No está del todo claro, porque los testimonios públicos –y privados– de los directamente concernidos son ambivalentes a la hora del describir el trance, y difieren, como es natural, según fuera el desenlace, si la designación de un escritor como académico de la lengua –existen otras nobles corporaciones culturales, pero son secundarias en la jerarquía institucional, por decirlo de manera elegante– es un regalo o una inmensa celada. Depende, igual que sucede en las novelas con el punto de vista (desde el que se aborde la cuestión) o si de lo que se trata es de leer una decisión (no impugnable y arbitraria, igual que la elección de un Papa, hecha por los mismos miembros de la congregación) en el sentido social o cultural.
Hay quien suspira durante toda una vida de esfuerzos y vanidades terrestres por disfrutar de tan altísimo honor –ser admitido en la institución que vela por la pureza de la lengua española– y otros que, sabiéndose de antemano al margen de los mandarinatos, denostan la obligación, descrita por algunos de los secretos aspirantes fallidos, de recabar –directa o indirectamente– el nihil obstat del sanedrín. Uno a uno. El proceso, que alguno ha calificado como una absoluta humillación, de ser cierto, no debe ser agradable, a menos que uno sea un profesional del arte (veneciano) de rogar favores y pedir mercedes.
A Cervantes, al que ya sabemos que no dejaron ir a las Indias, pese a demandarlo, desde luego, nadie lo hubiera elegido para ocupar un sillón con letra (mayúscula o minúscula), salvo al irónico modo de los famosos académicos de Argamasilla, cuyos epitafios cierran la gigantesca burla que, ya desde los mismísimos preliminares, abre la parte primera del Quijote. Laudos innecesarios, en todo caso, porque estos académicos ficticios vuelven a hacerse presentes –en verbo– en la segunda parte de la gran obra cervantina. Conviene pues tomar la cuestión con una prudente distancia, ya que son los académicos de Argamasilla, y no otros, quienes, en la fábula del caballero andante de La Mancha, se burlan sin reparo de la s instituciones académicas, a las llegan a comparar con el hampa.
En el caso de Javier Cercas (1962), elegido esta semana como numerario de la docta casa, en sustitución del asiento que –en vida– ocupase Javier Marías, la cosa adquiere otro cariz, si bien en la figura del escritor extremeño –nacido en Ibahernando, un pueblo de Cáceres, y criado después en Cataluña– no concuerde exactamente con el perfil principesco de algunos miembros históricos (de antes y de ahora) de la institución. Académicos –es sabido– tenemos de todos los pelajes y nutridos colores, desde los circunstanciales, nombrados en función de las atmósferas, siempre cambiantes, a los profesionales, sin desdeñar nunca a los ilustres difuntos que hicieron de semejante púrpura una palanca (infalible) para los discretos negocios editoriales. En todos sitios sucede: dos son multitud y cada individuo, insustituible.
Cercas, sin embargo, adquiere la condición de académico del idioma, cuya asimetría hace tiempo que inclinó la balanza hacia la América hispana (por una cuestión natural de demografía) con una mayoría más que suficiente y tras un cuarto de siglo de escribir novelas que se alimentan, en paralelo, de episodios de la historia más reciente de España y de la tradición literaria universal, con preferencia por las enseñanzas (indestructibles) de los mejores clásicos. Siendo un patrimonio más que notable para su designación, hacían falta también padrinos políticos, y el autor de Soldados de Salamina (2001) –la nouvelle gracias a la cual logró una visibilidad que nunca tuvieron sus tres primeras obras: El móvil (1987), El inquilino (1989) y El vientre de la ballena (1997), que sólo leyeron amigos piadosos y una parte de su familia– los ha tenido, entre otros (Clara Sánchez y Pedro Álvarez de Miranda), en la figura (descomunal) de Mario Vargas Llosa.
Su elección responde a una inesperada coherencia, porque Cercas se sentará –previo discurso solemne, para cuya composición cuenta con dos años– en la silla de Marías (R), sin duda alguna el mejor novelista español del último medio siglo, cuya disertación de estreno fue contestada, con impertinencias incluidas, por el irrepetible Francisco Rico, a cuya sombra, en la Universidad de Barcelona, se formó como filólogo. La versión oficial –según el testimonio de Cercas– es que su designación no ha sido buscada, sino ofrecida (por Muñoz Machado, el director de la institución). Cabría sospechar de semejante relato en cualquier otro caso, pero tratándose de Cercas, que es el novelista español que menos vanidad muestra –cosa que le honra– y que practica el “torpe aliño indumentario” al que se refería Machado (Antonio) el episodio es perfectamente verosímil. Le han otorgado el título sin buscarlo.
