Eugeni Xammar, el maestro del periodismo elástico
Las crónicas europeas del mejor cronista catalán de los años veinte y treinta, que Acantilado editó en dos excelentes volúmenes a cargo de Charo González Prada, son un ejemplo de periodismo clásico, fino e inteligente
17 mayo, 2024 19:17A veces conviene mirar hacia atrás. Hasta allí donde nos alcanza la vista. Hay que hacerlo en dirección a ese pretérito que los adanistas afirman que no existe para entender la verdadera esencia de las cosas. Frente a la milonga de que el pasado ya no forma parte de nuestras vidas –sólo porque es un tiempo cumplido– existe un antídoto infalible. Se resume en tres sencillas preguntas: ¿Cómo es tu rostro? ¿Qué idioma que hablas? ¿Quién eres? Si se contesta con sinceridad, virtud escasísima, se convendrá en que todos, con el curso de los años, e incluso tiempo antes, en mayor o menor medida vamos teniendo un rostro similar al de quienes nos engendraron. Obra de la genética, que nos acerca a nuestros difuntos. En relación al idioma, no hay dudas: hablamos una lengua creada por seres desconocidos que fallecieron hace siglos.
La tercera cuestión, eterno asunto de discusión de la religión y de la filosofía, parece ontológica o metafísica. Todos nos la hemos formulado alguna vez: ¿Somos quienes soñamos ser o encarnamos el deseo (ajeno) de otros? ¿Nos hemos convertido en el personaje de ficción que imaginó ese niño que dejó de existir y que tuvo, antes de ser asesinado, nuestro mismo nombre? Algo equivalente sucede con el periodismo: para descubrir su esencia, desnudándolo de aderezos, estupideces y escaparatismo, basta y sobra con leer a algunos insignes periodistas del pretérito. Gente que se ha ido ya pero que no está muerta porque sus artículos, crónicas y entrevistas todavía habitan en la guarida (sagrada) de las hemerotecas o recibieron esa dudosa vacuna contra el olvido que es haberse convertido en libros.
En el caso español, las cosas están claras. La edad de oro del periodismo –según el feliz hallazgo de Xavier Pericay– fueron las primeras décadas del siglo veinte, desde la pérdida de las últimas colonias americanas y asiáticas hasta la Guerra Civil. Después, todo se convierte en prensa oficial, en ese colosal oxímoron del periodismo de interés humano y sin libertad. Aquel tiempo en el que la literatura hecha en los periódicos –nuestro pobre oficio– debía refugiarse en el costumbrismo, la elipsis y la retórica. A esa estirpe, donde medían sus armas Baroja, Pla, Chaves Nogales, Ruano, Camba, Ortega y Gasset o Gaziel, perteneció Eugeni Xammar (1888-1973), un periodista barcelonés que –cosa natural en el gremio– no dejó libros, pero sí escribió, en los periódicos locales, algunas de las mejores crónicas de su tiempo. Artículos que son joyas. Hermosa arqueología vista desde este pálido presente.
Conviene dejar las cosas claras: los periodistas no escribimos informaciones ni historias. La información, la entrevista, la documentación, la estadística o los testimonios, sean propios o ajenos, son meros ingredientes en bruto de nuestra labor. La harina y la levadura. Con este material de acarreo, no siempre en buenas condiciones, y en general contaminado con la sombra de la mentira y el brillo del interés, hacemos otra cosa diferente: artículos.
Al margen de lo que digan los manuales, escritos por maestros que no han pisado una redacción, sólo existen cuatro géneros: la nota (que recoge un suceso con los datos a mano en ese instante), la conversación (una charla), el reportaje (un análisis coral de un asunto) y la crónica, que es el intento de contar y analizar la realidad en tiempo real, mientras sucede. La leyenda acostumbran a tenerla los reporteros –sobre todo si han ido a una guerra, aunque no hayan llegado a pisar el frente– y los entrevistadores, esa gente que, cuando pregunta, se extiende con sus interrogantes mucho más que el entrevistado con sus respuestas.
Rara vez se le concede rango nobiliario al género más difícil, que es la narración estricta de la actualidad. Para elaborar un reportaje –al menos así era en el periodismo ancien régime– se tenía un tiempo acordado. Para la entrevista, además de la generosidad del entrevistado, ayudaba la edición, una artesanía muy trabajosa pero agradecida. En cambio, para escribir crónicas ni hay tiempo, ni contamos con todos datos, ni pisamos un camino seguro.
De ahí que los cronistas se enfrenten al riesgo de naufragar todos los días. Eugeni Xammar, además de combativo polemista, catalanista radical y hombre de mundo, políglota, buscavidas y gastrónomo, que solía comparar cualquier cosa con las cosas de Barcelona (una cortesía a sus lectores que también denota cierto provincianismo), escribió fundamentalmente crónicas. Lo hizo desde Londres, París, Madrid (para algunos catalanes se trata de un destino exótico), Ginebra y Berlín. Su falta de ambición literaria, o la indisciplina propia de su condición profesional –los cronistas muestran su talento en ráfagas intensísimas y por eso son alérgicos a la sistematización: saben que cada día es imperfecto–, no pudo impedir que, tras su muerte, se convirtiera en una sombra.
