“A los verdugos” –escribió Jean Paul Sartre– “se les reconoce fácilmente: todos tienen cara de pánico”. A partir del terror y sus variantes –miedo, desazón, inquietud, paranoia, temblor, zozobra– puede escribirse una historia cultural sobre las desgracias del hombre. Sin idealizaciones, pedestre, porque no existe nada más terrestre que la destilación secular del pánico. Todas las civilizaciones profesan miedos que explican sus valores. Lo mismo pasa con los individuos: dime a qué temes y definirás aquello que eres, o en lo que te vas a convertir. Si seguimos la obra narrativa de Mariana Enríquez (1973), paralela a su labor periodística –parte de cuyos mejores trabajos fueron seleccionados por Leila Guerreiro en la antología El otro lado (Anagrama)–, descubriremos que la topografía de espantos que habita en sus libros tiene un sentido, no diremos que filosófico, pero sí conceptual.
¿Qué es el miedo? Nosotros mismos. El terror es lo que hemos sido y, también, lo que ahora mismo encarnamos. Con independencia de sus máscaras, las fantasmagorías están tan vivas como nosotros. Mudan con la edad. Cambian con el tiempo. E ilustran los tránsitos de nuestra vida. De ahí que el último libro de la escritora argentina –Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama)–, un volumen con doce relatos breves, condensados, eficaces, pueda enjuiciarse como el último jalón de una evolución (literaria) que comenzó con sus precursores: los notables Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego.
En los cuentos de Enríquez, que no adquirió la condición de escritora pop hasta que ganó el Premio Herralde de Novela con Nuestra parte de la noche, se dibuja un universo perfectamente reconocible, donde cohabitan el legado de la mejor tradición de la narrativa de misterio británica, incluyendo sus inquietantes variantes góticas y hasta sádicas; el realismo oscuro de la estirpe bíblica norteamericana –Poe, Lovecraft, Stephen King– y la voluntad decidida de revisitar los territorios de la literatura fantástica argentina.
Enríquez ha sabido construir con estos materiales una narrativa donde la naturalidad y la tensión no se estorban –más bien se complementan– y explorar los pánicos de su propia generación, nacida años antes de la dictadura argentina y seducida por los paraísos artificiales de las drogas, los boliches y la retórica, sobria y rotunda, del rock oscuro cuyo gran profeta es Nick Cave.
Paradójicamente, su éxito editorial –el prestigio crítico y la rentabilidad de las traducciones– deriva de la decisión (arriesgada) de diluir los códigos de las novelas clásicas de terror, adaptando este molde literario con el fin de elaborar relatos sobre las inquietudes contemporáneas. Las criaturas de sus cuentos –poblados de fantasmas que conviven con seres mortales– son individuos que han normalizado cierto grado de crueldad y que contemplan, impávidos, la irrupción súbita de lo sobrenatural en sus vidas.
En Un lugar soleado para gente sombría esta fusión atmosférica entre lo imaginario y lo que parece evidente alcanza una dosis de naturalidad que en las colecciones narrativas previas aún se manifestaba de forma abrupta, incluso violenta. Enríquez, que regresa al territorio del cuento breve, logra apresar en este libro un rasgo que describe bien nuestro tiempo, marcado por la confusión entre la ficción (todo miedo es una forma de presagio) y la realidad. Y lo hace en paralelo a su evolución. Como una escritora que ha pasado de replicar códigos heredados a articular un discurso propio sobre los espantos cotidianos.
La periodista argentina no abandona su particular hábitat –barrios en suburbios, pueblos en decadencia, edificios y espacios contaminados por la inquietante presencia del pasado– ni sus temas –la relación entre los vivos y los muertos, las atmósferas claustrofóbicas, la insistencia de la hipocondría–, pero sus asuntos se han desprendido de la artificiosidad que a veces acompaña al género de terror hasta convertirse en una interesante forma de realismo. Estos últimos relatos son, a su manera, una meditación sobre el deterioro físico, el augurio de una decrepitud que emerge en su fase más temprana y la cercanía de la muerte.
Ese futuro, apenas vislumbrado, sólo se comprende por completo en función del vínculo que su literatura establece con los espectros del pasado, por lo general bajo la forma de las almas en pena. Esta tradición fantasmagórica, explorada por Henry James, se combina con el terror ordinario que –en español– cultivase Julio Cortázar, el gran maestro del género que demostró que la literatura de terror no funciona ya, como sucedía en sus orígenes, a partir de la irrupción de lo extraordinario en la vida corriente, sino justo al contrario.
