“¿Qué mantiene sujeto un matrimonio? Este sí que es un problema jodido”. La nueva novela de Gonzalo Torné, Brujería (Anagrama), indaga en el desafío que propone en nuestros días esta pregunta. Quien la formula es Julio, un emprendedor de origen humilde casado con Laura Pons, artista amateur de familia acaudalada. El que escucha es Diego Castellar, Duocastella para los amigos, un misfit emocional y social que, después de una estancia de siete años en Italia, vuelve a Barcelona y conoce a la familia Pons en un pueblo costero del norte de Cataluña –el Poblet– para quedar atrapado en la telaraña sentimental, psicológica y económica del clan conformado por Laura, su cuñada Berta y Julio.
Desde la publicación de Hilos de sangre (2010), que sigue siendo su obra de mayor alcance –sin que ello suponga ningún menoscabo para las demás–, Torné ha urdido el proyecto narrativo más ambicioso del ámbito hispánico en lo que va de siglo. Sus novelas están siempre protagonizadas por personajes que orbitan en torno a los hermanos Monsalvatges, una particular saga literaria con la que viene construyendo un teatro de escenarios giratorios en los que se representan diversos problemas a la vez eternos y actuales, desde las relaciones sentimentales hasta la propia literatura, el dinero, la corrupción, el nacionalismo o la felicidad.
La imaginación de Torné constituye en sí misma un acto de resistencia contra las inercias autorreferenciales que determinan hoy buena parte de la narrativa. Es sintomático que a menudo la crítica se esfuerce en señalar que sus novelas retratan a “la burguesía catalana” o que cultivan un convencional “realismo”, para luego citar sin ton ni son una retahíla de influencias que irían desde Henry James a Saul Bellow, Iris Murdoch o Javier Marías, nombres que bastarían para desmentir esa pobre adscripción. Como en el caso de esos modelos, Torné no va del natural social o histórico a la paleta imaginativa, sino que a través de esta crea una fantasmagoría gracias a la cual la realidad descubre su complejidad oculta y abismática.
En Brujería, el autor se concentra en un asunto que no ha dejado de asomar en todas sus novelas, pero sometido ahora a la presión del nuevo ecosistema sentimental que ha propiciado el declive del matrimonio como institución blindada. Para empezar, sorprende y admira la disposición narrativa de la novela. Torné suele utilizar el molde de apariencia clásica para demostrar la infinita capacidad de metamorfosis que el género alberga, con una radicalidad superior a los experimentos formales. Aquí muy pronto el lector se encuentra con un narrador reflectante –Diego– que sirve como caja de resonancia de las distintas voces que urden un relato de historias casi todas ellas pasadas y que por ello abren un vacío cada vez más inquietante en el presente.
El diálogo, a menudo derivado en poderoso monólogo dramático, se convierte así en la fuerza motriz de la novela, cuya polifonía termina por crear una especie de intimidad tímbrica en el lector, convertido a su vez en oído reflectante del conjunto dramático, puesto que poco a poco –con qué morosidad jamesiana propia del eavesdropping, ese escuchar a escondidas cuya etimología inglesa remite a las gotas de lluvia que caen sobre el alero de la ventana mientras el intruso espía– la propia vida de Diego se va imbricando en la textura sentimental de los Pons, con la evocación lenta y dolorosa del fantasma pelirrojo y enigmático de Valeria. El rojo es por cierto el color de la fibra moral que atraviesa toda la obra, desde la enredadera saignant del caserón del Poblet hasta el cabello de dos mujeres que se confunden a veces en el espejismo de la mente del narrador y que preludian la sangre final del fantasma.
Ya la primera frase de la novela (“¿Qué nos retiene en un sitio? ¿Por qué nos quedamos al lado de alguien?”) remite al problema que enunciábamos al principio. La trama y sus afluentes ahondan en la cuestión de qué ocurre cuando desaparecen los límites externos en la conformación de las relaciones sentimentales, eso que René Girard llamó la “mediación exterior” en el deseo mimético. El amor como tema literario nace de la generalización social de un culto privado de origen mariano en la poesía de los trovadores. Luego, el teatro y la ópera articularon la moderna gramática de las pasiones mientras la novela burguesa del XIX se centró en el matrimonio y el adulterio.
A principios del siglo XX, los mejores novelistas cruzan, por así decirlo, los últimos y más radicales límites de las pasiones, desde el incesto –Musil, Faulkner–, la homosexualidad –Forster, Proust–, las distinciones de género –Woolf– hasta la pederastia en Nabokov. Lolita puede verse de hecho como el último esfuerzo novelístico por agotar la transgresión amorosa. La belle dame sans merci terminó en forma de una vulgar niña de doce años criada en un suburbio americano y violada por un europeo maduro y cursi.
