“En cualquier momento: esa es la palabra del misterio. El misterio no tiene tiempo, pero la forma de la intemporalidad es el aquí y el ahora”. Como si fuera una obertura sinfónica, Thomas Mann empieza su monumental José y sus hermanos con un preludio titulado 'Descenso a los infiernos' en el que ofrece una suntuosa y proteica meditación sobre la naturaleza insondable del pozo del tiempo, ahí donde no deja de abismarse la memoria de nuestra especie, siempre viva y siempre transformándose en el latido de nuestro presente. El preludio bastaría para descubrirse ante Mann por su intimidante genio fabulador y especulativo, capaz de recoger el aliento de la mitología universal, con ese vuelo totalizador y esa visión cenital tan propios de la última generación que se creyó con derecho a entender y representar el ciclo completo de la historia.
Cuando se cumplen 150 años del nacimiento y 70 de la muerte de su autor, volver a José y sus hermanos, la tetralogía que Mann escribió entre 1926 y 1943, supone tomar conciencia de hasta qué punto esa novela es una especie de catedral invisible en medio del viejo canon. Cuando estudiábamos, se decía que los únicos que en España habían conseguido leerla entera eran Juan Benet y Eugenio Trías, algo que nos cohibía un tanto ante el reto. Luego de mayores pudimos comprobar que, lejos de ser una obra hermética e inabordable, se trataba de una narración clásica, amable y luminosa, un cuento, de hecho, que se alarga con infinitos meandros hasta alcanzar esas más de dos mil páginas que conforman la más bella y benéfica paráfrasis que se haya hecho del final del Génesis.
'Resumen de mi vida'
Mann empezó a pensar en el episodio de José en 1924, poco tiempo después de haber terminado La montaña mágica y poco antes de ganar el Nobel en 1929, gracias sobre todo a la popularidad que había alcanzado siendo aún muy joven con la publicación de Los Buddenbrook (1901), su primera novela, una gran sátira sobre la decadencia del mundo burgués que le valió la dignidad de persona non grata en su Lübeck natal. Movido como siempre por la ansiedad de la influencia de Goethe, recogió el guante de una observación del gran Dichter en Poesía y verdad según la cual el capítulo de la venta de José a Egipto por sus envidiosos hermanos “es una historia natural muy atractiva, pero parece demasiado breve y uno se siente llamado a narrarla con todos los detalles”. Por otra parte, el pintor Hermann Ebers le pidió una introducción para una carpeta de dibujos sobre la leyenda de José, encargo que también sirvió de acicate para el proyecto.
Como solía ocurrirle a menudo, al principio Mann pensó en escribir una nouvelle, que en este caso iba a titularse José en Egipto, pero pronto se dio cuenta de que la empresa requería un tono mayor. En 1925 hizo un viaje por el Mediterráneo y visitó El Cairo, las pirámides, Luxor, Karnak y el valle de los reyes en Tebas. Según consignó en su diario, pasó un buen rato, muy conmovido, frente a la momia de Akenatón, Amenofis IV –en realidad se confundió de momia, pero daba igual–, que sería un personaje importante de su novela. En 1930, hizo un segundo viaje a Egipto que le proporcionó nuevos estímulos, aunque según se decía con cierta sorna en su círculo, Mann, más que buscar inspiración, quería verificar sobre el terreno que la historia hubiera copiado bien su propia imaginación. (La vanidad de Mann era a veces de una puerilidad enternecedora).
En junio de 1932 había terminado ya los dos primeros volúmenes, Las historias de Jacob y El joven José, que aparecieron en Berlín en 1933 y 1934. José en Egipto se publicó en 1936 y finalmente el último volumen, José el proveedor (en alemán Joseph der Ernährer, una palabra que en alemán tiene una polisemia significativa), salió en 1943. Thomas Mann invirtió por tanto diecinueve años en la novela, casi dos décadas en las que su vida y su mundo sufrieron un vuelco traumático. Exiliado de Alemania desde la llegada de Hitler al poder en 1933, tras un tiempo en distintos países europeos, Mann y su familia se instalaron en Estados Unidos, país del que el escritor acabaría adoptando la nacionalidad, junto a su mujer Kathia, en 1944.
'Consideraciones de un apolítico'
El novelista prodigio que en su juventud había opuesto la cultura alemana a la civilización moderna, trasunto de su polémica con su hermano Heinrich, demócrata desde el principio, veía cómo la barbarie le expulsaba de su país justamente por culpa del hundimiento de todo aquello que había despreciado y que en su madurez aprendería a entender, respetar y defender. En Consideraciones de un apolítico (1918), Mann había reivindicado el alma, el arte y la libertad como esencias de una germanidad opuesta a la sociedad, el sufragio y la literatura. Pero esa visión olímpica, tan propia de aquella generación, le acabó mostrando su posibilidad más brutal y nihilista con el auge del nazismo, contra el que por fortuna supo reaccionar a tiempo.
