Se hablaba estos días en la prensa de la venta en subasta de un manuscrito de El extranjero de Albert Camus. Y de la extrañeza de que el manuscrito era realmente de Camus, pero estaba escrito en 1944, cuando la novela se había publicado dos años antes. O sea que se trata de un auténtico falso. Se supone que lo hizo por motivos económicos, para venderlo a algún fetichista coleccionista de manuscritos. Se sabe incluso quién se lo dictaba a Camus. Bueno, esto de copiarse a sí mismo.
Leyendo La liebre de Patagonia de Claude Lanzmann constatamos que en aquella época, en plena Ocupación de los ejércitos alemanes, estas prácticas auténticas-fraudulentas eran habituales. Los escritores se sacaban unos francos vendiendo manuscritos de sus obras que ellos mismos copiaban y hacían pasar por originales: “He visto escribir a Paul Eluard, de bella caligrafía azulada como el color de sus ojos, a Aragon, a Cocteau, a Francis Ponge y a muchos más. Éstos eran los más célebres. Los grandes poetas necesitaban dinero. Monny [Monny de Bouilly, poeta y bibliógrafo, amante de la madre de Lanzmann] conocía perfectamente a los comerciantes de autógrafos, cartas y manuscritos. Había ideado un sistema para hacer negocio con los originales de los poemas. Esto, claro, lo hacía con el consentimiento, o, mejor dicho, la complicidad de los propios escritores, a quienes remitía el beneficio de la venta, quedándose para sí una comisión. Por eso he llegado a ver, en una misma mañana, a Eluard redactar diez veces la misma página de ‘Escribo tu nombre, libertad’ [famoso poema de Eluard sobre la libertad que en tiempos de la Ocupación fue adoptado como himno por los disidentes, partisanos y muchos franceses que anhelaban liberarse del yugo del invasor] con tachaduras y añadidos siempre diferentes. Eso lleva mucho tiempo, había que pensar, no se podía hacer de cualquier manera. Puede considerarse una estafa, si se quiere, pero totalmente lícita, ya que todos ganaban, Monny, Eluard, el comerciante y el coleccionista, éste además absolutamente feliz por poseer un original de Eluard” […] Cada uno tenía su estilo. Eluard, meticuloso y tranquilo. Aragon, apremiado y sin atreverse a mirar de frente a los testigos de lo que su superyó consideraba una acción sospechosa…”
Desde luego que esto de copiarse a sí mismo es una práctica un poco melancólica, pero bien hay que vivir.
En arte, esto se vio forzado a hacerlo De Chirico. En su última época renegó de su pintura vanguardista, que le ha hecho inmortal, e, inspirado por Velázquez y los maestros antiguos, que le parecieron la única pintura verdadera y sublime, se dedicó a pintar unos óleos claramente pompier, algunos de los cuales pudimos ver, no sin espanto, en una exposición en el CaixaForum en el año 2018. Pero con aquellos casacones y caballos galopando en la orilla del mar De Chirico no se ganaba la vida, y se vio obligado a volver a pintar en el estilo metafísico de su juventud, tan sugestivo e inquietante con sus desiertos paisajes urbanos con arcadas y una estatua… fechando las obras veinte años atrás.
En cine, lo más impresionante que he visto en este sentido de copiarse a sí mismo ha sido a Nicholas Ray encarnando a Wermatt, un pintor que ha fingido su propia muerte y se esconde del mundo en Nueva York, para revalorizar los cuadros que sigue pintando y fechando años atrás, cuadros que su agente Ripley vende en subasta en Europa. Recordará el lector –porque creo que se lo he contado ya-- que Wermatt sólo aparece en la impresionante última escena de la película El amigo americano de Wim Wenders:
Está Nicholas Ray esperando en vano a Ripley –que ha tenido problemas gordos en Berlín—, con quien estaba citado en el puente de Brooklyn. Wermatt va y viene por el puente, con la mirada perdida, inquieto por la tardanza, esperando a que llegue, con dinero, su único contacto con su pasado, hasta que por fin una intuición le hace comprender --¡qué mueca entonces la de Nicholas Ray con su parche en el ojo!-- que Ripley ya no vendrá. Fin.