Sus contemporáneos –sobre todo Pla, que convivió y trabajó con él, y lo definió como “un empírico total, alguien que no cree más que en lo que tiene delante”– perduran gracias a los libros que, con mayor o fortuna, escribieron. Xammar, en cambio, que toda su vida fue un mito, salió del cuadro general de la historia. En parte se debe a que casi siempre escribió en catalán –aunque publicase mucho en diarios madrileños e hispanoamericanos, atrapado, como Ruano, en la rueda de las colaboraciones a pieza– y, en no pocas ocasiones, porque se condujo por la vida como un francotirador escéptico.
Hasta quince años después de su muerte sus amigos –los hermanos Badia i Moret, maestros y cronistas en La Ametlla, donde murió– no reunieron en una antología –Periodisme (Quaderns Crema, 1989)– una selección de sus artículos políticos, a la que se añadirían unas memorias conversadas –Seixanta anys d’anar pel món. Converses amb Josep Badia i Moret (Editorial Pòrtic, 1974)–. El mejor Xammar, sin embargo, está en sus famosas crónicas internacionales, en sus cables interpretativos compuestos desde las capitales europeas y en las reseñas de actualidad que dictaba –siempre por teléfono– desde la capital del Reich, donde vivió la posguerra de la Primera Guerra Mundial, los años (efervescentes y demenciales) de la inflación, la postración de Germania y el ascenso, bufonesco y asombroso, del nazismo.
De toda esta producción, el lector español conoce –acaso por referencias– la famosa entrevista que Xammar y Pla le hicieron al chaplinesco Hitler tras el golpe de Estado (fallido) en la cervecería de Munich. Una pieza menor en comparación con estas crónicas donde, día a día, va contando, primero a los lectores de La Veu de Catalunya, después a los suscriptores de La Publicitat, y más tarde a los aficionados a El Heraldo de Madrid y al diario Ahora –en ambos trabajó a las órdenes del sevillano Manuel Chaves Nogales– la vida europea de las décadas de los años veinte y treinta.
Gracias a la editorial Acantilado, sello siamés de Quaderns Crema, que todavía los mantiene en su catálogo, los lectores en castellano disponen de dos magníficas ediciones –al cuidado de Charo González Prada– de estas crónicas, reunidas en El huevo de la serpiente (1922-1924) y en Crónicas desde Berlín (1930-1936). Publicados hace 19 años por Jaume Vallcorba, que sucedió a los Badía en la tarea de mantener la llama de Xammar, el periodista más elástico de su tiempo.
Su prosa, que es un prodigio de perfección a la hora de narrar de forma escueta, directa y sabrosa lo que veía, oía y pensaba, juega con el rigor y la ironía. Se trata de una escritura (envidiable) que describe muy bien la operación de limpieza que su generación acometió, con sumo éxito, en el periodismo español del momento. Cero retórica. Análisis inteligente de los hechos. Conocimiento de los personajes primera mano.. Hipótesis argumentadas. Olfato. Calle. Dominio absoluto del lenguaje.
Leer a Xammar nos devuelve el placer del periodismo clásico. Y, en cierto sentido, explica la deriva de nuestro oficio –para la industria los lectores se han convertido en simples usuarios de móviles– e ilumina el sendero al que el periodismo debería regresar de inmediato si aspira a sobrevivir a la revolución tecnológica. Xammar escribía en una época en la que las noticias llegaban a través de los despachos de agencias.
El corresponsal, figura que él encarnaría mejor que Pla, que hizo periodismo hasta que decidió consagrarse a su obra literaria, desengañado de sus aspiraciones políticas, tenía que interpretar hechos. Pensar. Relatar lo que sucedía –a medida que ocurría, lo que introducía un constante elemento de incertidumbre– y dar algunas pistas de lo que ocurriría. El espectáculo de leer sus crónicas sobre el Berlín de entreguerras es inigualable. No sólo por la viveza y la inteligencia de su mirada –“Xammar me ha enseñado más que todos los libros juntos. Es el hombre más inteligente que conozco, el que tiene un ojo más seguro y un conocimiento del mundo más vasto”, escribe Pla en Caps-i-puntes (Destino, 1989)– sino porque su prosa funciona como un travelling de la historia en tiempo real.
Hay anécdotas, como el boicot a los judíos, que años más tarde se tornarían categorías. Presagios de hechos atroces, como el Holocausto que, en ese momento del tiempo, eran todavía inimaginables. “Nunca las cosas habían valido tanto como ahora y nunca habían sido tan baratas”, escribe sobre el Berlín de la inflación, donde los ricos se convertían en pobres y los humildes en desahuciados en apenas unas horas. Fino sentido de la ironía y un dominio del oficio colosal. El futuro del periodismo continúa estando en su pretérito. Quien haya leído a Eugeni Xammar, lo sabe.