Cuando terminó José y sus hermanos, Mann escribió en una carta: “Estoy excitado y triste. Pero así ha quedado, para bien o para mal. Antes que ninguna otra cosa, veo en ella un monumento de mi vida, así como del arte y del pensamiento, un monumento a la tenacidad. He terminado antes yo con José que el mundo con el fascismo”. En otra ocasión, Mann diría que la novela había sido el báculo en el que se había apoyado durante aquellos difíciles años de guerra y destierro. De hecho, hay en la novela una fascinante resistencia positiva frente a la oscuridad que se extendía en un mundo sin Dios y conducido al Apocalipsis por un totalitarismo que había basado su credo en una batalla sin cuartel contra todo lo que representaba el Antiguo Testamento. De alguna manera, Mann había querido encarnar en su propia figura lo mejor del espíritu ilustrado alemán, una misión mesiánica resumida en la frase que pronunció al llegar a Estados Unidos (“La cultura alemana está donde yo estoy”) y que se oponía al fáustico caudillismo de Hitler. Por ello, después del José, Mann echaría mano del mito de Fausto para dramatizar la tragedia que en Alemania había llevado del idealismo al holocausto.
La elección del mito de José tenía además otras implicaciones. La mitografía y la historia de las religiones –y, en general, de la cultura europea– habían sufrido una especie de seísmo a finales del XIX y principios del XX. Nietzsche había descubierto una Grecia salvaje y sangrienta que nada tenía que ver con el modelo renacentista y romántico. Su impugnación de Platón y su reconsideración de los orígenes de la tragedia entrañaban en el fondo una enmienda a los dictados de la filosofía que, aliada con el cristianismo, había creído posible regir los designios del hombre. La insurrección de Nietzsche devolvía la imaginación al ámbito inestable e inquietante de la incertidumbre, ahí donde la literatura –ya fuera en forma de épica, lírica o drama– aún no pretendía hacer del ser humano un objeto de conocimiento.
'José y sus hermanos'
El gesto de Nietzsche, además, rompió las costuras de una concepción etnocéntrica y ensimismada de Europa, ruptura a la que también contribuyeron numerosos descubrimientos arqueológicos y textuales. En 1872, por ejemplo, empezó a descifrarse la epopeya del Gilgamesh, que acabó con la idea espuria de la originalidad griega. Homero, lejos de ser un fenómeno aislado y autónomo, hundía sus raíces en la cultura mesopotámica, del mismo modo que Platón había importado mitos e ideas de Egipto. La mitología empezaba a estructurarse en un todo orgánico que sería cartografiado por autores como Sir James Frazer en su compendio enciclopédico y sin fondo de La rama dorada. La Biblia, por supuesto, no sería ajena a esa reconsideración de los orígenes.
Freud, por ejemplo, no solo había utilizado mitos clásicos para explicar sus teorías psicoanalíticas –y para crear, de hecho, nuevos mitos– sino que también indagó en el Antiguo Testamento en ensayos como Moisés y el monoteísmo e incluso se remontó a un improbable origen primitivo en Totem y tabú, donde especuló con la posibilidad de que la civilización se basara en la repetición cíclica de un primer asesinato ritual en que unos hijos castrados por el padre terminaban por matarlo y comérselo. La Biblia, además, empezó a ser considerada, en las primeras décadas del siglo XX, no solo un libro de revelación sino también una guía ética. Teólogos como Rudolf Bultmann –este sobre todo con el Nuevo Testamento– y más tarde Gerhard von Rad, que se interesó por el Antiguo Testamento justamente a raíz del antisemitismo nazi, propusieron una desmitologización de la Biblia y reivindicaron su dimensión ética y filosófica.
Por su parte, Mann eligió un mito hebreo entre otras cosas porque los griegos ya habían sido muy explotados. Joyce, de alguna manera, había cerrado un ciclo novelístico con el Ulises, cuyo protagonista, Leopold Bloom, representaba de algún modo la extinción de la experiencia, rica en aventuras y aprendizajes, que había inaugurado Odiseo a su regreso de la guerra de Troya. El Antiguo Testamento, además, suponía para Mann insertarse en la continuidad característica de la tradición hebrea, frente a la discontinuidad griega. A diferencia de Joyce, su apelación al mito no era irónico sino vinculante. Frente a la simplificación aniquiladora de la exaltación aria, él le opuso toda la complejidad mestiza que fue capaz de sondear en el pozo del tiempo. (Continuará).
