El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en Sevilla / @JAIMEFOTO

El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en Sevilla / @JAIMEFOTO

Letras

Abad Faciolince: “Si queremos saber la verdad no podemos ‘cancelar’ nada ni ocultar ninguna idea”

El escritor colombiano recrea el Medellín de los años setenta y ochenta a través de la figura (histórica) de un sacerdote y agitador cultural en la novela 'Salvo mi corazón todo está bien'

2 febrero, 2023 19:30

“Todo final feliz es un final prematuro”. Héctor Abad Faciolince cita a Orson Welles  en las primeras páginas de su última novela que como El olvido que seremos, termina mal pero deja un rastro de ternura y esperanza en el lector. Ambientada en el violento Medellín de los años setenta y ochenta, Salvo mi corazón todo está bien recrea la vida de un sacerdote y agitador cultural al que el escritor llama El Gordo. Un libro-viaje para el escritor colombiano, que empezó a escribir con molestias cardiológicas y que sufrió, cuando andaba por la mitad, la misma afección que le cuesta la vida a su protagonista. Abad Faciolince lo ha podido contar. Y además ha relatado la vida de un hombre que murió y dejó huella en varias generaciones de su ciudad. Dice odiar al catolicismo y detesta el concepto de familia, pero escribe sobre un cura bueno. El libro que le dio notoriedad fue un homenaje a su padre –asesinado por los paramilitares– y éste lo concibió como un regalo a su madre, una católica fervorosa.

–Ha querido hablar sobre la bondad. Ahora. ¿Por qué?

–Mire, estoy leyendo a una biografía de Beethoven y, curiosamente, he encontrado la respuesta exacta a esa pregunta. Es la única superioridad que el genial músico reconoce. Me voy apropiar la frase y la idea (enseña un pequeño libro, viejo, gastado, se lo vuelve a meter en un bolsillo).  Y es verdad que he querido hablar de un hombre bueno y, sí, de la bondad. Me siento más cómodo en ese registro en un Medellín que conocí y sufrí en los años setenta y ochenta. Es ese momento cuando El Gordo (Luis Córdoba en la novela) ejerció de contagiador cultural y propagador de entusiasmos en esa ciudad, entonces, grosera, violenta y corrupta. Fue un milagro que se produjera un hecho como ese, que apareciera un personaje como él y además que fuera cura.

Héctor Abad Faciolince / JAIMEFOTO

–En una nota a pie de página usted dice que toda coincidencia del protagonista con Luis Alberto Álvarez es pura realidad.

–Sí, claro. Existió y hay muchísimos que lo tratamos y lo quisimos. Le he cambiado el nombre porque le he añadido ficción y, bueno, porque es una novela. Pero fue muy real. Hay cientos de personas que de alguna manera cambiaron su vida gracias a él. Desde Sergio Cabrera, el cineasta, hasta mi hija, que se dedica también al cine y es de otra generación distinta. Fue un líder cultural en el sentido más amplio de la palabra, sin pretensiones evangelizadoras. Sin decir que era cura.

–Un cura bueno.

–Fue durante la pandemia. Estaba escribiendo una novela muy distinta, de periodistas amenazados por la mafia, muy violenta. De pronto dejó de interesarme. Me vino el recuerdo de ese hombre, Luis Alberto, y toda esa luz en medio de ese momento atroz que vivimos, con tanto dolor y tanto miedo. Se me hizo evidente la presencia de su recuerdo, de ese cura enfermo y vitalista. Empecé a escribirla y, cuando estaba en ello, el pequeño soplo de corazón que yo mismo tenía se fue agravando hasta que enfermé seriamente y tuve que someterme a una operación, prácticamente igual que la que a él le llevó a la muerte (lo cuenta sonriendo y con cara da asombro como si hubiera vivido un proceso iniciático o clarividente). Fíjese, habría querido escribir una novela que no tuviera nada, nada, nada que ver conmigo (enfatiza). Soy ateo, no me interesa en absoluto el mundo religioso y, sin embargo, me vi metido en la misma situación personal. Estaba bien de salud, me divertía la idea de explorar una vida completamente ajena a mí y terminé metido en la novela casi en primera persona.

