A veces me preguntan por qué ya no escribo libros. Yo improviso excusas, menciono el bloqueo, la pereza, la falta de inspiración o de verdadero interés por la literatura, pero la verdad es que si lo he dejado es por culpa de mi apellido, de mi apellido doble, que me pesa como un yugo. Especialmente, el guion.
Dios sabe que lo intenté, arrastrando más o menos los pies. Perseveré en la escritura, pero al final tuve que rendirme a la evidencia. Sigan ustedes, damas y caballeros. Con un apellido doble no se va a ninguna parte. Retrae al lector, que huele pretensiones, una altanería ofensiva: Todo el mundo firma con un apellido ¿y éste quiere que le llamemos con dos?
Todos en el menú comemos un huevo frito, ¿y éste quiere comer dos? ¿Dos huevos fritos para el señorito?
El apellido doble lleva consigo una maldición y hay que ser un titán para superarla.
Se me objetará que nombres compuestos como los de Vargas Llosa o Bioy Casares desmienten mi tesis, sí, pero son la excepción que confirma la regla. Además, no llevan el fatal guion. Y aún sin guion, tuvieron que trabajar como forzados. ¡Cuánta voluntad y fe! ¡Cuántas páginas! Coronadas por el éxito, sí, pero ¿no les hubiera ido incluso mejor si se hubieran llamado sencillamente “Vargas” y “Bioy”?
¡Sin duda!
Hay autores muy cucos que aunque oficialmente tengan apellido doble logran escamotear uno. Es el caso, por ejemplo, de Ignacio Martínez de Pisón, que ha logrado que nadie le llame por su nombre completo, y todos le conocen como “Pisón” a secas. “¡Viene Pisón!” “¡Pisón ha convocado!”
Rotundo y breve. Si firmase sólo Pisón ya te digo que su éxito, que ya es notable, se multiplicaría a la enésima potencia.
Un caso parecido es el de Sergi Pàmies. Su valiente padre se llamaba López Raimundo, que en un escritor sonaría algo administrativo, pero en su día Sergi tuvo la fulgurante intuición de elegir el apellido materno, con los positivos resultados que todos conocemos.
Es una cuestión de ligereza, de desenvoltura, de naturalidad antipomposa: del apellido breve nace con naturalidad una prosa directa, clara, que va al grano.
Los grandes, los verdaderos grandes, tienen nombres acordes con la contundencia de su aportación a la literatura. Stendhal. Flaubert. Proust. Balzac. Y Voltaire, y Rimbaud y Verlaine. ¿Es que quieres más ejemplos? ¡Son disparos bisilábicos en la noche! Sonoridades que no admiten vacilaciones ni discusión.
¡Tolstoi! ¿Acaso el autor de Guerra y paz sería quien es si se llamase como su pariente Pavel Matveyevich Golesnichev-Kutuzov-Tolstoi?
--¿Has leído lo último de Pavel Matveyevich Golesnichev-Kutuzov-Tolstoi?
--¿De quién dices?
--De Pavel Matveyevich Golesnichev-Kutuzov-Tolstoi.
--¿Un puto noble, verdad? ¡Quita, quita!
Allí donde mires se confirma mi tesis. ¿Portugal? Pessoa. No “Fernando António Noguera de Seabra Pessoa”, sino sencillamente Pessoa. Imposible ser más rotundo.
¿Grecia? Seferis. Kavafis.
¿España? Baroja, Azorín, Pla. Si te empeñas, Benet, Umbral.
Cuánto mejor le hubiera ido a Ortega y Gasset sin ese coqueto “y” y lo que de ahí cuelga. De hecho todo el mundo se refiere a él como Ortega, a secas.
Barral. Ferrater. No hace falta decir más.
--Bueno, pero ¿y Jaime Gil de Biedma?
--Pregúntate por qué dejó de escribir tan pronto. No te tragues la excusa de que ya había dicho todo lo que tenía que decir. Lo que pasó es que llegó un momento en que un nombre tan lioso –ese engolado “de Biedma” parecía puesto para compensar el monosílabo desvalido, la trémula parquedad de “Gil”, pero el remedio fue peor que la enfermedad, el poeta saltó de la sartén a las brasas— acabó por silenciarlo. Don Jaime tiró la pluma a la papelera para no tener que firmar ningún libro más con su nombre completo. Basta, se acabó.
Simenon, ¿de verdad crees que hubiera escrito trescientas novelas si se hubiera llamado, por ejemplo, Hubert de Simenon et Silly-de-Rochefort? Ni de coña.
Por eso he renunciado a escribir. No puedo con mi apellido doble, especialmente con el guion, que gravita pesadamente sobre mi mano cuando intento escribir una frase que tenga algún sentido. Me rindo. Me he rendido.
--Pero si escribe usted muchos artículos.
--Sí, pero no es lo mismo. Un artículo de prensa es tan fugaz, tan leve y corto, que es pura cortesía. Así, por lo menos, lo entiendo yo. Ahí un apellido compuesto incluso puede que le aporte anclaje. La brevedad del artículo es como si pidiera perdón por la bulimia del apellido con guión, bulimia incómoda de señora gorda vergonzosa, en la playa, en bañador.
Ay, si empezase ahora me buscaría un buen seudónimo breve, como “Boscoso”. O “Nébulo”. ¡Y cómo escribiría!
Pero es demasiado tarde. Ya he renunciado.
Aunque fíjate: a veces, en mis más desbocadas fantasías nocturnas, me imagino acudiendo a curarme al Registro Civil, en la plaza de Medinaceli, para cambiarme el nombre.
--Vamos a ver, caballero –me diría el funcionario de turno--. ¿Cómo dice que se llama?
--…
--Ya. Comprendo. No es usted el primero que me viene con éstas… ¿Y qué nombre quiere ponerse?
--Pues… no estoy seguro… Había pensado en “Nébulo”... O “Boscoso”...
El funcionario me mira, inquisitivo, dando unos golpecitos del bic sobre la mesa:
--¿”Nébulo”, o “Boscoso”? Hay que elegir. Decídase. ¿Qué pongo?
--¿Le gustan esos nombres?
Se encoge de hombros y dice:
--Sí, están bien.
--¿A usted qué le parecería mejor si el nombre fuera para usted? ¿Cuál le gusta más?
--Me gustan los dos, pero, mire usted, no es asunto mío. Venga, dígame qué nombre le pongo, que no tenemos toda la mañana.
--Pues mire, ponga… “Ignacio Nébulo-Boscoso”… O mejor, ponga “Ignacio Nébulo-Boscoso de los Estanques de los Valles de Ribes y de Vidal-Folch de Balanzó”…