A diferencia de lo que sucede con la mayoría de poemarios Veinte poemas de amor y una canción desesperada no se hunde, no ha pasado ni pasa por un purgatorio de olvido, seduce, incesante, a generación tras generación de lectores románticos… Aquel cantor de lo visceral, de lo atávico, de la materia, panteísta, bolchevique y bon vivant, era poeta de hallazgos continuos, de deliciosas y certeras imágenes en alejandrinos o hexasílabos que saltan de la página inesperadamente a la conciencia del lector:
“En las casas vacías entré con linterna a robar tu retrato”.
“Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.”
Escribió Gumucio:
“Neruda, en contra de la figura creada por él, no es un poeta instintivo, sino un poeta de los instintos. Consciente hasta el tuétano del sentido de su obra, hace en cada poema una recapitulación, un manifiesto artístico que con cinismo y elegancia se rebela contra los manifiestos. Una y otra vez a lo largo de su poesía se define a sí mismo: el hombre que camina de noche entre las cisternas y los sindicatos y que de pronto, Orfeo materialista, entra en la carne, en la piedra, en el sudor de los siglos, en la corteza de los árboles y en el temblor de los aplausos no para comprender sino para ser, para fundir su intimidad con la de todos. Neruda es el poeta complejo de las cosas simples. Es el poeta que se declara a sí mismo directo y diáfano, pero que lo es tantas veces y tan complicadamente que resulta barroco.”
No se le puede negar que era un gran poeta natural, a menudo inspirado. Pero cómo pueden irritarme sus atavismos de venas de la tierra por las que circulan ríos de cobre, minerales, la sangre de la patria y demás, y cómo no sentirse mal leyendo cosas como: “Mujer, yo hubiera sido tu hijo, por beberte/ la leche de los senos como de un manantial,/ por mirarte y sentirte a mi lado y tenerte/ en la risa de oro y la voz de cristal./ Por sentirte en mis venas como Dios en los ríos/ y adorarte en los tristes huesos de polvo y cal,/ porque tu ser pasara sin pena al lado mío/y saliera en la estrofa --limpio de todo mal--./Cómo sabría amarte, mujer, cómo sabría/ amarte, amarte como nadie supo jamás!/ Morir y todavía amarte más./ Y todavía amarte más y más.”
Lamento decir que todo el poema, empezando por los dos primeros versos, “mujer, yo hubiera sido tu hijo por beberte la leche de los senos…” es de un mal gusto y una ordinariez colosal; y a partir de “la risa de oro” y “la voz de cristal”, mera tontería. Navegamos entre la extravagancia y el tópico, sin salirnos de un poema.
Yo sospecho que la facilidad de Neruda, la evidencia de que llevaba la música del idioma en la masa de la sangre, de manera que le brotaban los versos con pasmosa naturalidad, y la convicción de su superioridad sobre sus contemporáneos --una vez hubo destruido o ninguneado a los que pudieran hacerle competencia--, le hacía ser descuidado con el sentido de las palabras, atento sólo a lo melodioso del runrún de los versos. En este sentido, era un perezoso, un gandul, aunque ciertamente productivo y fértil.
Esa pereza se manifiesta, abriéndose como una gran flor carnívora, por ejemplo en su patriótica-gastronómica-sentimental y celebrada Oda al caldillo de congrio, que figura en las Odas Elementales de 1954. Efectivamente, es una oda elemental, demasiado elemental.
¿Es que Neruda no había leído los Callos a la manera de Oporto que Pessoa había escrito treinta años antes, en 1929, y que sí que parte de un modesto plato de cocina para dispararse hacia la estratosfera del amor y del sentido de la vida? “Yo pedí amor, pero me sirvieron un plato de callos a la manera de Oporto, fríos. Todo el mundo sabe que es un plato que se come caliente, pero me los sirvieron fríos…”
Sordo a la lección magistral del poeta portugués, va Neruda y escribe su Oda al caldillo de congrio. Juzgue el lector:
En el mar
tormentoso
de Chile
vive el rosado congrio,
gigante anguila
de nevada carne.
Y en las ollas
chilenas,
en la costa,
nació el caldillo
grávido y suculento,
provechoso.
Lleven a la cocina
el congrio desollado,
su piel manchada cede
como un guante
y al descubierto queda
entonces
el racimo del mar,
el congrio tierno
reluce
ya desnudo,
preparado
para nuestro apetito.
Ahora
recoges
ajos,
acaricia primero
ese marfil
precioso,
huele
su fragancia iracunda,
entonces
deja el ajo picado
caer con la cebolla
y el tomate
hasta que la cebolla
tenga color de oro.