Los 'acomplejados' checos
Otra cosa, diferente pero vagamente relacionada con estas estafas, son los escritores de obras poéticas que escriben sobre papel antiguo y luego fingen haber encontrado milagrosamente en un viejo pajar o en los subterráneos de un castillo, y que vienen a cambiar la historia de la literatura. El caso más conocido es el ciclo de “Osian”, u “Ossian” gran poeta en irlandés antiguo, en realidad obra del poeta James McPherson, en el siglo XVIII.
También los checos, acomplejados porque en la cultura eslava no contaban con Sigfridos ni Nibelungos, ni Tor ni Odín ni romances de gesta, sagas y obras épicas como los germanos, poco después de la creación del estado checoslovaco se inventaron la saga de la princesa Libuse, mítica y remota antepasada de los checos. En realidad obra de dos filólogos praguenses de principios del siglo XX, que dijeron haber encontrado el poema por milagrosa casualidad en un arcón vetusto, en el desván polvoriento de una fortaleza medieval. Son proyectos de corte nacionalista, aunque hay que decir, en descargo de aquella ideología, que el primer presidente checoslovaco, Thomas Masarik, se apresuró a denunciar el poema como una falsificación.
Me fascina la historia del pintor chino que, como tantos artistas de aquel país, se pasó la vida entera dibujando a tinta sobre pergamino el mismo tallo de bambú, o la misma rama de cerezo. A alguien que se lo reprochaba le contestó: “Yo no me copio, yo me perfecciono”.
Me ha contado Ferran Escoda (el autor de Els meus millors pròlegs y de Els últims dies de l’Eixample, ambos libros deliciosos) que de joven, cuando trabajaba en la redacción de Jano, la revista del opulento colegio de médicos de Barcelona, en la que Néstor Luján colaboraba con un artículo mensual, al recibir su artículo Las perdices le sonó a haberlo leído ya antes, y en efecto, consultando los archivos de la revista encontró el mismo artículo sobre las más suculentas maneras de guisar ese animal, publicado diez años antes con la sola variación de que entonces se titulaba La perdiz.
La nueva versión era idéntica, un autoplagio, sólo que ahora el ave se había pluralizado. La perdiz era ahora Las perdices. Escoda consultó con el director de la revista, que se encogió de hombros y le dijo “da igual, vamos a publicarlo y no le digas a Luján que lo has pillado”. Sabia decisión, pues, como el pintor chino, Luján no se autoplagiaba sino que se perfeccionaba, al multiplicar generosamente para el lector el número de perdices.
El caso de Vilallonga
Esto me recuerda el gran placer que yo experimentaba en vida de José Luis de Vilallonga al comprobar en sus artículos para La Vanguardia que repetía, con el mismo tono cosmopolita, un poco fanfarrón y farolero, exactamente las mismas anécdotas que pocos años atrás había contado en el suplemento dominical de El País. Y una vez más, cuando emigró de La Vanguardia a El Periódico, volvía a contarlas, con mínimas variaciones. Así tuve derecho a leer tres versiones, tres, y las tres muy parecidas, de su conversación con el magnate Aristóteles Onassis, ambos acodados a la borda de su yate “Cristina” anclado en el golfo de Cannes o de Niza, a propósito de la naturaleza de las mujeres y las mejores formas de seducirlas, y otras tres veces le leí que la proxeneta famosa “Madame Claude” requirió de sus servicios para que se acostase con sus bellas pupilas y les enseñase modales distinguidos.
Qué sorpresa más estupenda me llevé al leer sus memorias y descubrir que allí estaban una vez más las mismas anécdotas, muchas de las cuales, para colmo, ya las había publicado en Francia, en la revista Paris-Match. Mi admiración por el aristócrata crecía a cada relectura, a cada autoplagio. No sólo era un escritor ingenioso y considerable (tengo por excelente su novela Un gentilhombre europeo) y un hombre elegantísimo, sino que era capaz de perfeccionar y repetir una anécdota hasta cinco veces.
También yo, salvando las distancias, pienso volver a publicar dentro de diez años, si vivo para entonces, este mismo artículo. Mejorándolo. Superándolo. Dándole más amplitud y más vuelo. A tal fin, animo al lector que conozca historias parecidas a que me las comente en la dirección electrónica aportounaidea@gmail.com. Citaré su benéfica aportación a mi perfeccionamiento.