–¿Es usted bueno?

(Amplísima sonrisa) Quisiera serlo. Trato de oponerme al malo que llevo dentro. Trato de no ser un mal padre, no ser un mal ciudadano, no ser una mala persona. Reconozco impulsos que no son buenos y que, de hecho, no siempre lo he sido, pero lo intento.

Héctor Abad Faciolince

–Los malos parecen más interesantes.

–Los buenos nos parecen bobos… Tal vez, aparte del personaje en cuestión, he querido hablar precisamente de lo difícil que es la bondad y lo inteligente que hay que ser para ser de verdad un tipo bueno. Es triste la mala prensa que tiene la bondad cuando en realidad es fruto de una enorme voluntad, no es una cualidad pasiva sino al contrario. Hay que hacer un esfuerzo titánico contra el mundo, contra uno mismo, contra el egoísmo, la superficialidad, la banalidad. Con todo el prestigio de la maldad, que lo tiene, lo cierto es que es de imbéciles: haces daño y te haces daño… Pero reconozco que nos fascinan los malvados y debemos intentar conocerlos bien para protegernos y distinguirlos. No es fácil: si fuera sencillo podríamos perseguirlos. La auténtica maldad se camufla muy bien. No hay que idealizarlos sino conocerlos.

–¿Cuál es ahora la gran maldad, si la hay?

–Yo creo que la gran degradación de la verdad. Estamos en una situación donde se impone la mentira. Una mentira impúdica. Las mentiras absolutas, más abiertas, descaradas, disfrazadas de buenos actos, en muchas partes del mundo. La mentira es el gobierno hipócrita de Italia, la mentira absoluta es Trump, es Putin. Son terriblemente mentirosos estos personajes. Mienten cuando atribuyen todos los males a los inmigrantes, cuando defienden un nacionalismo con un pasado feliz falso. Es la misma mentira de los que esconden bajo los hábitos religiosos su maldad. Puede que haya pasado antes, pero ahora la mentira se difunde mejor que nunca. Las redes sociales son la gran mentira.

–A lo mejor queremos creerlos.

–Sí. Queremos. Además, la mentira cuenta con aliados que la usan. Con dinero, con robos que propagan falacias, con bocas compradas. Ya sabe que una mentira repetida acaba siendo verdad. Por otra parte, la verdad es más débil porque no es única… Es una lucha desigual. Ni siquiera me atrevo a hablar de la verdad es singular, sino de verdades. De claridad. Nadie tiene la verdad, pero sabemos reconocer la mentira.

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Salvo mi corazón todo está bien. Vuelve a coger prestados versos para el título. (El olvido que seremos, su novela más popular, forma parte de un poema de Borges)

–Es un poeta colombiano no muy conocido en España, Eduardo Carranza. Fue padre de otra poeta muy buena, Mercedes. Miembro del Movimiento Piedra y cielo, los piedracielistas, inspirados por Juan Ramón Jiménez y los modernistas. Como persona no sé si me hubiera gustado, pero tiene algunos sonetos bellísimos, como éste que cogí para la novela. Curiosamente fue profesor de literatura del protagonista real, de Luis Alberto Álvarez.

–Hablando de bondad y maldad ¿se puede ser buen poeta y mala persona?

–Y al contrario. Sobre todo, al contrario (ríe). Me gustaría pensar que no, pero pasa.  Hay hombres muy cultos y muy malas personas. Ejemplos da la Historia en todas sus épocas. Y hay hombres buenos que dejaron una obra regular. Le confieso que creo que es mejor ser buena persona y mal escritor, pero … (dice alejarse de la cuestión de la novela, pero se enzarza a conversar sobre la obra). Ahora, yo creo que a las personas que actuaron mal no hay que hacerles homenajes. Por ejemplo, Celine, ese terrible antisemita, colaborador de la Gestapo y autor tan brillante. A su nombre ni una calle, ni una plaza, pero a su obra sí. Me parecería hermoso una avenida de Viaje al fin de la noche, su novela, o una glorieta con sus tesis sobre el doctor Semmelweiss, pero mejor olvidar al hombre.

