Lo vivido esta semana en Washington va más allá de un hecho puntual, pues refleja una decadencia, reversible o no, del gigante norteamericano. No es sólo el asalto al Capitolio, es que, tras cuatro años de una política destructiva sustentada en la falsedad
evidente y sistemática, más de setenta millones de ciudadanos estadounidenses han optado de nuevo por Donald Trump; que casi la mitad de los votantes republicanos ven con buenos ojos la violencia de estos días; o que ningún cargo republicano ha alzado su voz contra Trump durante su mandato.
Este último dato resulta muy relevante pues, precisamente, se reconocía a la democracia estadounidense por el margen de libertad de sus senadores y congresistas, no sujetos a la férrea disciplina de partido, más propia de democracias europeas. Sin embargo, ni el mínimo distanciamiento de las flagrantes mentiras o de la miserable y dramática gestión de la pandemia.
Y nada es casualidad, pues los males vienen de lejos. Sin duda, ese malestar que sacude el mundo occidental, consecuencia de una globalización desgobernada y una revolución tecnológica que nadie conduce, tiene mucho que ver con esa rabia extendida entre las antiguas clases medias, que ven deteriorado su bienestar, y que Trump ha sabido canalizar en beneficio propio.
Pero, antes de Trump, personalmente ya tenía la sensación de que Estados Unidos iba dejando de ser la gran referencia. Que su indiscutible poderío militar y tecnológico no podía esconder el enorme debilitamiento de ese soft power que, durante gran parte del siglo XX, constituyó su atractivo y la base de su hegemonía global. Y lo pensaba a raíz de observar hacia dónde se orientan nuestros jóvenes.
Mi generación veía a Estados Unidos como la gran referencia en todos los sentidos. Desde su cultura, democracia, diplomacia, entretenimiento, deporte y universidades a su misma forma de vida en libertad. Sin embargo, desde hace unas décadas ya no es así. Hoy, percibo que los jóvenes tienden a mirar, prioritariamente, a Europa, a esa compleja amalgama de ciudades que, pese a todas las dificultades, sigue conformando el espacio que mejor sabe combinar cultura, crecimiento económico y justicia social.
Precisamente fue ese extraordinario soft power la base del desarrollo tecnológico y militar que aún corresponde a Estados Unidos. Así las cosas, si la Administración Biden no lidera un cambio radical, que no será sencillo, su incidencia en el orden global será cada vez menor. Y su potencia tecnológica y militar acabará por, también, debilitarse. ¿Y si estamos ante el auge de Europa?