En el siglo XXI, todas esas transgresiones están integradas y discutidas. El matrimonio ya no es una institución custodiada por la religión y restringida a la heterosexualidad sino un derecho universal de todas las opciones sentimentales. Por las mismas razones, la noción de adulterio –e incluso la de infidelidad– se ha desvirtuado y las relaciones amorosas fluyen en una especie de limbo moral cada vez más intrincado, revelando que su aparente libertad, como la del verso libre, es en realidad bastante más difícil y fatigosa que la vieja métrica conyugal.
Con astucia y riesgo, Torné instala su imaginación en esa tesitura y dramatiza las nuevas excitaciones y angustias de las parejas abiertas, sometidas además a las exigencias de la paternidad, la depresión, las deudas o la vacuidad existencial. Diego se convierte en confidente de Laura Pons, a instancias de su marido Julio, que empieza una pactada vida paralela y pide a Diego que distraiga y anime entre tanto a su mujer, que a su vez inicia otra relación con otro hombre.
Al mismo tiempo, Diego abre un diálogo con Berta, la cuñada de Laura, poco agraciada y algo desequilibrada, “una artista del abandono”, cuya voz se va tiñendo de un progresivo aire siniestro con golpes de humor desternillantes (“Pons, Pons, Pons… suena como una campana descojonándose de nosotros”). Torné retrata con mano maestra la invasiva falta de sustancia que caracteriza a la edad madura, cuando la juventud se aleja y se agravan los problemas económicos –aquí la distancia social entre Julio y Laura está muy bien traída– a la vez que la experiencia se tiñe de una creciente espectralidad, abriéndose la puerta al trato cada vez más frecuente con lo invisible. Y es ahí, sobre todo, donde la historia de Diego y Valeria, relacionada con la comparsa fantasmagórica de amigos borrosos, adquiere su más honda significación.
Hay una escena crucial para entender el equilibrismo que Torné practica sobre la frágil textura de esas vidas emancipadas y a la vez perdidas. Laura y Julio están una noche en la cama, desnudos, “oliendo a matrimonio”, cuando ella de pronto y riendo le pregunta a su marido “cómo iba a retenerla si se decidía a irse”. Él contesta preguntándole lo mismo y los dos se ríen, pero Julio le cuenta a Diego que entonces vio cómo se separaba “lo que estaba acostumbrado a sentir unido”. La situación recuerda a una escena de Eyes Wide Shut, la última película de Kubrick –y cuya sombra se distingue al fondo de algunos diálogos– en la que el personaje de Nicole Kidman, animada por un porro, le confiesa a su marido, tumbada en el suelo de su dormitorio, que el verano anterior estuvo a punto de dejarle por un guapo marinero con el que simplemente había cruzado una mirada, una fantasía que abre una brecha imaginaria en la pareja de la que se nutre toda la película.
Pero si bien la obra de Kubrick estaba aún transida de la atmósfera träumerisch de la nouvelle de Schnitzler, aquí estamos en un mundo donde los fantasmas se han convertido en personas de carne y hueso y viceversa (“nos miras como si todos estuviéramos muertos”, le dice Berta a Diego), algo que transforma los deseos ocultos en extrañas realidades y amplía a la vez que tensa el campo moral de las decisiones. Así, la amistad de Diego con Julio y las cuñadas Pons vehicula una densa y divertida quest por una tierra incógnita en la que se van apareciendo nuevos y movedizos límites, pérdidas irrecuperables, juegos adultos, banalidades lacerantes y certezas inesperadas, hasta que al final todo parece contaminarse de la vulgaridad sin remisión de la mediana edad, cuando no queda más remedio que poner la propia experiencia en perspectiva, traicionar los sueños de juventud y montar un negocio.
Como consecuencia de ello, Brujería articula en sus diálogos, con una prosa de naturaleza proteica que obliga al lector a volver a imaginar hasta la última parcela de lo que se considera realidad, una constelación de aforismos y reflexiones de gran calibre (“levantamos casas con las manos de la mente y nadie quiere vivir en ellas”), (“qué desoladora es la inocencia de las personas inteligentes”), (“a menudo me parece que en un mundo feliz las relaciones serían solo fugaces”), (“no encuentro nada más sofisticado y sexy que la pareja humana de larga duración”) que muestran las contradicciones, las revelaciones y los precipicios que esta nueva forma de relacionarse descubre a sus protagonistas, puesto que “solo en el ecosistema de nuestro siglo se nos permite experimentar los desafíos y la confusión del amor”.