Está en la mirada (subjetiva) del individuo cuando, en un contexto vulgar, atisba de pronto una realidad paralela, sin que termine de quedar claro –la literatura es el arte de la ambigüedad– si se trata de una proyección psicológica o estamos de verdad ante una evidencia. Enríquez asume y recrea así el paradigma cultural contemporáneo, donde la frontera entre lo objetivo y lo subjetivo se difumina y las distopías se convierten en una parte esencial del presente, en lugar de presentarse como meras imaginaciones lejanas y abstractas.
El terror que describe Un lugar soleado para gente sombría es un miedo natural, del mismo modo que la imaginación es un elemento más de la existencia, cuando no la rueda oculta que gobierna nuestros días. Que estos cuentos estén poblados por fantasmas, lejos de ser una convencional licencia literaria, es el factor capital que identifica esta forma de indagación, donde la presencia de los muertos, como anticipase ya Pedro Páramo, la obra maestra de Juan Rulfo, es un ingrediente del paisaje cotidiano. Un espectro, al fin y al cabo, sólo es una criatura que ha muerto,pero esto no significa que necesariamente haya desaparecido.
El calvario de los fantasmas de Enríquez es que, igual que sucede a los vivos a medida que pasan los años, ya no pueden modificar ni alterar su trayecto. Carecen de futuro. No tienen destino. Son un pasado sin remedio. No pueden enmendar lo que han sido, al contrario que los seres que respiran, que todavía contamos con la vana expectativa de perdurar.
Entre los vivos y los muertos de la literatura de Enríquez existe una especie de convergencia; en el sentido de que, al envejecer, las opciones existenciales se reducen y la vida se estrecha. El deterioro físico, uno de los males de los personajes de estos cuentos, es la prueba de la (inevitable) mímesis entre los que fueron y los que todavía somos. Enríquez mezcla ambas dimensiones existenciales en sus historias, prescindiendo de una racionalidad que ha dejado de explicarlo todo, y que es insuficiente ante la experiencia en primera persona de la decrepitud. El terror que encierran sus cuentos deviene del subrayado enfático de una realidad desconcertante donde los vivos vamos asimilándonos a los difuntos que seremos.
Ésta es la sensación que deja un relato como ‘Mis muertos tristes’, que abre la colección. En él, una mujer contempla de decadencia de su barrio al tiempo que siente la presencia de unos fantasmas asesinados con violencia. Las criaturas espectrales –es el caso de ‘Una mujer que sufre’– más que espanto, causan compasión, una especie de lástima similar a la que uno experimenta cuando ve en la muerte de sus padres el anuncio de su propia extinción.
La vida nos enseña, al llegar a esta encrucijada de la madurez, la fugacidad de la existencia, que hasta entonces creíamos que era una cosa remota. Entonces es cuando la épica se torna presagio de la tragedia: antes o después seremos los fantasmas que pueblan las historias de Enríquez. Es ante la zozobra de este porvenir que se nos viene encima –que también es una forma amarga sabiduría– cuando somos capaces de entender la verdadera realidad que habitamos.
Quizás por eso las fantasmagorías de la escritora argentina nos sean tan familiares. Son presagios de lo que nos aguarda, como la mujer, cuya historia se cuenta en ‘La desgracia de la cara’, que, atrapada por la maldición de una parálisis facial, se convierte en un ser deforme. En su drama no hay fantasía. Es una advertencia sobre lo que podría sucederle a cualquiera. La progresiva anulación de lo extraordinario, la pauta hacia la que ha ido evolucionado la narrativa de Enríquez, es el factor que permite formular estos terrores contemporáneos, visibles sólo cuando se descubren los puentes entre lo que parece imposible y lo indiscutible.
Los espacios de los cuentos de la escritora argentina están cargados de pavores, condensados en piezas como ‘Los himnos de las hienas’, donde las almas de los asesinados en un castillo convertido en campo de concentración reverberan sin cesar. Toda la literatura de Enríquez explora el proceso de descubrimiento de los vivos de un universo lleno de presencias que, según la lógica empirista, son imposibles, pero que, vistas desde la perspectiva de su sensibilidad literaria, se tornan tan indudables como el frágil suelo que pisamos cada día. Éste es su éxito.