Rosa Regàs se ha ido. Escritora, traductora, editora y dama que ha sabido proteger el lamento del espíritu sobre las aguas. Cuando ganó el Premio Nadal con Azul tratamos todos de disimular sus idas y venidas con el empresario culto que fundó las Cámaras de Comercio del Mediterráneo. No supimos gran cosa, ni falta que hace, de su periplo amoroso en la Latina madrileña de la mano de Juan Benet, ingeniero de caminos en ida y vuelta entre Madrid y León, y autor del escenario metafórico de Región, la Yoknapatawpha faulkneriana inventada en tardes de almendro en los caminos de Guadarrama. Hace unas horas, Rosa Regás ha muerto en Palafrugell (Girona) a los noventa cumplidos. En el momento del últimos adiós, uno se acuerda de invenciones ensayísticas que la escritora dejó en su camino, como Ginebra. Una versión originalísima de la ciudad calvinista inoportunamente bella, en la orilla del lago Lemán, explorando calles, plazas y senderos, como el que conduce a la Villa Diodetti, en la que Byron y Percy Shelley bebían y brindaban con calaveras y donde Mary Shelley escribió Frankenstein, en el lejano verano de 1815.

Regàs es la literatura y la vida. Quizá aprendió a fundir ambas cosas en la escuela de Vence fundada por el pedagogo francés, Célestin Freinet, y su esposa. Allí la mandaron sus padres, el dramaturgo Xavier Regàs i Castells y Mariona Pagès; y allí fundamentó su racionalismo poético, que más tarde resolvió converger en la filosofía, en la Universidad lúgubre de los sesenta, marcada por profesores brillantes cuya biografía intelectual se saltó la posguerra y la cerril autarquía. Aquella primera pasión de cambios trazados a palos y a voces tuvo su recogimiento en materia de humanidades. No fue una cuestión de pura ideología, sino una descarga generacional de energía con ganas de vivir sin despreciar el método.

Liberalidad desenfrenada

Ella tuvo la suerte de leer a Voltaire, a Hugo y a Chateaubriand en lengua vernácula, antes de ojear los prólogos infumables Lire le Capital. Digamos que tuvo la oportunidad de soltar su errancia intelectual sobre las bellas artes durante los años de la hegemonía machacona de Françoise Maspero y el manual de bolsillo. Se sintió más atraída por los balzaquianos de ficción, como Félix de Vendenesse o Charles Grandet que por el mosaico de los héroes de la Comuna de París y de Rosa Luxemburgo.

La escritora Rosa Regàs EFE

En su Diario de una abuela de verano (Planeta), Rosa Regàs desparrama a sus casi veinte nietos y un montón de biznietos pasando semanas en el Mas Gavatx de Llofriu, su casa, su último domicilio, la imagen feliz de una fachada verde literalmente sumergida en una enredadera gigante. Un encanto de sauces y desmayos habitado en vacaciones por una liberalidad desenfrenada de niños en la biblioteca, nietas en el baño de abajo y tíos saliendo en bolas de la cama. Es allí donde Ramón Iglesias la vio bajo un porche “imaginado por Claude Monet” y donde ella le contó en una entrevista que los nietos te dan la vida que te quitan los hijos por exceso de amor y protección. Todos sabemos demasiado, pero casi nada en realidad de Rosa Regàs, tan entregada a la bocana humanitaria de la vida y tan citada como escritora con gancho y mujer de la gauche divine en los años de barra y debate hasta altas horas.

Saber amar y disfrutar de los gritos de los niños

Publicó su primera obra de ficción en los noventas: Memoria de Almator, un descarado y dulce desamparo sobre la superación del patriarcado en brazos del amor; y antes de terminar la última década del pasado siglo entregó obras como Viaje a la luz del Cham (1995) y Luna Lunera (1999).

Cerró este periplo de noveladora madura con La canción de Dorotea, Premio Pleneta de 2001. Recibió la Legión de Honor de la República Francesa y dirigió la Biblioteca Nacional hasta ponerse de los nervios con el ministro de Cultura español de turno. Hay cargos que no encajan con los espíritus libres; hay cosas feas de la institucionalidad cultural que son imposibles de encajar con un talento vitalista como el de la Regàs.

Esta escritora que marca una época, hija del medio siglo de Marsé, Mendoza o Guelbenzu, ha mostrado un perfil adusto junto a una proximidad casi íntima, familiar. Amaba; no hace tanto confesó haber aprendido a disfrutar de los gritos de los niños y del cantar de los pájaros.