Pensamos gracias a la magia del lenguaje. Describimos –y concebimos– la realidad a través de narraciones. Siendo cosas indudables, resulta inconcebible que en los planes educativos oficiales, en el posterior ejercicio profesional, e incluso en los avatares vitales, la literatura haya sido relegada , a un espacio secundario por los pedagogos –¡vade retro, Satanás!– y por una parte de la sociedad, orgullosa y segura de su ignorancia. La tecnología, al fin y al cabo, no es más que una forma de lenguaje (entre las máquinas). La ciencia no deja de ser un gran relato sobre la naturaleza. Todo esto ya lo sabían los clásicos, que establecieron como principios de la formación el trivium y el quadrivium, los ciclos de las siete artes liberales que fueron sistematizadas –cosa bastante curiosa– a partir del siglo VI gracias a Casiodoro, el discípulo de Boecio, cuando Grecia ya era un remoto recuerdo y Roma no existía. 

El trivium comprendía la tríada que forman la gramática, la retórica y la dialéctica. Todas disciplinas de la expresión. El quadrivium completaba esta formación en letras, que es la esencial, con la aritmética, la geometría y la música. Códigos que explican los números, las formas en el espacio y los sonidos. La jerarquía entre ambos conocimientos no era fruto del azar: sin el dominio de las palabras no puede descifrarse el lenguaje de los números, que en de cierta manera, funciona como una especie de traducción. Somos aquello que decimos y nos imaginamos a nosotros mismos del modo en el que narramos el mundo. 

Las siete artes liberales, imagen del 'Hortus deliciarum de Herrada' de Landsberg (siglo XII).

De ahí que la historia de la novela, un género bastardo (en relación a la poesía, la tragedia y la épica, los tres altos registros aristotélicos) sea también una forma de estudiar la mentalidad cultural de las civilizaciones. Esta tarea es la que aborda Thomas Pavel en Representar la realidad (Crítica), un ensayo donde se recorren in extenso todas las edades de la narrativa para intentar comprender cómo este artificio artístico –la invención de mundos de ficción– nos ha configurado primero como individuos y, después, como sociedad.

Pavel, profesor de Literatura Comparada, nacido en Bucarest, formado en Francia y docente en universidades de Canadá y Estados Unidos, ha escrito un libro con el rigor de la academia pero alejado de la hermenéutica de los claustros. Sus argumentos, por supuesto, son discutibles –entre ellos su estima por las obras de Walter Scott– pero el viaje que realizada en este tratado aporta una interesante mirada panorámica sobre una cuestión compleja y a menudo abordada desde los lugares comunes de las respectivas literaturas nacionales, casi siempre condicionadas por la cosmovisión nacionalista del idioma como rasgo identitario. 

'Representar la existencia' CRÍTICA

Frente a esta visión estrecha, Pavel, como es natural en un comparatista, salta sin problemas entre ámbitos culturales divergentes –siempre dentro del canon occidental–, autores y obras, poniendo su atención y toda su capacidad de argumentación en juego para hacer una interpretación imperecedera del arte de la ficción. ¿Cuál es su tesis? Básicamente que la novela, cuya materia es el ser humano y sus aventuras terrestres, no es un género literario que tenga como nudo gordiano el combate entre la verdad y la mentira; ni siquiera entre lo verosímil y su opuesto. Su verdadera genética es otra: la tensión (fecunda) entre el anhelo de una representación idealizada del individuo y la imposibilidad de alcanzar esta meta. 

Para sustentar esta idea, Pavel recorre (a fondo) la historia de las primeras manifestaciones narrativas –las novelas antiguas, caracterizadas por su aparente distanciamiento de la realidad empírica y su voluntad de entender el mundo con el patrón de un ideal, sobre todo moral– hasta la hora contemporánea, caracterizada por la fragmentación. Entre medias, el tren se detiene en múltiples estaciones (mayores y secundarias). En ellas el autor desvela interesantes paradojas. Por ejemplo: si los géneros narrativos antiguos conciben la perfección humana de una forma concreta, los modernos, lejos de traer una ruptura absoluta, pueden entenderse como una corrección, al instaurar otro ideal –la vida prosaica– en el contexto de la experiencia, en vez de proseguir instalados en el ámbito de la abstracción.  

Una edición de las 'Etiópicas', novela antigua griega de Heliodoro de Emesa GREDOS

La novela llega a su cumbre en el siglo XIX con el realismo psicológico y social. Su monarquía es, no obstante, perecedera: en el siglo XX vira hacia el refinamiento del lenguaje y prácticas narrativas que aspiran a la emoción de la poesía o la música, entronizando después, en los fecundos años del modernism una forma de vanguardia. Las obras de hace una centuria traen, sin duda alguna, una evidente innovación, pero, al apartarse de la legibilidad –ese atributo ancestral, presente desde los cuentos más arcaicos– también trajo una cierta oscuridad y provocó una escisión –que todavía perdura– entre las grandes novelas y las novelas populares o los libros que son un éxito de ventas.

