Los libros de Ponç Puigdevall son, cada uno a su manera, un vehículo para el trastorno y dejan una huella profunda. Ha publicado recientemente una novela, Una novel·la comercial (Edicions 1984, 2024) título irónico y festín feroz, que he venido aquí a comentar.
Yo había detectado a Puigdevall por Jardins secrets: 99 llibres per tornar a llegir (La Magrana, 2022): una historia insólita y propositiva de la narrativa catalana, la invitación a recuperar joyas de alta literatura y rarezas estimulantes a las que no se les ha hecho caso suficiente o que demasiado pronto han caído en el olvido, sin llegar a los lectores que las merecen.
De la mayoría de ellas no había oído hablar en mi vida, y no es sólo culpa mía. En mi biblioteca, que por cierto al albur de las mudanzas es cada vez más breve y exigente, atesoro esta guía que es preciosa para cualquier lector interesado en la literatura literaria, al margen y más allá de los éxitos comerciales consabidos y de las naderías premiadas.
Valga decir, a favor de la credibilidad de esta invitación a pasear por esos 99 “jardines secretos”, que no los ha elegido –aunque esto también sería legítimo, por supuesto— un guía cualquiera, ni una institución acreditada, ni un severo académico plúmbeo, sino un entusiasta que además es el más sensible, más fiable y más incorruptible crítico que hoy tiene la literatura en catalán –esto no lo discute nadie, según creo, salvo algunos damnificados por su rigor--, y que por cierto desarrolla su labor desde hace muchos años en el Quadern del diario El País.
Como además esa guía de jardines está tan bien escrita, y dado su doble carácter de servicio público a la lengua y la literatura catalana –o sea: su servicio público— y del placer intelectual y de descubrimiento que proporciona la entrada a todos esos jardines, se puede decir que donde el título dice “99” el lector puede contar 100, incluyendo como jardín secreto el mismo catálogo de jardines.
Años antes leí de este mismo autor una novela de la que lo primero que hay que decir es que si evoca resonancias de El bebedor de Hans Fallada –también la historia de un escritor alcohólico arrebatado por los demonios-- y de otras bajadas a los infiernos, en nuestra tradición es una rareza, por la peripecia que cuenta, por su crudeza y su naturaleza obsesiva: Il-lusions elementals es la historia de un crítico de literatura que, arrebatado por las fuerzas autodestructivas, va soltando amarra tras amarra, va perdiendo propiedades y relaciones, se hunde en el alcoholismo, cae en la mendicidad, duerme en una cueva en las afueras de Girona o pernocta en un cajero automático (2016), emprende un viaje de fuga en busca no se sabe si de redención o de un nuevo comienzo…
Su deriva egotista y sin brújula, narrada en primera persona, sin autocompasión y con lujo de detalles vívidos, el frío verismo, por decirlo así, en la descripción de la catástrofe, hace de la lectura una experiencia angustiosa pero rica, y deja en la memoria una impresión difícilmente borrable. Obra incómoda y magistral.
La que queremos comentar ahora se llama Una novel·la comercial en el mismo sentido que un cuento breve de Pàmies se titula La gran novel·la de Barcelona: nombra lo que no es. Además de la posible autoironía aquí el título alude a las novelas decimonónicas de Balzac o de Zola en las que el argumento gira en torno a la lucha por el dinero.
Aquí, una próxima herencia que es la única gran pasión, el gran objetivo que anima a todos los personajes a sus mezquinas maniobras y conspiraciones. Ambientada en Sant Feliu de Guíxols, el anciano decadente pero aún acaudalado Artur agoniza, y su mujer, Teresa, y sus hijos, Magda y Oriol, que viven en el extranjero pero vuelven al pueblo atraídos no por la nostalgia ni el amor al terruño, sino para vigilar que el despreciado padre no reúna sus penúltimas fuerzas y se acerque, aunque sea arrastrándose, al notario a dictar un testamento en el que lo deje todo a las hermanitas de la Caridad o, peor aún, a los otros dos miembros de la familia.
Narrador magnífico
La vileza de las almas, la suciedad de las mentes de los cuatro protagonistas –cada uno protagoniza un capítulo--, cuyos pensamientos sórdidos, sensaciones repulsivas y palpitantes temores a perder son minuciosamente registrados por el autor con acidez corrosiva, en series de letanías que empiezan siempre con una forma verbal en pretérito imperfecto, lo que le da al relato cadencias obsesivas, queda arropada, como encerrada en una caja de hierro, por las apariciones de otros personajes, no mucho más encantadores, la verdad, con los que se encuentran a la vuelta de cualquier esquina. La vida claustrofóbica en unas cuantas calles de un pueblo de 22.000 habitantes que, como sabemos, es precioso…
Una prosa sañuda e implacable que persigue al personaje hasta el último recoveco de su miseria, pero la salva gloriosamente su riqueza suntuosa y sedosa, hasta el punto de que esos personajes materialistas y despreciables están tan absolutamente bien perfilados que uno siente que está hurgando en su conciencia y además que los está viendo, y, qué paradoja, casi acaba… enamorándose de ellos. Esto sólo puede lograrlo un narrador magnífico.