El final del confinamiento abre --al menos en lo simbólico-- una nueva etapa en estos tiempos asesinos marcados por el coronavirus, pero en lugar de tranquilizarnos alumbra nuevas inquietudes. Salimos del encierro practicamente como entramos: sin saber absolutamente nada de la pandemia, que lejos de haber cesado se multiplica con una eficacia antológica en América, África y otros países. Los contagios se replican en España --donde la sordina oficial viene silenciando la envergadura real de la enfermedad desde el primer día--, Alemania y otras zonas de una Europa muda ante el desafío. La OMS, tan cuestionada en esta crisis, advierte: “La epidemia se está acelerando. Tendremos que convivir con ella al menos dos años más”.
La normalidad parece haber pasado a la historia, mientras Sánchez I, el Insomne, presume de todos los contagiados que han sobrevivido --no se han salvado; muchos sufren secuelas-- y ordena una suerte de barra libre de movimientos, actividades y concentraciones de personas, a sabiendas de que el problema sanitario no tiene solución hasta que se descubra una posible vacuna. Si durante los primeros días de la crisis nos gritaban quédate en casa --en realidad querían decir muérete en tu domicilio--, aplicando un darwinismo atroz y negando incluso la asistencia hospitalaria a ancianos y enfermos que llevan toda la vida cotizando, el nuevo lema --por supuesto, no verbalizado-- parece ser puedes moverte, pero si te contagias es cosa tuya.
Llámenlo realpolitik: si no han sido capaces de admitir ni las 40.000 muertes, difícilmente cabe esperar de los políticos que vayan a ejercer la prudencia. Es más sencillo reclamársela a los demás. Lo asombroso no es que esta crisis haya desnudado las grietas estructurales de la partitocracia española, donde cada parroquia política, cada autonomía, tira de la manta a su favor, destapando a los demás. Lo inaudito es que, tres meses después, sigamos caminando a contracorriente y se abran las fronteras para los turistas mientras se establece una cuarentena para los inmigrantes. Parece que en Moncloa ignoran que el virus no es sedentario, sino un mal nómada. La foto construida gracias a la propaganda, que ha incentivado una competencia demencial entre las autonomías para saltar del encierro a la plena libertad de movimientos, no es estable. En cuanto abran los aeropuertos el mapa de la pandemia se verá alterado por los flujos de la muerte.
¿Por qué el coronavirus ha sido más intenso en las áreas geográficas de influencia de Madrid y Barcelona? Ambas ciudades cuentan con mayor densidad de población y en ellas están los dos grandes aeropuertos y los nudos de comunicación de mercancías y personas. Por supuesto, nadie desea un mundo cerrado. Pero se trata de un hecho: la cadena de contagios está vinculada a los intercambios, que son la base del comercio. Suspenderlos nos abocaría a la ruina, pero tolerarlos sin más puede conducirnos a la muerte colectiva. Cabe la opción de limitarlos con inteligencia, pero en España nadie está dispuesto a decir la verdad, de igual forma que hasta ahora la pandemia se ha relativizado por intereses partidarios. Unos querían tumbar al Gobierno, otros pretendían convertir la sociedad en un ente muerto, alérgico a la crítica. Hasta pensar ha sido considerado una anomalía.
Parece utópico que, en un país donde los políticos ni siquiera se ponen de acuerdo para contar a los fallecidos, podamos confiar en que haya un consenso para impedir los rebrotes, que llegarán, serán relativizados en función de lo que interese y volverán a alimentar la rueda de la política tabernaria, mientras muchos ingenuos creerán que la libertad es bañarse en una playa balizada. No hemos estado viviendo un retiro social preventivo. Hemos sobrevivido (de momento) a un infame holocausto. Conviene empezar a llamar a las cosas por su nombre.