La singular naturaleza de la novela tiene un origen histórico que, sólo en segundo término, condiciona su técnica. Ninguno de los primeros novelistas se plantearon una misión sagrada. Ni siquiera se veían como artistas. Al menos, de forma expresa. Las cosas son mucho más sencillas que las teorías que, a posteriori, fingen descubrirnos ignotos mediterráneos. Al ser un género tardío, periférico y no sujeto a una preceptiva, ya que trataba sobre asuntos inferiores y peripecias de seres vulgares, su libertad narrativa es absoluta, como muestra la variedad de tonos y acentos presentes en las novelas escritas desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII. No existía un modelo. Tampoco había referentes, cosa que sí sucede en el caso de la poesía, la épica y la tragedia. Las novelas premodernas podían ser indistintamente lo que deseasen sus autores: narraciones sentimentales, peregrinas (relatos de viajes), fantásticas, didácticas, pastoriles, cómicas, de caballerías, bizantinas o malévolamente satíricas. 

Las máscaras de Miguel de Cervantes / DANIEL ROSELL

La primera grieta es la picaresca, una música inequívocamente española. El terremoto llega con Cervantes, que primero fue despreciado por sus contemporáneos como un autor cómico –entre ellos el excelso Lope de Vega, cuyas miles de comedias no lee casi nadie– y que tardaría varios siglos en ser reconocido como el maestro de la literatura contraidealista, cosa que además sucedió en Inglaterra antes que en España. Es en el siglo XVIII cuando empiezan a identificarse a estos libros sine nobilitate como las suertes de un género concreto y definido. La Ilustración es la era de las novelas sensatas, muchas de ellas ligadas al empirismo filosófico y científico del momento. El objetivo artístico llega una centuria más tarde –en el XIX– con la gran novela realista, cuyos personajes ya se mueven, salvo excepciones o rarezas, por un mundo fantástico o irreal, sino objetivo. 

La novela romántica, que es subjetiva porque aspira a equipararse a la poesía, siembra antes la semilla de la modernidad narrativa que, a partir de Flaubert, y sobre todo en las primeras décadas del XX, coloca el estilo –la dicción como verdadera expresión de la intimidad del individuo– como su absoluta prioridad. Las novelas del modernism instauran este nuevo ideal, lo que –a juicio de Pavel– significa que el pretérito del género no desaparece por completo ni se extingue, sino que sobrevive camuflado, igual que los célebres fantasmas de los relatos de Henry James. El pasado siembre es lo que alumbra el presente.

El novelista francés Gustave Flaubert / DANIEL ROSELL

Para Pavel, la comprensión del arte de la novela, que ha modificado la forma mediante la cual se conciben todos los individuos –aunque no lean– y contamos el mundo, no tiene que ver tanto con su técnica cuanto con la formulación de una hipótesis sobre la naturaleza y la organización de la realidad. “La novela” –escribe– “es el primer género literario que se atreve a concebir el universo como un todo”, aunque las obras premodernas lo hagan en función de una ideología, y a través de un sinfín de variaciones, y las posteriores al siglo XVIII, tras hacer una síntesis de las formas narrativas previas, sitúe como eje la imperfección humana, que se amplía al ámbito social con las narraciones decimonónicas. Los novelistas de comienzos del siglo pasado expresan otra idea de la realidad (misteriosa) y del individuo, una criatura que existe, sobre todo, gracias a su discurso verbal, que es también mental. 

La historia de la novela no puede pues resumirse en una tendencia única. Cada novela es distinta y, algunas obras contadas, como es el caso del Quijote, Gargantúa y Pantagruel o Tristram Shandy, son anomalías que se fundan a sí mismas. Por otro lado, la importancia de los novelistas tampoco es proporcional a la maestría de sus obras. Para Pavel, muchísimos autores, nosotros diríamos que la mayoría, no tienen ninguna voluntad de hacer avanzar o transformar el género –que es uno de los criterios que usa la crítica para valorarlos–, aunque lo hagan. Lo que les mueve es una visión determinada del mundo.

Las geografías de Cervantes en Barcelona

“Algunos escritores marchan con el grueso de las tropas [entre una multitud de otros novelistas], algunos las comandan, otros aseguran la retaguardia y otros luchan solos”. De ahí que el profesor rumano diferencie entre los grandes autores y los escritores importantes y, a su vez, dentro de estas categorías, contemple grados variables de influencia y trascendencia. Aunque esta categorización sea bastante discutible, sí refleja una realidad histórica: muchos grandes escritores han tenido una influencia discreta o muy posterior a su tiempo mientras otros han perdido con los años la sagrada corona que en algún momento disfrutaron. “En arte” –escribe Pavel– “el éxito artesanal, el estético y el éxito duradero son cosas muy diferentes”.