Democracias

La era de las vanguardias

3 mayo, 2021 00:00

Los augurios, que en latín designan la acción de ver pasar a los pájaros, gozaban en el mundo antiguo de un extrañísimo prestigio. Homero se refiere en la Ilíada a un adivino –Calcas– que presagiaba el porvenir, ese eterno libro por escribir, examinando el vientre de las aves. Todas sus predicciones sobre la guerra de Troya, primera materia del género épico, se cumplieron con asombrosa exactitud, especialmente los hechos sangrientos, la duración de la batalla y el encumbramiento de Aquiles como héroe mitológico. Los dictámenes del Oráculo de Delfos, que hoy es una ruina en un pacífico pueblecito de montaña, alumbraron en esa época el negocio de la adivinación, que podía abarcar desde las cosas más comunes –los amores, las muertes, las dichas y las desgracias familiares– al ejercicio (interesado) de la política

Los spins-doctors, en aquel lejano pretérito, eran los augures a los que los ansiosos que querían averiguar la verdad (aunque fuera mentira) acudían con vehemencia para que interpretaran, óbolo mediante, los misteriosos designios de los dioses. Ahora contamos para ejercer idéntica función adivinatoria con el arte de manipular las estadísticas –la política contemporánea consiste básicamente en construir un relato e ir cotejándolo con sucesivos sondeos de opinión– y a los economistas, generalmente especialistas en explicar lo que ha sucedido, pero no tan diestros en desentrañar las claves del presente. Igual que sucedía en Atenas, ambos obtienen sus recompensas de las arcas públicas. El poder prefiere fomentar la predestinación (en su beneficio) que alimentar el conocimiento individual. 

La revista británica The Economist, después de consultar a medio centenar de expertos, publicó a inicios de este año una lista en la que intentaba explicar de forma sistemática los cambios sociales y económicos derivados de la pandemia. Hizo una radiografía del mundo que viene. En el que, en cierto sentido, ya vivimos (los que sobrevivimos). Entre sus pronósticos destacan dos ideas: la existencia (social) se articulará a través de las pantallas e internet –lo que se conoce como la digitalización– y el trabajo se transformará en una experiencia casera. 

Parte de las relaciones laborales, según estos pronósticos, mutarán (para aquellos con la suerte de conservar su empleo) en mercantiles. Otras, en cambio, se extinguirán sin remedio. Las empresas trabajarán cada vez más en la nube y la necesidad de ir a la oficina disminuirá, lo que tendrá un impacto –mayúsculo– en el negocio inmobiliario. La movilidad laboral se reducirá y el comercio, inmerso en el fenómeno Amazon, se desarrollará principalmente a través de las redes. Las ciudades cambiarán por completo. Todos seremos trabajadores solitarios y multitarea y, probablemente, nuestra labor profesional pasará a ser controlada mediante algoritmos. El ocio y el consumo se dividirán entre las actividades premium –por suscripción– y aquellas cuya rentabilidad se basará en la imagen y la publicidad. 

Desaparecerán todo tipo de intermediarios –por falta de rentabilidad de sus negocios– y las empresas que no inviertan un mínimo de un 10% en tecnología se extinguirán igual que los dinosaurios. Todo lo tendremos que hacer nosotros mismos (por supuesto, pagando) a través de las redes virtuales. Lo auténtico, en este nuevo ecosistema, se convertirá en un lujo. Viviremos –si es que vivimos– con escaso margen de privacidad, permanentemente vigilados por una sociedad donde todo es mercado y el trabajo, extinguida cualquier clase de contrato social, pasará a ser un factor secundario en los procesos de creación de valor económico

El desempleo crecerá exponencialmente; la formación y la educación –por supuesto virtual, salvo los selectos encuentros analógicos– se transformarán y la universidad, atrapada en su propio bucle, y en muchos sentidos obsoleta, pasará a fragmentarse –lo estamos viendo ya– en un mercado persa en el que se comerciará con las credenciales académicas. También la salud, un sector desgastado por la falta de inversión pública, pasará a ser un servicio virtual: médicos convertidos en teleoperadores que administran en función de la capacidad adquisitiva de cada cliente el arsenal terapéutico de la poderosa industria farmacéutica. Los hábitos familiares se verán asimismo alterados, al convertirse parte de los hogares en oficinas, tiendas y hoteles. Todo se hará desde casa por ordenador: comprar, trabajar, consumir. 

Los profetas de esta nueva era nos presentan este mundo inminente, el mundo que yo no viva, como decía el poema de Agustín García Calvo, sin dudar y con una sonrisa optimista. Un futuro maravilloso, dicen. Pero este retrato de la sociedad pos-Covid también incluye un sinfín de sombras: desigualdad (económica), discriminación (sin derecho a la intimidad), desaparición de las clases medias el factor de estabilidad de los modelos de democracia liberal–, la dictadura moral de lo políticamente correcto –esa forma de hipocresía occidental–, el populismo, los charlatanes –en lugar de intelectuales– y sofisticados curanderos que nos ayudarán a sobrellevar los problemas mentales derivados del aislamiento, la mercantilización de las relaciones humanas y la omnipresencia de la tecnología. Un mundo regido por artefactos. Igual al que soñó el futurista italiano Filippo Tommaso Marinetti, poeta arrebatado de la máquina rugiente y pionero (cultural) del fascismo. Donde vivir será un verdadero milagro.