Mientras tanto
se cuecen
con el vapor
los regios
camarones marinos
y cuando ya llegaron
a su punto,
cuando cuajó el sabor
en una salsa
formada por el jugo
del océano
y por el agua clara
que desprendió la luz de la cebolla,
entonces
que entre el congrio
y se sumerja en gloria,
que en la olla
se aceite,
se contraiga y se impregne.
Ya sólo es necesario
dejar en el manjar
caer la crema
como una rosa espesa,
y al fuego
lentamente
entregar el tesoro
hasta que en el caldillo
se calienten
las esencias de Chile,
y a la mesa
lleguen recién casados
los sabores
del mar y de la tierra
para que en ese plato
tú conozcas el cielo.
Vamos a ver… Si no había leído a Pessoa --posibilidad plausible--, ¿por qué no lo hizo, por qué no aprendió de él, disponiendo como disponía Neruda, en cuanto escritor protegido por los Gobiernos de su país y por la Komintern, de todo el tiempo del mundo para leer e informarse, y escribir, salvo los ratos que dedicaba a las intrigas y contubernios político-literarios, y a mirarse en espejo? El congrio costumbrista e indigesto de su poema no me lo como yo.
Hay que perdonarle sus reiteradas caídas en la banalidad, su lirismo a menudo de chichinabo, y lamentar la inexistencia de un antólogo que reduzca su copioso corpus a un solo volumen, ya que, como casi todos los poetas de las últimas décadas, incurrió en la sobreabundancia, empachante como el caldillo de pescado ese. En esa necesaria antología deberían figurar sus piezas más inspiradas, cosas como Tengo miedo: “La tarde es gris y la tristeza/ del cielo se abre como una boca de muerto./ Tiene mi corazón un llanto de princesa/ olvidada en el fondo de un palacio desierto.// Tengo miedo. Y me siento tan cansado y pequeño/ que reflejo la tarde sin meditar en ella./ (En mi cabeza enferma no ha de caber un sueño/ así como en el cielo no ha cabido una estrella)./ Sin embargo en mis ojos una pregunta existe/ y hay un grito en mi boca que mi boca no grita./¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste/ abandonada en medio de la tierra infinita!/ Se muere el universo, de una calma agonía/ sin la fiesta del sol o el crepúsculo verde./ Agoniza Saturno como una pena mía,/ la tierra es una fruta negra que el cielo muerde./ Y por la vastedad del vacío van ciegas/ las nubes de la tarde, como barcas perdidas/ que escondieran estrellas rotas en sus bodegas./ Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.”
Se le suele reprochar a Neruda que a la muerte de Stalin le dedicase una Oda, pero no suele citarse, entre otros motivos porque es demasiado larga. La reproducimos aquí, como paradigma del talento y de las autoindulgencias catastróficas de Neruda, absteniéndonos de toda exégesis hasta la semana que viene, en que clavaremos el último clavo en su ataúd y lo mandaremos directamente al infierno de la literatura:
Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra,
descansando de luchas y de viajes,
cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano.
Fue primero el silencio, el estupor de las cosas, y luego llegó del mar una
ola grande.
De algas, metales y hombres, piedras, espuma y lágrimas estaba hecha esta
ola.
De historia, espacio y tiempo recogió su materia
y se elevó llorando sobre el mundo
hasta que frente a mí vino a golpear la costa
y derribó a mis puertas su mensaje de luto
con un grito gigante
como si de repente se quebrara la tierra.
Era en 1914.
En las fábricas se acumulaban basuras y dolores.
Los ricos del nuevo siglo
se repartían a dentelladas el petróleo y las islas, el cobre y los canales.
Ni una sola bandera levantó sus colores
sin las salpicaduras de la sangre.
Desde Hong Kong a Chicago la policía
buscaba documentos y ensayaba
las ametralladoras en la carne del pueblo.
Las marchas militares desde el alba
mandaban soldaditos a morir.
Frenético era el baile de los gringos
en las boîtes de París llenas de humo.
Se desangraba el hombre.
Una lluvia de sangre
caía del planeta,
manchaba las estrellas.
La muerte estrenó entonces armaduras de acero.
El hambre
en los caminos de Europa
fue como un viento helado aventando hojas secas y quebrantando huesos.
El otoño soplaba los harapos.
La guerra había erizado los caminos.
Olor a invierno y sangre
emanaba de Europa
como de un matadero abandonado.
Mientras tanto los dueños
del carbón,
del hierro,
del acero,
del humo,
de los bancos,
del gas,
del oro,
de la harina,
del salitre,
del diario El Mercurio,
los dueños de burdeles,
los senadores norteamericanos,
los filibusteros
cargados de oro y sangre
de todos los países,
eran también los dueños
de la Historia.
