
Jean-Jacques Rousseau – Maurice Quentin de La Tour (1753).
Rousseau camino a Vincennes
La mente del filósofo tenía una particularidad y es que una vez que había puesto por escrito un fenómeno, lo podía olvidar para siempre
Cuando Rousseau renunció a la peluca
Como decía el domingo pasado, mi amigo el escritor Juan Malpartida ha publicado ya en una gaceta cultural algunos fragmentos del libro que ha consagrado –no sé si ya terminado-- a Rousseau (1712-1777), autor canónico que ha estudiado a fondo, por el que siente simpatía –de lo contrario sería un estúpido dedicándole los trabajos a menudo arduos de componer un libro— y al que considera uno de los grandes estilistas de la lengua francesa.
Desde luego ha sido un pensador muy influyente, aunque contestado por las mejores cabezas de su tiempo, y un best seller dieciochesco. Está en el canon de la literatura universal. Aún así, y habiendo de él sólo leído hasta el final, con no poca impaciencia y fastidio, sus prolijas Confesiones –libro, por otra parte, crucial en el desarrollo moderno del género de la autobiografía que había inaugurado siglos antes San Agustín con un libro del mismo título--, desde entonces formo en la ya larga fila de los detractores de Rousseau, que empieza con Voltaire; de cuyos motivos no hablaremos hora, y sólo escuetamente de los míos. Me cae antipático su estilo literario, su pensamiento y su persona.
Idealización del ser humano
El estilo, por prolijo y detallista, o mejor dicho verborreico, capítulo tras capítulo contando al detalle las más insignificantes pequeñeces de sus sentimientos y movimientos.
La persona, por quejumbrosa, paranoide, victimista y quisquillosa, rasgos de carácter que se revelan cada dos líneas.
El pensador, por equivocado y contradictorio, aunque tenga el mérito de haber acuñado varios conceptos hoy de uso corriente en el debate democrático; toda su concepción de la naturaleza y el Estado se basan en una idea equivocada, en la idealización de la “buena naturaleza” del ser humano: el hombre en su estado natural es esencialmente bueno, pero luego la civilización lo corrompe.

Portada de 'Las confesiones' de Rousseau
Otros, como Voltaire, defienden la cultura, la ciencia y la civilización. En cuanto a la bondad originaria del niño es un idealismo craso. Más plausible es la doctrina del pecado original.
En fin, y por juntar vida y obra: Rousseau tuvo entre 1746 y 1750 cinco hijos, cinco, con su mujer, Thérese. Un tras otro los entregó a la inclusa. Dato que bastaría para hacérnoslo antipático aún si no nos hubiese él mismo “confesado” los motivos que le llevaron (la necesidad, dice primero, y luego su convicción de que en manos del Estado los niños crecerían mejor que con la familia analfabeta de su mujer) a hacer algo que, no por el hecho mismo sino por la contumacia, repugna.
Todo se puede entender y excusar, no hay que correr a juzgar al prójimo; pero con tales antecedentes hay que tener un rostro fenomenal para escribir un libro, el Emilio, lleno de consejos sobre cómo educar a los niños.
Con Diderot
No era de todo esto de lo que el pasado domingo me comprometí a hablar con el lector de Letra Global, sino de la segunda y más famosa epifanía de la vida de Rousseau, según la cuenta en las citadas Confesiones, y que por cierto da título a un libro de Antoni Marí, El camino de Vincennes.
En Vincennes, a 10 kilómetros de París, hay un castillo, en el que estaba preso, pero en régimen abierto, pues disponía de libertad para pasear por el parque, Diderot, reo de haber publicado una Carta atentatoria contra la religión y entonces todavía amigo de Rousseau. Éste lo fue a visitar.
Veamos cómo narra en Confesiones –lo hizo también en varias cartas— aquel momento de la verdad, que tuvo lugar una de las veces que anduvo a visitar al amigo preso:
“En el verano de aquel año de 1749 hizo un calor excesivo". Como no estaba en condiciones de pagar simones, Rousseau iba a pie, caminando de prisa a pleno sol, y “a menudo, rendido de calor y de fatiga, me tumbaba en el suelo sin poder más”.
Una vida más a gusto
"Un día llevaba el Mercure de France, una gaceta literaria y mundana, y al recorrerlo con la vista, mientras caminaba, me atrajo esta cuestión propuesta por la Academia de Dijon para el premio del año siguiente: Si el progreso de las artes y de las ciencias ha contribuido a corromper o a depurar las costumbres".
En el mismo momento de leer este anuncio, este desafío, esta llamada, dice Rousseau que “viví en otro universo y me convertí en otro hombre”.
Qué manera más curiosa de explicarlo, ¿verdad? En sus memorias no se extiende mucho sobre el acontecimiento, porque, explica, ya lo ha contado en sus cartas a Malesherbes, y su mente tiene la particularidad de que una vez que ha puesto por escrito un fenómeno, olvidarlo para siempre.
“De lo que me acuerdo perfectamente en esta ocasión es que, al llegar a Vincennes, me encontraba en un estado de agitación que parecía delirio”.
En cualquier caso y efectivamente, su vida, hasta entonces errabunda y casi estéril, se precipitó en otras formas, y en una obra –el ensayo que escribió respondiendo a ese anuncio—que fue premiada y le proporcionó dinero, reputación y una nueva oportunidad para llevar una vida más a su gusto.