Las autobiografías deberían escribirse después de muerto. Las memorias, nunca. Da serenidad y perspectiva a lo que no la tiene. Es posible que desde fuera tenga sentido la cosa, la vida. Que se vea clara la causa, la raíz, la madre del cordero”. Cualquier escritor desearía, si es que la inseguridad no lo ha convertido hace tiempo en su prisionero, mandar el mundo a paseo y ponerse a escribir sin tonterías, sin teorías, prescindiendo de un guión establecido, a la buena de Dios, entregado al deslumbramiento del instante y guiado por el vendaval –no siempre piadoso– de la improvisación. Escribir sin que importe el género, ni la sintaxis –que nace y brota sola, se enreda y se desenreda sin admitir más dueña ni señora que ella misma– y, simplemente, dejar para siempre por escrito las palabras que bailan en tu cerebro. 

No es una tarea fácil: a muchos autores (españoles) les sucede con la literatura lo mismo que aquellos que no terminan nunca de hablar bien otro idioma, aunque dominen a la perfección las reglas gramaticales y sepan el léxico: el infinito miedo al ridículo, que es el más tonto de todos, acaba frustrando sus deseos, al hacerlos incapaces de imitar (como hacen los niños) la melodía y la dicción de la lengua extranjera. No fue, desde luego, el caso de Manuel Arroyo-Stephens (1945-2020), librero, editor –recuperó La forja de un rebelde, de Arturo Barea, y mucha otra literatura del exilio–, taurino y eterno viajero enamorado de México, país al que dedicó una gavilla de crónicas inolvidables, publicadas por la editorial Acantilado. Un tipo, sin duda, tan estrafalario como fascinante. Un alma sensible disfrazada de ogro.

Manuel Arroyo-Stephens en su casa de la sierra de Madrid TURNER

Como tantos otros niños de la posguerra, Arroyo-Stephens era algo así como un señorito arrepentido de su condición. Acaso lo fuera durante un tiempo, en una de sus múltiples vidas, pero probablemente no con excesivo entusiasmo. De joven se afilió al Partido Comunista –camarada Dionisio– siguiendo el ritual de iniciación política de los que fueron jóvenes universitarios en la década de los años sesenta, esa fauna que confundió la repugnancia al franquismo con las doctrinas –dogmáticas– de la Iglesia roja. No tardaría mucho tiempo en dejarlo, como es lógico, pero no por miedo a los grises, sino por puro aburrimiento: repartir pasquines ilegales, esperar a que una huelga general revolucionaria derribase a la dictadura o defender la ortodoxia marxista en reuniones interminables frente al revisionismo de Semprún o Claudín –“burgueses traidores”– no era lo suyo. Prefería leer a César Vallejo. 

Arroyo-Stephens, todavía con toda caballera hirsuta y asalvajada, terminaría montando una librería en la calle Génova de Madrid –Turner, cuyo local está ocupado ahora por su sucesora: Pasajes– y, tras engañar a algunos humanistas con dinero –así llamaba a los mecenas culturales que le buscaba Rafael Atienza, marqués de Salvatierra, el marido de la ex ministra de Cultura de UCD, Soledad Becerril, para financiar sus proyectos, fundó una editorial (con el mismo nombre que su despacho de libros prohibidos) que le sobrevivió. Publicaba títulos en otros idiomas (distintos al español, se entiende) y catálogos de arte que, en los salones de estar de la nueva burguesía madrileña, que se sentía moderna sin haber probado otro manjar que no fuera la tortilla de patatas, quedaban de escándalo. 

José Bergamín, junto con Manuel Arroyo-Stephens en una imagen sin fecha EDITORIAL TURNER

De él siempre se recuerda que fue quien resucitó a Chavela Vargas, a la que se trajo del México de las sombras de cristal y el mezcal, y que amaba la tauromaquia. En su despacho tuvo siempre una foto con Bergamín en la plaza de toros de Ronda; también pastoreó a Rafael de Paula. Toda su vida, buena y sabia, protegió de la intemperie, y probablemente también de los demás, una vocación literaria subterránea. Su secretum. En vida mostró muy a cuenta gotas esta misteriosa inclinación por la escritura, igual que cualquier diletante, en una sucesión algo guadianesca de libros escasos y rarosPisando ceniza (Turner), Libelo contra los franceses (Elba), Imagen de la muerte y otros textos, La muerte del espontáneo (Antonio Machado Libros)– donde uno no sabe con certeza a qué género ni a qué materia pertenecen, mayormente porque son cuestiones secundarias. Arroyo-Stephens escribía a la manera Arroyo-Stephens. De lo que quería. Sin público. Así es como debería ser siempre. 

