De niños, cuando aún no levantábamos un palmo del suelo, los cuentos de terror y espanto que nos contaban para asombrarnos nos parecían historias irreales, sin saber –eso llega más tarde, como tantas otras cosas– que no eran más que augurios narrativos de los horrores que iríamos descubriendo con el transcurso de los años. Madurar, entre otros desengaños, consiste en descubrir que, lejos de ser fábulas o ficción, estos relatos escondían, igual que sucede en un juego cifrado, la verdad de quienes, antes que nosotros, se hicieron la misma pregunta: ¿Por qué en España tenemos una lista tan larga de exiliados? ¿Qué sucede en este país donde, sea cual sea el corte temporal en el que nos fijemos, aparecen dos bandos enfrentados? ¿Por qué el relato de lo que somos está lleno de vencedores y vencidos? Es la eterna historia de las dos Españas, con permiso de la tercera, que sigue siendo una grandísima desconocida.
No nos referimos únicamente a la Guerra Civil, probablemente el hecho más dramático de nuestro pasado reciente y, por eso, motivo recurrente de toda clase de manipulaciones interesadas para que la visión sobre nuestra identidad se limite a un planteamiento binario: los buenos frente a los malos. Víctimas y verdugos. El conflicto que nos desgarra excede este episodio, extendiéndose al presente desde un pasado que no es ancestral, sino omnipresente. El historiador Ricardo García Cárcel, insigne en tantas cosas, ensaya una respuesta en uno de sus libros: “Nadie ha defendido más la idea de España que los exiliados”.
Y añade: “Fueron los jesuitas expulsados los que enarbolaron la bandera del narcisismo cultural español frente a la leyenda negra italiana del siglo XVIII. Fueron los liberales románticos exdoceañistas los sostenedores desde el exilio de la España jacobina frente a las concesiones fueristas de los gobernantes españoles después de 1814. ¿Y qué decir de los intelectuales del exilio republicano, con una lágrima por España siempre a punto de ser derramada”. Al contrario que todos estos benditos disidentes, leales sobre todo a sí mismos, otros se inventaron patrias imaginarias –sobre todo a partir de los años sesenta– para evitarse el trabajo de reformar la única existente. La cita de García Cárcel es luminosa: todo lo que nos sucede, ya ocurrió antes en otro contexto, con otras personas y en un tiempo remoto que está lleno de analogías con la hora presente. Para descubrirlo basta con saber mirar, que es el primer paso para pensar.
La España peregrina, el hermoso nombre que Jose Bergamín le puso a la revista cultural que los escritores republicanos editaban en el México de los años cuarenta del pasado siglo, está marcada por esta sensación de orfandad, pero la suya no fue la primera ni es la única generación que, precisamente por buscar una determinada idea de país, se quedó literalmente sin él, aunque lo replicase al otro lado del inmenso océano. Su avatar, tan doloroso como fecundo, porque la vida es lo que sucede entre el placer y el dolor y la alegría y el quebranto, es un síntoma de una enfermedad mayor. Una anomalía que no se circunscribe a la superficial lectura política y que se proyecta al ámbito cultural.
¿Por qué existe tanta gente que, antes y ahora, no encuentra su sitio en España? Los exiliados pueden ser de muchas clases. No se limitan a aquellos que se marchan del país donde nacieron por causas ajenas a su voluntad. O a quienes se refugiaron dentro de sí mismos, consagrándose a la vida privada. El término engloba a huérfanos de toda suerte y condición: disidentes políticos, desplazados económicos, apátridas culturales, peregrinos vitales, ilustres desengañados o idealistas descomunales. Jóvenes y viejos. Esa inmensa multitud que siente que no encaja, no responde a las expectativas (ajenas), no comulga con ruedas de molino o hace suyo el lema que la Biblia adjudica al diablo: Non serviam.
Más que rebeldes, como a veces se les presenta, hablamos de apocalípticos vocacionales, seres que nadan en contra de la corriente dominante. Por su puesto, existen en todos lados, pero quizás en ningún otro sitio como aquí tengamos una estirpe tan poblada como la de quienes, sin desertar de su condición, deben mudar de sitio porque, en contra de lo que dice Quevedo en El Buscón, no están dispuestos a cambiar de costumbres o prefieren malvivir antes que traicionarse.
Son las figuras de un paisaje abstracto –la España real– caracterizado por la sistemática ocupación de los espacios de intercambio y convivencia con voluntad de monopolio. Si la política nunca es neutra, en España directamente ha sido –y es– una sinécdoque mediante la cual una parte (religiosa, ideológica, generacional o identitaria) se apropia absolutamente de todo, condenado a la irrelevancia o al nomadismo, o a ambas cosas, como descubrió Max Aub, a quienes no caben dentro de sus estrechos parámetros mentales.
Quizás en ningún otro sitio de Europa las guerras culturales hayan sido tan intensas, constantes y duraderas, produciendo agentes tóxicos y antídotos, regidas por una dialéctica que discurre desde la Antigüedad a nuestros días. Por supuesto, los exiliados contemporáneos tienen un perfil diferente al de antaño. España ha cambiado mucho a lo largo de los siglos. Más en los últimos cuarenta años. Lo que no lo ha hecho en similar proporción, en cambio, es nuestro sustrato cultural, la maldita incapacidad para mantener al margen de nuestras miasmas los sagrados espacios de convivencia, que en las civilizaciones dignas de tal nombre deben mantenerse vedados a cualquier clase de fanático.
El día en el que todo el mundo en España encuentre su sitio, cuando dejemos de fabricar exiliados, igual que los caciques del XIX hicieron una industria los votos que garantizaban su dominio en un país analfabeto, la mañana en la que los nacionalistas dejen de llamar colonos a sus compatriotas, habremos dejado atrás para siempre ese pretérito que condiciona nuestro presente. El ayer es ahora.