Franz Kafka o la polifonía (narrativa) del tormento
Páginas de Espuma reúne los cuentos del escritor checo en una edición, traducida por Alberto Gordo e ilustrada por Arturo Garrido, que muestra su capacidad para convertir la vida cotidiana en una experiencia trascendente
24 mayo, 2024 23:10Lo más asombroso de la literatura de Franz Kafka (1883-1924) no es que su apellido terminase dando origen a un adjetivo común –lo kafkiano, esa suerte de pesadilla que encierra dentro de una prisión semántica los tormentos de la existencia cotidiana– sino que, un siglo exacto después de su desaparición, que él hubiera anhelado que fuera un hecho absoluto, sin prolongación ni protagonismo en la agenda de la posteridad, todavía identifique, con un rigor meridiano, el eterno sinsentido de la vida. Debemos semejante hallazgo, como es sabido, a la proverbial traición de Max Brod, su amigo y albacea, que violó la promesa de destruir todos sus papeles de trabajo, donde el escritor checo, bajo la forma de una sucesión de apuntes, esbozos e infinitos borradores, dejó una parte más que considerable de su sustancia creadora y el resto, amargo, de sus íntimas premoniciones.
Brod no respeto su última voluntad y, acaso para redimirse de este pecado, escribió a continuación una biografía de Kafka que lo acerca a la santidad. Se permitió a continuación acondicionar las primeras ediciones de su obra, añadiendo títulos que el escritor checo nunca puso en sus escritos. Una alteración que han ido corrigiendo las ediciones posteriores, obsesionadas con un imposible: devolver su integridad a los manuscritos que Kafka nunca publicó y que jamás quiso ver editados.
Como ya explicó Hannah Arendt, que le dedicaría un ensayo e incluye apelaciones constantes a sus escritos en su obra filosófica, la obra de Kafka no fue tanto un presagio del futuro totalitario –murió antes de la Segunda Guerra Mundial, en el sanatorio del Dr. Hoffmann, en Kierling– cuanto una crónica del derrumbe de un mundo (el de los imperios centrales europeos) acaecido debido a la Gran Guerra. Por decirlo a la manera de Borges, que también le dedicaría atención y tradujo parte de sus cuentos, el mundo de Kafka sucede en el pasado, igual que la lluvia del poema, pero cada vez que hace acto de presencia nos hace conocer mejor el presente.
La frustración de sus personajes, sometidos a una jerarquía incomprensible, rotunda y arbitraria, continúa siendo el paradigma cultural de nuestras sociedades. Incluso cabe entenderla como el prematuro augurio de un universo regido por la Inteligencia Artificial, donde la burocracia administrativa será sustituida por la dictadura del algoritmo.
Kafka fue siempre un escritor de fragmentos. Todas sus novelas están sin terminar y parte considerable de sus narraciones –ya sean biográficas o imaginarias– no contienen todas las piezas que –se supone– son necesarias desde una perspectiva ortodoxa. Sin embargo, el mundo desarticulado que configuró en sus relatos persiste con una extraña fortaleza. Puede comprobarse en el compendium que Páginas de Espuma, la editorial que capitanea desde Madrid Juan Casamayor, acaba de publicar de sus cuentos completos. Un libro con casi noventa piezas traducidas de nuevo por Alberto Gordo e ilustradas por Arturo Garrido con unos dibujos finos, hechos a tinta, exclusivamente en blanco y negro, con trazos apresurados y esenciales que remiten al grafismo del escritor de Praga, cuyos cuadernos resumían gráficamente las oscuras pesadillas de sus personajes, el humor negro de sus criaturas y la (aparente) simplicidad de su prosa.
Esta edición de Páginas de Espuma recoge el ciclo de las narraciones breves de Kafka por orden cronológico. Tal disposición permite al lector descubrir la progresión de su literatura y las invariantes de un estilo que, en sus líneas maestras, estaba decidido desde el comienzo. La predilección por un cauce genérico concreto en lugar de otro no altera la identidad de sus escritos, que tienen la rara condición de explicar la trascendencia de la existencia a partir de historias en apariencia menores, de una simpleza desconcertante.
Kafka escribió sólo tres novelas, que se publicaron de forma póstuma: El proceso (1925), El castillo (1926) y El desaparecido (1927) [bautizada como América por Max Brod]. En vida autorizó únicamente tres libros de relatos: Contemplación (1912), Un médico rural (1919) y Un artista del hambre (1924), al margen de otras narraciones, como La condena (1913), El fogonero (1913), La transformación (1915) y En la colonia penitenciaria (1919).
Al desaparecer, por tanto, Kafka era sobre todo un escritor de cuentos, aunque entonces mantuviera a buen recaudo, en la oscuridad, sus célebres diarios, sus aforismos o su correspondencia, incluida la memorable Carta al padre (1952). Esta edición de Páginas de Espuma, en consecuencia, muestra al mismo autor que conocieron sus contemporáneos, ignorantes del caudal de cuentos inéditos en el momento de su muerte, incorporados también a esta selección.
