual que los antiguos emperadores absolutistas.
Las cosas no suceden por casualidad. Son la consecuencia de hechos previos. Si las democracias liberales hubieran articulado formas de autodefensa –que no consisten en infantiles cordones sanitarios, sino en dotarse de instrumentos eficaces contra la endogamia y la corrupción de los partidos políticos– el totalitarismo no crecería en los comicios electorales de muchos países europeos. Tampoco ayuda, más bien al contrario, la ola de victimización social, tan rentable en términos electorales para la izquierda (de salón). Una sociedad donde todo el mundo se considera una víctima de otros (salvo de sí misma) es una sociedad en busca perpetua de culpables, dispuesta a establecer categorías excluyentes –el viejo cuento de los buenos y los malos– e irresponsable. Una sociedad victimizada nunca avanza; retrocede. Se sumerge en un pozo. Y deja todo el espacio libre a los redentores totalitarios.
No es extraño que Forti, académico valiente, haya sido objeto de una infame campaña de desprestigio impulsada por el independentismo tras afirmar, en una entrevista, que JuntsxCat es “un mejunje nacional-populista que comparte rasgos con formaciones de extrema derecha”, aunque sus dirigentes nieguen tal afiliación. En su libro ha descrito el totalitarismo identitario con un método convincente y universal. Su teoría –que emana de la realidad– se convierte así en una guía práctica para saber a qué nos enfrentamos exactamente. Su mérito es haber dado sentido a un presente confuso que se parece demasiado al peor de nuestros pasados. Quienes lo insultan contribuyen a su gloria. Todos somos Forti: hombres libres y sin miedo.