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Una forma de cancelación.

–No, para nada. Cancelar nunca. Me estoy desviando de la novela (levanta un dedo casi como protesta) pero si queremos saber la verdad no podemos cancelar nada, no podemos ocultar ni una idea. Si no conocemos las barbaridades más grandes, si no las combatimos con la razón, con la discusión, no sabremos reconocerlas. Tenemos que ser respetuosos con las personas, aunque combatamos sus ideas. No podemos ser como ellos. Si queremos ser honestos y coherentes no podemos actuar igual. Aunque los demás no lo sean. Nunca hay que prohibir, jamás. Ahora, tampoco tratar las ideas como si fueran todas igual de respetables.

–Describe una muerte por infarto con exactitud.

–Sí, hay dos. Y la descripción responde al ataque que sufre Joaquín, uno de los amigos de Luis El Gordo (desmiente que sea su trasunto, aunque reconoce algunos rasgos, como la inmadurez).  Pero ya le digo que, cuando empecé a escribirla, yo no estaba mal. Pero me tocó vivirlo. Cuando te operan y te dicen que tal porcentaje de personas mueren y que a otro tanto les da un trombo y se quedan tontas y te bajan la temperatura y te dan una solución de potasio y absolutamente todo se para, los pulmones, el corazón y no respiras… entonces se vive la muerte. Y yo la he vivido. Pensé que me podría morir, hice el testamento, puse en orden los papeles para mis hijos y mi esposa. La noche antes le mandé a mi agente la novela, aunque soy de los que nunca dan por terminado nada. Fue aún más curioso: cuando decidí escribirla era un enfermo leve, a la mitad me diagnostican una estenosis moderada, más adelante severa y me advierten que o me opero o me muero. Pedí un mes al cirujano para terminar el libro y lo acabé a patadas, como un posible muerto del corazón hablando de un muerto del corazón

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–¿Cambió la novela?

–Menos el título, todo cambió. Quise escribir una historia de curas y me salió una historia personal, de algo vivido, de una vida amenazada desde lo más esencial, tu propio corazón.

–Curas buenos. ¡Vaya favor le hace a la Iglesia?

–Ya le he dicho que soy rotundamente ateo, pero de todas las cosas que se acaban –y la iglesia católica se está acabando– la que más nostalgia me da es esa Iglesia que yo conocí. Está jodida; al menos, en Latinoamérica. Los evangélicos le han comido todo el terreno y son muchos más reaccionarios. En realidad, quise hablar de El Gordo para hacerle un regalo a mi madre, que se estaba muriendo. Mi mamá era muy católica, ha habían criado dos tíos sacerdotes y ha sufrido con mi ateísmo. No llegó a leerla entera, pero algo le fui contando.

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Al final me ha salido una historia bonita de eso que he odiado toda mi vida. Va a contracorriente: son curas buenos y no son pederastas. La jerarquía queda mal, pero es imposible que no quedara mal, el arzobispo de Medellín, sin ir más lejos. Y hablo también con nostalgia de la familia. La familia como institución es esa cosa asquerosa de la que mucha gente se tiene que librar. Pero si tienes suerte es lo mejor que te puede pasar. También nos lo enseñó la pandemia. Hay que proteger a esos niños que nacen en hogares feroces. Yo no defiendo a cualquier familia, pero si a uno le va bien en el baile se habla bien del baile.

–El protagonista busca una familia y su amigo, Lelo, Aurelio, también cura, convive con una pulsión homosexual.

–La Iglesia se salvará si asume las necesidades sexuales como algo natural. En sus sacerdotes y, sobre todo, el día que haya mujeres obispas. Si no… mal la veo. No soy nadie para darle consejos, pero si no lo hacen se va disolver como humo en el aire, humo blanco o negro. Si no puedes ser casto sé cauto. Es lo que aconsejaban los jefes a los curas, pura hipocresía. Mire, yo respeto el celibato como una opción cuando no es impuesta, pero todas las represiones son neuróticas. Hay una frase en boca de uno de los personajes: “El único pecado mortal es la infelicidad”. En realidad, he querido contar la historia de un hombre que no imponía ni a su Dios ni sus ideas, sino que contagiaba belleza. Que ponía películas para pensar y para gozar, que escuchaba a Bach y que amaba la cocina y los placeres. Que enseñaba los placeres.