Es verdad que en la Academia no se retribuye (en salario) a los académicos (a excepción de las dietas), pero sin duda se trata de una puerta noble que abre muchas otras y es un reconocimiento. La RAE no alcanza a cumplir la promesa de su homóloga francesa –la inmortalidad del Parnaso terrestre, colosal paradoja– y, en lugar de una chaqueta de canciller o embajador, únicamente exige un sobrio esmoquin, pero formar parte del tercio de creadores que descansan en su noble senado supone una indudable consagración. Cercas, como escritor, no la necesitaba: sus libros se venden y gozan de reconocimiento crítico. Su obra es sólida y se apoya sobre un firme dominio de la tradición –adquirido primero como lector y después como profesor de literatura en la Universidad de Gerona– y una práctica infatigable. Sólo existe una forma de escribir novelas: haciéndolas.
Cercas no ha parado de escribir libros –y perfilar a su vez su poética, recogida en ese maravilloso ensayo que es El punto ciego (2016)– desde hace 25 años, combinando de forma eficaz los géneros clásicos con los contemporáneos. Su obra maestra –la novela sin ficción– la logró en Anatomía de un instante (2009), centrada en la intentona golpista del 23F. Desde entonces ha explorado a fondo ese territorio lleno de ambigüedad que separa –y al mismo tiempo acerca– la realidad con la fábula, como muestran El impostor (2014) o El monarca en las sombras (2017); los artículos –reunidos en los títulos Una buena temporada (1998), La verdad de Agamenón (2006), Relatos reales (2000) y No callar (2023)– o el género policiaco, al que dedicó su trilogía sobre Terra Alta.
Su carrera literaria no arrancó por completo hasta que, igual que otros escritores, como Ignacio Martínez de Pisón, dejó de lado aquel deslumbramiento juvenil que sintierala generación de la nueva narrativa española –un fenómeno impulsado por las editoriales españolas en paralelo a la Transición para renovar el panorama– por la narrativa extranjera, preferentemente anglosajona. Cercas también volvió sus ojos hacia las incógnitas españolas, pero lo hizo con un estilo y unas técnicas de composición propias, que distinguen sus obras de la narrativa realista, bronca y casi expresionista de la España de la posguerra.
Es gracias a esta inteligente hibridación entre el pasado y el presente, dos dimensiones únicas que conviven estrechamente en casi todos sus libros, que la historia se transforma no ya en un mero marco ambiental, sino que influye y construye las tramas y la configuración de su mundo literario. Así ha conseguido forjar los títulos más interesantes de su carrera. Sin la internacionalización de sus libros –vía traducciones– difícilmente hubiera podido dejar de trabajar como profesor para dedicarse exclusivamente a escribir, una tarea durísima, ingrata y a jornada completa. La concentración del mercado editorial en español, especialmente a través de los sellos de Planeta y Random House, infinitamente superior al modesto tejido que se encontraron los escritores de generaciones anteriores, le ha ayudado a convertirse, igual que sucedió en el caso de Marías, en un autor con proyección global.
A este contexto industrial se suman sus cualidades personales: una pasión enfermiza por la literatura y la obsesión con conectar con los lectores. Para Cercas en las novelas no existen reglas –cosa que aprendió de Cervantes–, todo está permitido y su mayor fortaleza es que, merced a esta libertad y a la ironía, puede retratar el mundo en toda su complejidad, con sus contradicciones y paradojas. Quién iba a decirle al adolescente que fue Cercas, después de pasar aquel cada vez más lejano verano en Ibahernando, tras sufrir las penas de un amor contrariado, que el día que cogió de la biblioteca de su casa San Manuel, bueno y mártir, la novela de Unamuno, estaba iniciando –sin saberlo– un camino que lo conduciría al noble caserón de los Jerónimos. Después llegarían el magisterio de Cervantes, la contención de Borges, la desmesura de Víctor Hugo y los misterios de Kafka. Cercas ha llegado a la RAE leyendo como un vampiro y escribiendo como un demente. Con talento y con mucho trabajo. Y sin darse (excesiva) importancia. No todos los académicos pueden decir lo mismo.