Allí estaban sentados
de frac, ocupadísimos
en dispensar condecoraciones,
en regalarse cheques a la entrada
y robárselos a la salida,
en regalarse acciones de la carnicería
y repartirse a dentelladas
trozos de pueblo y de geografía.
Entonces con modesto
vestido y gorra obrera,
entró el viento,
entró el viento del pueblo.
Era Lenin.
Cambió la tierra, el hombre, la vida.
El aire libre revolucionario
trastornó los papeles
manchados. Nació una patria
que no ha dejado de crecer.
Es grande como el mundo, pero cabe
hasta en el corazón del más
pequeño
trabajador de usina o de oficina,
de agricultura o barco.
Era la Unión Soviética.
Junto a Lenin
Stalin avanzaba
y así, con blusa blanca,
con gorra gris de obrero,
Stalin,
con su paso tranquilo,
entró en la Historia acompañado
de Lenin y del viento.
Stalin desde entonces
fue construyendo. Todo
hacía falta. Lenin recibió de los zares
telarañas y harapos.
Lenin dejó una herencia
de patria libre y ancha.
Stalin la pobló
con escuelas y harina,
imprentas y manzanas.
Stalin desde el Volga
hasta la nieve
del Norte inaccesible
puso su mano y en su mano un hombre
comenzó a construir.
Las ciudades nacieron.
Los desiertos cantaron
por primera vez con la voz del agua.
Los minerales
acudieron,
salieron
de sus sueños oscuros,
se levantaron,
se hicieron rieles, ruedas,
locomotoras, hilos
que llevaron las sílabas eléctricas
por toda la extensión y la distancia.
Stalin
construía.
Nacieron
de sus manos
cereales,
tractores,
enseñanzas,
caminos,
y él allí,
sencillo como tú y como yo,
si tú y yo consiguiéramos
ser sencillos como él.
Pero lo aprenderemos.
Su sencillez y su sabiduría,
su estructura
de bondadoso pan y de acero inflexible
nos ayuda a ser hombres cada día,
cada día nos ayuda a ser hombres.
¡Ser hombres! ¡Es ésta
la ley staliniana!
Ser comunista es difícil.
Hay que aprender a serlo.
Ser hombres comunistas
es aún más difícil,
y hay que aprender de Stalin
su intensidad serena,
su claridad concreta,
su desprecio
al oropel vacío,
a la hueca abstracción editorial.
Él fue directamente
desentrañando el nudo
y mostrando la recta
claridad de la línea,
entrando en los problemas
sin las frases que ocultan
el vacío,
derecho al centro débil
que en nuestra lucha rectificaremos
podando los follajes
y mostrando el designio de los frutos.
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de los pueblos.
En la guerra lo vieron
las ciudades quebradas
extraer del escombro
la esperanza,
refundirla de nuevo,
hacerla acero,
y atacar con sus rayos
destruyendo
la fortificación de las tinieblas.
Pero también ayudó a los manzanos
de Siberia
a dar sus frutas bajo la tormenta.
Enseñó a todos
a crecer, a crecer,
a plantas y metales,
a criaturas y ríos
les enseñó a crecer,
a dar frutos y fuego.
Les enseñó la Paz
y así detuvo
con su pecho extendido
los lobos de la guerra.
Frente al mar de la Isla Negra, en la mañana,
icé a media asta la bandera de Chile.
Estaba solitaria la costa y una niebla de plata
se mezclaba a la espuma solemne del océano.
A mitad de su mástil, en el campo de azul,
la estrella solitaria de mi patria
parecía una lágrima entre el cielo y la tierra.
Pasó un hombre del pueblo, saludó comprendiendo,
y se sacó el sombrero.
Vino un muchacho y me estrechó la mano.
Más tarde el pescador de erizos, el viejo buzo
y poeta,
Gonzalito, se acercó a acompañarme bajo la bandera.
«Era más sabio que todos los hombres juntos», me dijo
mirando el mar con sus viejos ojos, con los viejos
ojos del pueblo.
Y luego por largo rato no dijimos nada.
Una ola
estremeció las piedras de la orilla.
«Pero Malenkov ahora continuará su obra», prosiguió
levantándose el pobre pescador de chaqueta raída.
Yo lo miré sorprendido pensando: ¿Cómo, cómo lo sabe?
¿De dónde, en esta costa solitaria?
Y comprendí que el mar se lo había enseñado.
Y allí velamos juntos, un poeta,
un pescador y el mar
al Capitán lejano que al entrar en la muerte
dejó a todos los pueblos, como herencia, su vida.