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“Escribo para mis antecesores y para unos cuantos contemporáneos amigos”. Esta frase de Gil de Biedma, que resume la magnífica, extraña y solitaria tarea de la mejor literatura, podría aplicarse de un modo radical al novelista madrileño Javier Pastor (1962-2025), que acaba de dejarnos a los 62 años, víctima de un cáncer. Después de estudiar Filosofía en la Autónoma de Madrid, donde fue alumno selecto del gran Tomás Pollán, Javier pudo dedicarse muy pronto a la escritura, oficio por el que siempre mostró tanta pasión como respeto.

Alérgico al descaro y el exhibicionismo de “mi gremio”, como solía referirse al mundillo literario, tardó mucho en librarse del pudor y la prudencia que le habían ocultado durante sus largos años de formación. Una invisibilidad a lo Salinger, en sus propias palabras, había sido siempre su ideal. No fue hasta finales del siglo pasado cuando Esther Tusquets, tras la generosa mediación de Juan Goytisolo, le publicó su primera novela, Fragmenta (1999), en el viejo Lumen.

'Fragmenta' LUMEN

A sus 37 años, Javier era entonces no solo un autor ya maduro sino sobre todo un escritor de una inusitada ambición, dueño de un estilo y una variedad de registros que delataban una concepción de la literatura desaparecida o en vías de extinción. Fragmenta tuvo un succès d’estime que parecía augurar un rápido reconocimiento, pero pronto la obstinación y el riesgo de su autor se toparon con la áspera realidad de un mercado y un entorno crítico indiferentes a su proyecto.

A pesar de que contó siempre con el apoyo de los mejores editores del país, el resto de su obra, desde Esa ciudad (Bruguera, 2006), hasta Mate Jaque (Random House, 2009) o Fosa común (Random House, 2016) no se encontró con la lectura que hubiera merecido su íntegra dedicación. Tan solo Mate Jaque, perfecta nouvelle que funciona como siniestro palíndromo y juego de espejos con la paternidad frustrada de fondo, obtuvo cierta unanimidad tanto en España como en Francia. Su última y casi póstuma novela, Lo absurdo (Ediciones del azar, 2025) dramatiza de hecho ese desencuentro con la crítica como última forma de disidencia.

'Lo absurdo' EDICIONES DEL AZAR

Pero más allá de estas cuestiones circunstanciales, lo cierto es que algún día se deberá calibrar con justicia la aportación de Javier Pastor a la literatura española del siglo XXI. Su imaginación se fraguó en la vanguardia anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando la literatura occidental aún creía en la posibilidad de renovar las formas de representación y alcanzar con ello una especie de liberación existencial. Sus grandes referentes –de Joyce a Beckett, Céline, Musil, Faulkner o Flann O’Brien– delataban una creencia en el virtuosismo de la estructura y en la ruptura de la linealidad que la progresiva internacionalización de un estilo ecuménico de raíz anglosajona fue arrinconando en una invisibilidad injusta. Para Javier, la claudicación estética era síntoma de una intolerable sumisión ética. No era de extrañar, por tanto, que su apuesta fuera opaca a un mundo cada vez más ajeno a esas preocupaciones. 

Con esa rara coherencia que suele imponer la muerte, admira hoy la constancia con que Javier mantuvo el listón que se impuso con Fragmenta, un conjunto de cinco relatos que terminaban por articularse en una dimensión novelística superior, cada uno escrito en un estilo distinto y restallante. Es imposible olvidar la impresión que nos causó a unos cuantos el arranque de aquella novela, con su protagonista, Oskar, dispuesto a cambiar de vida una mañana de lunes en la cama “entre dos torsiones de colcha”. 

'Esa ciudad' BRUGUERA

Porque su principal valía como escritor fue siempre el dominio de la lengua, que trabajaba como el artesano que moldea una materia, a la vez natural estilización de su característica e inolvidable habla y tour de force hipotáctico. No en vano uno de sus grandes modelos literarios y morales fue siempre Sánchez Ferlosio, a quien veneraba y que a algunos nos enseñó a querer como solo él sabía hacerlo. (Ningún novelista, por cierto, ha leído y aprovechado tan bien El testimonio de Yarfoz). 

Pero había en la forma de escribir de Javier algo irreductible y genuino como pocos escritores han conseguido singularizar. Era capaz de inventar palabras, expresiones y verbos que terminaban por constituir un precioso e inalienable idiolecto, una lengua de los amigos que además servía como instrumento de arte. El episodio de Litofagasta, en Esa ciudad, tremenda parábola sobre la peste de la letra y de los nacionalismos, es uno de los artefactos más imponentes que se han compuesto en la reciente literatura española. Y Fosa común, acaso su mejor y más transparente novela, es una de las obras más valientes, vibrantes y complejas que se han escrito sobre la inestabilidad de la memoria, la responsabilidad del testigo y la podredumbre moral del tardofranquismo. Que casi nadie se diera cuenta de ello dice mucho del estado de la imaginación en nuestra democracia.

'Mate jaque' RANDOM HOUSE

El caso de Javier también sirve para interrogarse acerca de los límites y las contradicciones de una postura vital y literaria que rechaza cualquier acuerdo con el mundo, pero que al mismo tiempo no logra derivar de ello la íntima satisfacción que una actitud así aspira a procurar. En ese sentido, él terminó pagando un precio demasiado alto por el pulso que mantuvo consigo mismo frente a una sociedad poco receptiva a su concepto de la literatura y dispuesta a condenar a la irrelevancia a un escritor de su calibre. Pero también es verdad que Javier no quiso ser más que lo que fue y eso le honra, aun con mayor dignidad a medida que pasa el tiempo. La lentitud y el rigor con el que trabajaba –llegó a reescribir entera Esa ciudad a mano para someterla a prueba– son una lección y un ejemplo para siempre.

Pero más que al escritor, hoy sus amigos lloramos al ser humano irrepetible, un caso de “mínima vanidad y máxima ambición”, como solía decir de él Esther Tusquets. Javier tenía un sentido extremo de la amistad, un vínculo que consideraba más carnal incluso que el de los consanguíneos. Durante muchos años, la maravillosa casa que Maite Miret y él tuvieron en la calle San Justo, en pleno centro de Madrid, con una espléndida terraza asomada a la iglesia de San Miguel, fue un segundo hogar para muchos de nosotros. Y para quien esto escribe, incluso una escuela. En las horas altas, Javier podía ser un maestro socrático, capaz de practicar una mayéutica inclemente, atento a las mentiras y los disimulos, dispuesto a arrancar lo mejor de uno si antes se sacrificaba cualquier tentación de impostura.

'Fosa común' RANDOM HOUSE

En aquel salón de aire dieciochesco, siempre en penumbra rojiza –el pañuelo sobre la lámpara–, no paran de servirse copas y llegar más amigos. Se adensa la noche y nunca es hora de irse a dormir. La conversación de Javier tiene una propiedad lisérgica, adictiva, capaz de llevar la discusión y el envite a un punto de ebullición sin retorno. Su voz grave y armónica nunca deja de carburar y sondear todos los asuntos humanos y divinos. Solo tememos la grisalla del amanecer, que ahora, paradójicamente, irrumpe como consuelo de su repentina ausencia. Pero al final él ha quedado para siempre ahí, au bout de la nuit, oficiando, riendo, liándose su eterno old holborn y sirviéndose, a despecho del mundo, el penúltimo whisky.