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–Esa pulsión de la que habla, usted lo dice, la cura la vejez.

–Ay, cuando la pasión no nos esclaviza somos más libres. Hay un poema de Borges muy bonito (lo recita de memoria), “la vejez ese es el nombre que los otros le dan / puede ser el tiempo de nuestra dicha / el animal ha muerto o casi muerto”. También puede resultar triste la muerte del animal, pero hay belleza en esa claudicación de las pasiones. Borges no fue nunca joven, su papá lo llevó siendo casi un niño a un prostíbulo y fracasó. :Nunca se recuperó de ese episodio. (Pone cara de compresión absoluta). Siempre vivió con esa fractura entre el cuerpo y el espíritu. Fue un platónico puro. Es una pena que no se pueda vivir plena y espiritualmente desde el cuerpo. Más que librarse de los deseos hay que saber vivir los deseos.

–Y cuidar para salvarse. Las mujeres de su novela son cuidadoras y el cura homosexual también. ¿Otra masculinidad es posible?

–Bueno yo vengo de un país de machos, remachos y sí ncuentro una gran belleza en la gente distinta, en los zurdos, en los homosexuales, en los muy altos o los muy bajos… (sonríe y puntualiza).  Yo he intentado ser un padre maternal, mi padre lo fue también.  De hecho era homosexual o seguramente bisexual. Pero sin embargo creo que hay algún límite más allá de lo meramente cultural. No sé si es biológico, pero los machos nos complicamos la vida con una competencia casi congénita, que nos aparta de los afectos, de la casa, de los cuidados.  Si no me cree, le voy a confesar mi caso. Hace poco, ya en la vejez, estuve tomando testosterona por prescripción de mi uróloga y me pasó una cosa tremenda. Ni se imagina: conducía como un loco, me gustaban y me excitaban todas las mujeres, sin discriminación, me comportaba como un perro, todo instinto. La testosterona es un veneno (pone una sonrisa beatífica).

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–Su novela puede oírse: ha incluido unos códigos QR para escuchar las mismas piezas que su protagonista mientras lee.

–Es bonito ¿verdad? Una tontería muy útil. Se me ocurrió porque cuando leo sobre una canción, sobre una pieza, de flamenco o de lo que sea, aunque me suene o la conozca, la busco y la pongo inmediatamente, aunque tenga que levantarme y buscar el CD o rastrear en el computador. Y me pareció agradable hacerlo desde el mismo libro. Conste que soy un torpe con las tecnologías, pero me ha parecido un hallazgo. Y tampoco crea que soy un entendido. El protagonista era políglota, cultísimo, leidísimo. Yo he tenido que acudir a mis amigos. Jorge Volpi me ayudó con la ópera y David Trueba con las películas. Yo no sé tanto, ni mucho menos. Soy un bruto, pero tengo grandes amigos.

–Escribió unos diarios desgarradores, por lo sinceros que eran, y ahora la historia real de una buena persona. ¿En qué lío se va a meter ahora?

–Traduciendo. Yo me vuelvo loco cuando escribo. Me tienen que quitar la novela de las manos porque la revisaría y la cambiaria y no la terminaría nunca. (Confiesa que ahora está intranquilo por la frase de Beethoven que ha encontrado y que quisiera que figurara en una segunda edición, si se publica). Vivo obsesionado hasta dolerme. Sueño. Por eso cuando se termina, cuando me arrancan y ya no es mía y está publicada me dedico a traducir. Como terapia.  Es un trabajo muy exigente, muy intelectual, muy laborioso. Pero menos personal, menos íntimo. Estoy traduciendo a una escritora americana judía muy interesante: Rebeca Goldstein. La novela se llama El problema mente cuerpo y es deslumbrante. Es un trabajo complicado, que requiere esfuerzo y tanta concentración… que me cura de mis otras obsesiones.

–Por la bondad.

–Sí, ahora. Exactamente eso.