Los relatos de Kafka nos muestran al escritor público y desvelan parte de la personalidad del autor secreto. De su lectura se infiere la gran paradoja: la literatura de este oscuro abogado, empleado de una aseguradora, enfermizo, fascinado y cauteloso con el sexo, que deseaba estar tan solo como los muertos para concentrarse en la escritura –“Cada persona tiene su propia forma de elevarse, la mía consiste en escribir”, le confiesa a Grete Bloch en una carta de 1914–, deslumbra por su capacidad de inventiva pero desazona por su parca, casi se diría despreocupada, elaboración. En este contraste reside su magia.
En sus cuentos, la atmósfera y la situación de los personajes son más importantes que su psicología o su lenguaje. Como ha escrito Jordi Llovet, lo característico de su escritura no es que acabe dando lugar a una gran obra, sino justo lo contrario: está hecha de retales, apuntes, comienzos frustrados y proyectos sin desenlace seguro. Es como si el escritor, igual que sus personajes, a los que Borges consideraba hombres domésticos, tan judíos como alemanes, se viera superado por una sucesión de obstáculos que impiden llevar a buen puerto sus planes o cumplir sus deseos. Una obra inconclusa, metáfora de una existencia frustrada.
El mecanismo del aplazamiento –así lo describe Andrés Neuman, autor del prólogo a la edición de Páginas de Espuma– es un elemento característico de sus cuentos. Narraciones donde lo novedoso es la combinación, en una nueva aleación, de lo ordinario y lo trascendente. Historias susceptibles de ser interpretadas, indistintamente, como fábulas maravillosas o cuentos realistas, relatos prosaicos o himnos sagrados. La ambigüedad, ese rasgo de la literatura que no comprenden quienes la conciben como la expresión de una moral o una ideología, al modo de un testimonio o de una declaración de principios, entre otros factores, es lo que ha salvado a Kafka del desgaste y de las catalogaciones estrechas.
El escritor checo no puede ser encerrado dentro de una etiqueta excluyente porque su literatura gobierna con maestría las contradicciones y cede al lector la tarea de llegar a las conclusiones. Nunca adoctrina. Obliga a hacerse preguntas y a pensar. Sus cuentos pueden leerse como invenciones expresionistas y ejercicios crudos de realismo. Ninguna de ambas interpretaciones es errónea, aunque las dos –por separado– sean insuficientes para entender su literatura. Kafka forma parte de una tradición literaria que actualiza los mitos antiguos para expresar con clarividencia el presente. Para tal fin le sirven tanto las parábolas bíblicas como la cultura rabínica, así como el espacio intermedio entre la realidad y la ficción que delimita Cervantes, la piedad de Dickens o la obsesión por la exactitud de de Flaubert.
Con todas estas influencias –como ha escrito también Llovet– hace sin embargo una cosa muy diferente: crea una realidad distinta a la que procede sólo de la experiencia. Y lo consigue a través del lenguaje. Es la narración la que, al ser enunciada, crea la realidad kafkiana. De ahí que tantas veces prescinda de la tarea de reflejar el pormenor de lo real y sustituya la totalidad de las cosas por una epifanía donde lo prosaico y lo trascendental cohabitan. Sus cuentos poseen además la capacidad de reutilizar las estructuras míticas para transmitir y reformular las pesadillas contemporáneas. Los mitos, como es sabido, no tienen autor explícito –se nos han transmitido como una creación colectiva y anónima– y condensan en una especie de repertorio acotado de historias, de apariencia sencilla, los miedos y valores de una cultura.
Su significado no es establecido unívocamente por el escritor, que se limita a capturar un instante o a formular una situación. Se deja a la libre interpretación de los lectores. ¿Cómo debe entenderse, por ejemplo, la historia de ‘Un artista del hambre’, uno de sus últimos relatos, en el que un hombre se encierra en una jaula –los personajes de Kafka siempre tienen problemas para ejercer su voluntad y no logran hacer realidad sus deseos– para suicidarse por inanición ante los ojos de sus asombrados espectadores?
El escritor checo no lo desvela. De esta manera, convierte su literatura en un persistente misterio. Igual que el cazador de Gracchus, un difunto personaje de otro de sus cuentos que, tras haber muerto en la Selva Negra, continúa deambulando por el mundo, acogiéndose a la hospitalidad terrestre, Kafka, cien años después de su desaparición carnal, continúa hablándonos: “Los hombres se esconden del paso del tiempo tras las palabras y las ideas gastadas. Por eso la verborrea es el baluarte más fuerte del mal. El conservante más duradero de todas las estupideces”.