Hace unos días, durante una de mis frecuentes visitas a la librería La Central de la calle Mallorca, que la tengo al lado de casa, observé que la editorial Impedimenta acababa de reeditar la novela de John Franklin Bardin (Cincinati, Ohio, 1916-Nueva York, 1981) El percherón mortal (1946), que me había volado literalmente la cabeza a finales de los años ochenta, cuando la difunta editorial Versal (dirigida por Joan Riambau y Toni Munné) la publicó y siguió, ya en el cambio de década, editando los libros de ese señor que nadie sabía muy bien quién era, pero cuyos libros podían ser encuadrables dentro del género policíaco, pero de la misma manera que puede considerarse que David Lynch rodaba thrillers: lo del señor Bardin, como diría el difunto Papuchi, era raro, raro, raro. Tan raro y tan adictivo (para sujetos como yo), que me fui comprando todo lo que iba sacando Versal de ese santo y peculiar varón: El final de Philip Banter (1947, llevada al cine en 1986 de manera no muy lograda por Hervé Hachuel, hijo del millonario Jacques Hachuel, el hombre que financió en gran parte la Movida madrileña), Al salir del infierno (1948), ¿Quién me mató? (1951), Demasiado joven para morir (1953) y puede que alguna novela más que se me haya traspapelado.
John Franklin Bardin fue en España eso que los franceses definen como un succès d'estime. Es decir, las ventas no fueron gran cosa, pero algunos críticos lo ensalzaron y nuestro hombre se hizo con unos cuantos fieles seguidores, entre los que se incluye quien esto firma. Luego se hundió Versal y del señor Bardin nunca más se supo. Hasta ahora, cuando la muy interesante editorial Impedimenta parece haber reunido el valor necesario para ofrecer de nuevo su obra a otra generación. La verdad es que en su país natal nunca fue lo que se dice un triunfador de las letras. Los lectores de novelas policiales lo encontraban demasiado excéntrico y con cierta tendencia al delirio. Los que consumían literatura, digamos, seria nunca le prestaron la menor atención. Afortunadamente, los ingleses lo redescubrieron en los años 70 gracias al escritor (a destacar, por lo menos para mí, sus pastiches holmesianos) y estudioso del género Julian Symons (1912-1994), quien llegó a decir de él: “Bardin se adelantó a su tiempo. No pertenecía al mundo de Agatha Christie y John Dickson Carr, sino al de Patricia Highsmith o Edgar Allan Poe”.
O sea, que lo tenía todo para no encontrar a su público. Y, de hecho, no lo encontró jamás, por lo que la reedición a cargo de Impedimenta es, prácticamente, un acto de valor. Sus novelas eran, sin duda, de misterio, pero estaban tan trufadas de excentricidades, elementos paranormales y circunstancias insólitas que constituían un subgénero en sí mismas. Lo pude comprobar cuando me leí El percherón mortal y me encontré con una chaladura delirante (insisto en su condición de involuntario precedente de David Lynch) que me obligó a leérmela del tirón, y lo mismo me ocurrió con las dos siguientes, El final de Philip Banter y Al salir del infierno: creo que estos libros escritos uno tras otro en un par de años son lo mejor de su producción.
Soñar no cuesta dinero
A un nivel estrictamente personal, no se sabe gran cosa de John Franklin Bardin. Tuvo que abandonar la universidad por problemas económicos derivados de la muerte de su padre, un comerciante de carbón, y ponerse a trabajar en cargos como taquillero de una pista de patinaje o dependiente nocturno de una librería. Su hermana mayor murió de una septicemia y su madre sufría de esquizofrenia paranoide (algunas ideas para sus libros procedían de los delirios que le contaba la autora de sus días cuando iba a visitarla a la institución en la que había sido internada). En 1943 se trasladó a un apartamento en el Greenwich Village neoyorquino y siguió trabajando en lo que caía, aunque fue progresando ligeramente y acabó dando clases de escritura creativa en la universidad. Se casó dos veces y los derechos de sus libros quedaron en manos de los dos hijos que había tenido con su primera mujer. Poco más se sabe de nuestro hombre, quien murió prácticamente en el olvido. Menos mal que Julian Symons lo exhumó en los años 70 y que la barcelonesa editorial Versal (que también nos descubrió, entre otros valores ignorados por estos lares, al gran Cyril Connolly) tuvo el detalle de publicarlo en España.
Han pasado más de treinta años desde el esfuerzo de Versal e Impedimenta toma el relevo, a ver si ahora el pobre Bardin se hace con las ventas que no logró en el cambio de década de los 80 a los 90. Solo hacen falta unos miles de lectores de novela policiaca y novela, digamos, seria con la suficiente altura de miras para reconocer en ese señor que explicaba unas historias fascinantemente extrañas (llenas de alucinaciones, premoniciones, experiencias paranormales y toda clase de eficaces extravagancias) a un autor que cogió el género policial, se salió por la tangente y, gracias a su talento, inventó un subgénero que fue el único en practicar. Si las cosas salen bien, puede que se publiquen entre nosotros hasta aquellas de sus novelas que nunca fueron traducidas al español: soñar no cuesta dinero.