No sabemos si debido a la (mala) fortuna –su muerte a los 75 años en su casa de El Escorial, poblada con fuentes japonesas y adornada con su colección de coches, hace ahora cuatro años– o a la voluntad, pero el caso es que su consagración como escritor ha tenido lugar de manera póstuma, en su ausencia. De ahí que sea uno de los escasos autores españoles que, sin llevar un diario –ese ejercicio de autoestima–, ha sido capaz de hacer cierta su propia frase y escribir sobre su existencia después de muerto, sin tener que preocuparse por qué dirán sus amigos, entre los que figuran muchos de los personajes más notables de su generación, ni tampoco la familia, que a excepción de sus hijas (Trilce y Elisa), está muerta. Acantilado acaba ahora de sacar una colección de textos inéditos –De donde viene el viento– que confirman los presagios y las sensaciones de los (escasísimos) lectores de Pisando ceniza y Mexicana. Arroyo-Stephens es un escritor soberbio y descomunal. El tiempo verbal es importante: su literatura debe enunciarse siempre en presente no sólo porque lo sea en estrictos términos editoriales, sino porque para él no existía ningún otro. 

'Mexicana' ACANTILADO

“Lo que crece busca un lugar donde agarrarse. Yo no lo tuve. No tuve una infancia desdichada, eso es algo que se piensa luego. Estamos diseñados sobrevivir de muchos modos, a muchos precios. Mientras suceden las cosas son como son y así se aceptan. Uno nace para sobrevivir, no para conocer. Cuanto menos conozca uno, mejor, es más fuerte, como el mosquito o la mosquita. Otra cosa es cuando se juntan los recuerdos y se les busca sentido. Parece entonces la vida una narración, un sueño, un camino salpicado de decisiones tomadas en la incertidumbre, entre el azar y el error necesario. Buscamos saber quiénes fuimos para saber quiénes somos. La memoria vive en el pasado, pero trabaja desde el presente y engaña, inventa, equivoca. Nos inventa porque necesita prepararnos para el desenlace, como en las novelas”. 

Arroyo-Stephens escribe con esa fuerza íntima de quienes saben que, en el fondo, nada importa demasiado. Su condición de autor secreto, discreto, le permite volcarse en el papel sin mediaciones, a tumba abierta, alzado sobre una sinceridad envidiable que no desdeña ni la ironía, ni el humor negro ni tampoco la crueldad. La pieza que abre De donde viene el viento –‘Mi madre es una trucha’– juega con una frase de Faulkner (que solían repetir mucho Juan Benet cuando explicaba en público cómo descubrió la novela Cuando agonizo) para evocar la biografía inventada de su estirpe, que desgrana a través de un flujo libérrimo –76 soberbias páginas de monólogo dramático– donde están todos los registros posibles, desde el tremendista (al modo del Cela de Mazurca para dos muertos) al cómico (la charla con un primo, beodo y onanista), pasando por secuencias de alta carga sentimental. 

'De donde viene el viento' ACANTILADO

Arroyo-Stephens hace con esta prosa brillante, cargada de mexicanismos (tan queridos para él), con burlescos pastiches lingüísticos al modo de Joyce –repeticiones rítmicas, la paráfrasis de un verso de Alberti– una hermosa invocación de una madre a la que la demencia ha deshecho la cabeza, atravesada por recuerdos de su infancia. El libro es un colección de maravillosas estampas y crónicas, como la que dedica a las ediciones que hizo del Quijote únicamente para justificar la adquisición, desmesurada en precio, de la famosa edición de Ibarra, y donde –al paso– aprovecha también para contar su experiencia en la clandestinidad comunista, rememorar una temporada en Berlín, contar un encuentro en Oporto, viajes europeos, meridionales y orientales y hacer una caricatura de sus años como ejecutivo. 

En estos retratos la realidad y la ficción (o su apariencia) caminan entreveradas, igual que todos construimos la novela de nuestro pasar con recuerdos, objetos, nombres, personas y mentiras. Lo verdaderamente fascinante del estilo de Arroyo-Stephens es su capacidad de ambientación –vemos literalmente su prosa– y ese don, tan privilegiado, para pasar con naturalidad de lo concreto –una anécdota, un recuerdo, una situación banal– a lo universal. Y, sobre todo lo demás, su deslumbrante capacidad meditativa: “La memoria es cosa de pobres. El que de verdad ve el mundo lo ve de una sola vez. Sólo se ve por primera vez lo que emociona. Lo demás es memoria”. De donde viene el viento es más que un libro de vivencias. Es una obra ejemplar, equiparable a las filosofías narrativas de los grandes clásicos, sobre lo que somos y un buen día vamos a dejar de ser:

'Pisando ceniza' TURNER

“Somos la sombra que la ceniza deja en el camino, camino de un infierno inminente al que nos dirigimos contentos (…). Llega así a un momento en el que no pasa nada, uno vive de lo ya vivido, toma un té por la tarde que está lleno de tardes. Comer de lo ya comido, soñar con lo ya soñado y joder lo ya jodido serían otros adelantos. Cuanto todo estuviera exhausto el guardián abriría la puerta. Qué alivio, entrar como niños en el paraíso para empezar de nuevo”.